martes, 5 de julio de 2016

La llamada (*)

Es muy temprano o anoche todavía. El despertador quiere taladrar pero fracasa, ya estoy despierta, nunca me duermo. Vivo cansada pero en vela. Culpar al bebé no puedo. No se culpa a los bebés. Al padre que durmió toda la noche, sí; que no se levantó en ninguna teta, sí; que no cambió ningún pañal, sí. Por meses.
Me acuesto última y me levanto primera. Hoy es miércoles 15 de junio. Mitad de mes, mitad de semana y mitad del año, el peor día: ya no hice la mitad de las cosas.
Me visto yo, visto al bebé y él me da un mate. Lo odio.
Lo veo despedirse y salir antes y, otra vez, lo odio.
Salimos corriendo. Tengo frío y además llueve. La capa impermeable sobre la cabeza nos cubre a los dos. Parezco un linyera.
Quince minutos más y hubiera salido a tiempo. Quince minutos más y no llegábamos tarde. Quince minutos más y yo elegía mi ropa. Quince minutos más y me lavaba los dientes. Quince minutos más y no olvidaba la llave. Pero nunca hay quince minutos más, yo nunca tengo quince minutos más. Si el padre no hubiera salido antes diciendo que arranca temprano, si anoche hubiera preparado las cosas para el bebé, si esta mañana me hubiera ayudado a vestirlo, si nos hubiera alcanzado en auto aunque vaya para otro lado, tal vez si alguna de esas cosas hubiera pasado, al menos una, tal vez sí tendría quince minutos y no estaríamos llegando tarde. A la guardería que elegí yo, porque me queda cerca de donde trabajo. Yo.
No queremos llegar tarde. Camino casi corriendo, no mucho, lo que se puede, pero el colectivo no nos espera. Todo me pesa mucho pero no entiendo cuán mucho. Pesa demasiado. Por lo menos veinte kilos me cargo encima, bolsos, cartera y bebé. Se soporta porque es gradual, aumenta de a poco. Dos kilos, tres, cinco, ocho, doce, quince, veinte. Ahora son veinte. Y encima llueve. Y vamos a llegar tarde. ¿Necesito trabajar? Sí, claro, el alquiler, las expensas, los gastos, la obra social. Y la guardería. Eso ni se pregunta. Siempre hay que trabajar. Y hay que ser madre del bebé, nadie puede hacer eso por mí. Pienso, siempre, si habrá otras opciones, pero es como estar abrazada a un trompo; y sé que abajo está el suelo, que si me atreviera a apoyar la mano el trompo se detendría, rodaría descontrolado conmigo encima, terminaría roto, pero al menos se detendría. Este punto desquiciado existe solamente porque yo existo. Sin mí no hay trompo, el bebé tiene más madres, el padre trabaja por todos. Sin mí el mundo es otro. Pero el cambio es sacrificar, no sé si me atrevo, porque algo sobra, lo sé. Tal vez el marido, tal vez el trabajo, tal vez el bebé, tal vez yo. Tal vez un poco de cada cosa. No estoy lista.
Pienso. Pienso que esta propuesta funciona porque sirve a demasiados, hombres, mujeres. No tenemos opción. Ayudan el aislamiento, la soledad, la distancia. No saber quién vive enfrente, todo es pautado, pensado, fraccionado.  Nada es personal.  Esto pienso mientras subo la escalera hasta el salón. Llegamos.
Entrego al bebé.
La vida es eso que encajo en las tres horas que tengo.
            Salgo corriendo, paró de llover.
            Siempre para de llover cuando menos lo necesito.  
Griselda Perrotta


(*) Mención en el Primera Certamen Nacional de Literatura de la Revista Conurbana.Cult, publicado en Voces del Cono Sur.


domingo, 26 de junio de 2016

Evento presentación de FRONTERA

Algunas fotos de la presentación de FRONTERA. El álbum completo acá.
Podés comprar el libro acá.




martes, 31 de mayo de 2016

Brinda explicaciones

Brinda Explicaciones

Señor Juez:

         Quiero aclararle a usted, ante todo, que soy un ciudadano decente que se vio envuelto en circunstancias que lo sobrepasaron, y que cualquier persona normal hubiera terminado igual o peor que yo. Me siento a escribir estas líneas porque mi abogado dijo que si alega demencia temporaria podría evitar ir preso. Pero desde ya le digo que, si es por mí, se pueden ir al carajo usted y el abogado, que yo no voy a andar diciendo que estoy loco cuando no lo estoy. Aclarado esto, y sólo para que usted entienda y considere mi versión de lo ocurrido al tomar su decisión final, relataré tal cual lo recuerdo los hechos del 20 de agosto de 2011, que ocurrieron justo antes de que la Policía entrara al departamento de Ponce y me encontrara con un cuchillo en el cuello de su mujer.
            Ese día, 20 de agosto de 2011, no fue un día cualquiera. Pero empiezo por el principio para que todo quede bien claro.
            Ya me había dicho yo que tremendo error había sido firmar contrato con la editorial (sabrá que soy escritor). La cosa es que, apurado por las cuentas que se me acumulaban, pacté con una editorial de mala muerte que publica una revista de cuarta, qué digo de cuarta, de quinta categoría, que me contrató para escribir un artículo semanal de seis carillas sobre temas de interés vinculados a cuestiones de actualidad tratadas en los medios, con contenido escandalizante. ¿Tiene idea usted, Señor Juez, del tiempo que lleva llenar seis carillas? ¿Tiene noción de lo escasos que son los temas de interés en este mundo? Mire, mire nomás en los diarios, en las revistas o en internet; me imagino que usted mira en internet. Mire y dígame, sinceramente, si los medios no giran todos alrededor de tres o cuatro cuestiones que son siempre las mismas y nos presentan como cosa nueva, como si todos fuéramos idiotas. Y hay más. Si se fija va a ver que ni siquiera les importa decir una cosa en una página y la cosa contraria al reverso. No es que no se den cuenta. Créame que no les importa. Créame que nos toman a todos por idiotas.
            A la editorial llegué por Susi, la mujer de Ponce, vecinos del quinto. Una gorda chillona con cuerpo de foca sin perilla de volumen: para ella todo es super alto. Huele a cuerina y maquillaje berreta y su actividad principal es meterse en la vida de los otros. Una mañana yo bajaba a comprarme unas figacitas de manteca y me la cruzo en el ascensor. Ella acompañaba a la escuela a su hija Licita, una chica de 12 años que le juro que con escucharla basta para perder la fe en la raza humana. Yo no soy mucho de hablar, pero tampoco maleducado. No sé cómo ella me saca conversación, y le termino haciendo algún comentario del que dedujo que estaba apretado de plata. No niego que fuera cierto, los apremios estaban. Digo que la mujer estaba alerta, porque de plata no hablé, estoy seguro. Habré hecho algún chiste, la verdad no me acuerdo, pero con algo que dije ella se vio habilitada a taladrarme todo el viaje a la panadería, contándome que trabajaba de directora de arte en una revista y siempre buscaban columnistas. Susi sabía que soy escritor, por las reuniones de consorcio, por eso digo que debía estar alerta y yo como un gil le di el pie. Estuve lento. Con verla a Susi ya basta para entender que, si esa es la directora de arte, qué puede esperarse del resto.
            No estaba muy convencido. Para mí escribir siempre fue algo serio, muy personal, pero en ese momento pensé que en definitiva muchos escritores lo hacen, que no tenía nada de malo escribir por dinero, y accedí a mandar una muestra al mail que ella me indicó. Era un pequeño ensayo que había escrito unos meses antes, después de escuchar en televisión que una viejita agarraba gatos de la calle y se los cocinaba a su perro, como comida. Mi ensayo versaba sobre la desesperación y la soledad.
            Cuando me quise acordar, Susi estaba tocándome timbre con un contrato en dos ejemplares y una sonrisa rojo pastoso que le llenaba la cara. Le pedí que me lo dejara para revisar; lo leí por encima y sólo veía era que, sumando caracteres y frecuencia, y multiplicándolos (o sumándolos, ahora no recuerdo), me cerraba para los gastos fijos. Firmé. Cuando se lo bajé a la casa, Susi grito de alegría agitando los brazos y me besó apoyando los labios sudados sobre mi boca, dejando una marca de rouge que tardé quince minutos en sacarme cuando volví a casa. Debí haberlo sospechado, la mujer no estaba bien.
            Según el contrato las entregas empezaban inmediatamente al firmar. Para escribir el primer artículo abrí el diario y esperé a que surgiera algo. Pasé Economía y Negocios, Política, Deporte, etcétera hasta que vi, en Policiales, la nota ideal: un chico de trece años había golpeado en forma salvaje al novio de su hermana cuando los encontró desnudos en el garaje de la casa. El novio había entrado en coma y el hermano quedó preso; la hermana se suicidó al día siguiente. Decía también que el agresor y la chica eran gemelos y hacían todo juntos. Parece que, desde jardín, los gemelos y el novio habían sido íntimos, los tres, y desde hacía un par de semanas la chica y la víctima se veían a escondidas del chico. El periodista dedicaba la mitad de la nota a detallar hábitos y costumbres del trío anteriores al noviazgo. Mi primera sensación fue que de algún modo justificaba el actuar del gemelo, culpando a los otros dos de engañarlo. Por supuesto no lo dijo así, pero ese era el espíritu de su narración. Eso me inspiró a usar cuatro de las seis páginas para desarrollar la frecuencia del incesto adolescente en los jóvenes. Actual y escandalizante, como la editorial quería. Estaba orgulloso. Ya terminado, lo imprimí y lo subí a mi vecina.
            Desde el pasillo podía escuchar a Licita destrozando un aria de Bizet. Susi abrió en calzas y musculosa y me invitó a pasar. Cuando le dije que había terminado se puso eufórica. Había pedido que, antes de mandarlos al mail, los imprimiera y se los dejara leer, para ver si estaban en línea. El pedido no me gustó, pero como me había hecho el contacto me dio no sé qué negarme.
            Me hizo sentar en un sillón lleno de manchas y me obligó a tomarme un vaso de Fanta. Después se puso unos anteojos con borde dorado que le colgaban siempre del cuello. Se apoltronó en su sillón y empezó a leer mi trabajo. Licita seguía cantando como una muñeca grande, espantosa y tonta. Susi pasaba las hojas y, sin saber por qué, noté que su cara se transformaba hasta posarse claramente en una expresión de asco; mi relato le daba asco. No lo terminó. Estaba apenas por la mitad cuando me lo rompió en dieciséis partes (las conté), mientras miraba alternadamente, a mí con odio, a su hija con preocupación, moviendo sólo los ojos. La línea entre la nariz y el labio se le empezó a llenar de gotas; levantó su cuerpo redondo, se me acercó y en tono humillante me dijo: “¡¿Pero vos qué te pensás que sos?! ¡Deberías estar preso! ¿No te das cuenta de que esta es una casa de familia? ¿Cómo te atrevés a traerme esto, pedazo de degenerado?”. Yo no entendía nada. Licita seguía cantando en su mundo, como si la madre no estuviera gritándome a todo pulmón, al punto de despertar a Ponce, que dormía la siesta.
Susi no podría haber elegido mejor complemento que Ponce; tal para cual. También gordo, sonoro, se movía como en una caminata lunar: ladeaba el cuerpo hacia los costados y no levantaba un pie hasta terminar de apoyar del todo el otro. “¿Qué mierda pasa?”, dijo abriendo la puerta de su habitación a medias, lo suficiente para que me enterara de que usaba bóxers de raso rojo. Era gigante. Al verlo agradecí en silencio que Susi hubiera destrozado mi artículo y no fuera a compartirlo con él.   “Nada”   —contestó Susi— “es que no sabés la porquería que me trajo para la revista”. Ponce, sin responder, dio media vuelta y volvió al cuarto cerrando de un portazo. Licita seguía cantando y su voz hacía todo más inverosímil.
            La gorda siguió: “Mirá Rogonov, yo no sé para qué clase de gente estás acostumbrado a escribir vos, pero así vamos mal. Que sea la última vez que me traés una porquería así. Yo soy una mujer de su casa. ¿Cómo te atrevés a traerme esta barbaridad? La próxima Ponce que te caga a trompadas”. Y la remató diciendo: “¿No ves que acá hay una criatura?”, mientras señalaba a Licita. Yo seguía sin entender. En ningún momento había pensado que la chica iba a leer mi artículo. Más que arrepentido de haber firmado el contrato, le pedí disculpas a mi vecina, sin convicción, sólo para calmarnos. Dije que nunca había visto un ejemplar de la revista y le pregunté si podía facilitarme alguno para ver el tono. Susi rió con estruendo, tapando por unos segundos la voz de Licita. Ya calmada, suspiró, me miró con desprecio y dijo: “¿Me estás diciendo que jamás en tu vida leíste ‘Noticias y Delicias’???”. “No”, respondí sin emociones. La gorda revoleó los ojos, dio media vuelta sobre su eje y se agachó poniéndome todo el culo de frente; tomó de un revistero un ejemplar de unas 20 páginas, impreso en el papel más berreta que vi en mi vida, y me lo tiró a las piernas. El olor a tinta me penetró la garganta. Lo tomé y vi que los dedos me quedaban pegoteados con manchas de tinta.
            Era un pasquín de difícil clasificación. Tenía chimentos, política, chimentos de política, análisis superficial de notas periodísticas, resultados de partidos de futbol, una sección de automaquillaje, consejos de lactancia, otra vez chimentos de política. Lo primero que pensé fue que, si yo tenía que escribir seis páginas, mi artículo iba a ocupar casi un tercio de la revista. Lo segundo, fue que la gorda tenía razón: lo que yo había escrito no encajaba en el pasquín ni a presión. Y lo tercero, que un solo renglón publicado en esa revista con mi nombre al lado sería la peor vergüenza de mi vida y la muerte de mi carrera de escritor.
            No le dije a Susi, pero sabía que no iba a poder entregar ni un solo artículo, así que me despedí en forma amable, subí a mi departamento y empecé a buscar el contrato para leerlo bien. Decía algo así como que, si me abría, tendría que pagarle a la editorial como indemnización lo que ellos me hubieran pagado a mí durante un año, doblado. Me pareció un delirio, así que lo hice ver por mi primo que es abogado. Él lo confirmó, y me dijo que si no lo hacía me exponía a un juicio de la editorial. Juro, le juro yo Señor Juez, que hasta que me lo vio mi primo yo no había reparado en el nombre de la contraparte: Editorial A-Licita. Fue escucharlo de boca de otro para que me llegaran como ráfaga los dedos de Susi veteados de tinta y las pilas de papel que se veían por la puerta entreabierta de la cocina mientras la gorda me servía la Fanta. Recién ahí lo entendí: había firmado contrato con una editorial familiar clandestina. La verdad me tranquilicé un poco, porque pensé que los Ponce no iban a hacerme ninguna trastada con abogados, juicios, ni esas cosas sucias. Lo que nunca pensé era que Susi estaba tan loca. Que de haberlo sabido, Señor Juez, le juro que me sentaba, como castigo por haber sido tan idiota, a llenarle las seis páginas semanales con cualquier pelotudez.
            El día siguiente al que la gorda destrozó mi artículo, a las seis de la mañana me tocan el timbre. Era Susi, que venía a traerme un libro de oraciones y unas estampitas y a preguntar si tenía listo el primer artículo. Le dije que no, que lo había estado pensando y quería abrirme porque estaba con otras cosas y no iba a poder cumplirles. “¿Con qué cosas, si sos un vago?”, me contestó impertinente. Le cerré la puerta de un golpe, sin saber que sellaba mi condena.
            A partir de ese día Susi se puso en campaña para hacerme perder los estribos. Todas las mañanas a las seis me tocaba el timbre y pasaba por abajo de mi puerta estampitas de santos. Pegó en el ascensor y en todos los árboles de la cuadra una nota diciendo que yo era un degenerado y advirtiendo a los padres que no permitieran a sus hijos acercárseme. Convenció al encargado de que dejara de limpiar mi palier y de sacar mi bolsa de basura, que yo dejaba en el lugar para eso y aparecía, todos los días, abierta en mi puerta con el contenido desparramado. No se cómo, hizo que en el barrio los negocios dejaran de venderme. En cuestión de semanas ya no podía caminar por la calle sin que la gente murmurara a mi paso. Y no vaya  pensar, Señor Juez, que yo soy un paranoico ni ninguna de esas cosas raras que me dice el abogado. Por ese lado me quedo tranquilo de que cuando me revise el psiquiatra oficial va a corroborar que estoy cuerdo. No, paranoico no estoy. Cada vez que me la cruzaba, la gorda dejaba bien claro que lo que estaba pasando era obra suya, y que lo merecía por ser un “degenerado bastardo”. Al principio yo no le contestaba, porque pensé que se le iba a pasar, que pronto iba a encontrar a otro a quien molestar y se iba a olvidar de mí. Cuando vi que no paraba, le dije que la cortara o íbamos a terminar mal. Varias veces, en persona, se lo dije, hasta que me di cuenta que disfrutaba viendo cómo me ponía nervioso, y entendí que así no iba a conseguir nada. Intenté hablar con los vecinos pero me daban vuelta la cara. Vaya a saber uno qué cosas habrá inventado esta tipa. Hasta traté de hablarlo con Ponce, pero fue peor. Le toqué timbre un día tipo nueve de la mañana, que sabía que Susi y Licita no estaban porque era hora de ir a la escuela. Ponce me abrió en pijama y volvió a cerrar en cuanto vio que era yo. Insití con el timbre y fue un error. Volvió a abrir, me cazó de la camisa y me arrastró, gritando que los problemas con su mujer los arreglara con su mujer. La verdad que no me animaba a ir a la Policía porque tenía un poco de miedo de lo que iba a decir Susi, y no quería quedar sospechado de algo grave, que puede pasar. Así aguanté unas semanas. Todos los días empezaban con un martirio y terminaban peor. Esperaba que la cosa se pasara sola. Pero el 20 de agosto de 2011 fue demasiado.     
Ese día me levanté, como todos, con el timbrazo de la gorda, que en lugar de meterme una estampita abajo la puerta, esta vez pasaba agua. Abro rápido y la veo con un balde mojando todo mientras rezaba. “¡¿Estás loca?!”, le grito. “¡Degenerado, a ver si con agua bendita te curás!!!” me contesta mientras me tira encima lo que le quedaba en el balde. Y ahí me transformé. Ella se habrá dado cuenta, porque empezó a correr para la escalera. Yo la perseguía convencido de que esta iba a ser la última, sin saber bien qué iba a pasar cuando la agarrara.
La corría por la escalera y después por todo el pasillo, mientras ella gritaba como si yo fuera un asesino, hasta que se mete en su departamento, va a la cocina, agarra un cuchillo de carnicero y me salta encima, quedando en el aire suspendida por un momento y cayendo de pleno sobre mí. Parecía una película. Quedamos en el piso los dos forcejeando, mientras la gorda gritaba como si yo le estuviera haciendo algo a ella. Era increíble lo que pesaba; casi no podía respirar. No sé cómo, en el forcejeo empezamos a rodar y yo termino encima de ella; en una pirueta le saco el cuchillo con la mano derecha; por inercia giramos otra vez y yo vuelvo a quedar bajo la gorda. Y en ese momento siento que ella me agarra los huevos clavándome las uñas y me los empieza a apretar pero con una fuerza, Señor Juez, que le juro que era para arrancármelos. Le juro que si la cosa no terminaba como terminó esa mujer me los terminaba arrancando. Yo estaba inmovilizado hasta el cuello; lo único que podía mover era el brazo derecho, y entonces como un instinto se me dobla el codo, con lo que el cuchillo (que de antes lo tenía en esa mano) viene de casualidad a quedarle a mi vecina justo entre los pliegues del cuello. Y ahí es donde la Policía me caza el brazo y me inmovilizan. Yo traté de explicarles que era un malentendido, pero nadie escuchaba. Me pusieron boca abajo y me esposaron. Y después ya me acuerdo poco. El viaje en patrullero, el colchón roñoso, la falta de apetito, la internación después de la golpiza, la primera reunión con el abogado. Desde que estoy preso paso todo el día drogado porque si no ya estaría muerto, para qué le voy a mentir.
            Mire Señor Juez, yo no espero que usted me crea sólo por leer lo que acabo de escribirle. Lo que le pido, si es que le importa un poco la Justicia o lo que sea que usted imparte, es que aunque sea una vez los cite a Susana, Alicia y Juan Carlos Ponce, no digo para tomarles declaración porque no sé si eso se puede, yo de cosas legales no entiendo nada, pero cítelos para ver que esta gente está mal del bocho, y hágales un par de preguntas y va a ver que tengo razón. Sólo eso le pido. Después decida como a usted le parezca, que al fin y al cabo para eso está.
            Agradezco desde ya su atención, y les deseo a usted y a su familia lo mejor para estas Fiestas.
            Atentamente,                         

Maximiliano Rogonov



Griselda Perrotta


sábado, 7 de mayo de 2016

jueves, 28 de abril de 2016

La llave

Sin llave no puede entrar, la ventana está muy alta y en la puerta hay tres cerraduras. No se puede. Mira el reloj: las cuatro, tarde para temprano o al revés. Hasta dentro de tres horas nadie sale, hasta dentro de otras cinco no entran (calcula). Y aunque esperara, tal vez ni lo reconozcan.
Diez años es mucho tiempo. ¿O pasó más? O menos. Digamos que diez, total es lo mismo. No puedo uno desaparecer así, sin avisar, y tampoco puede volver como si nada. Tampoco. Pero puede. Lo dice la Biblia. O capaz no dice nada, ni que la hubiera leído. “Qué hora es señor?” Ya las cinco. Se habrá dormido en el escalón. Podría pasar por borracho, si no fuera por la mochila y los borcegos. Así parece un turista, uno joven que recorre el planeta a pie. ¿Y de algún modo, no es eso? No. No es eso. No es un turista. Qué amable el chico de la estación, dejarle todas sus cosas, sin ni siquiera pedírselas. Cómo se asusta la gente cuando uno los mira fijo. Cagones.
“Buen día, señor, ¿tiene hora?” Hay que ser amable. Las cinco y cinco. Qué lento que pasa el tiempo. Qué cosa extraña, el tiempo, qué convención injusta. Debería medirse en logros, cosas resueltas. Si es así, es como si se hubiera ido ayer, anoche, inclusive: en estos diez años no hizo, lo que se dice, nada. Pero nada. Poquitos logros, poquito tiempo, eso. Así debería ser. Un hombre exitoso: vivió cien años. Flor de conclusión. Si el éxito fuera pensar, ya deberían ser las siete. Si el éxito fuera pensar. Pero el éxito no es pensar.
Se enciende la luz del palier. Le viene ahora: ¿se habrán mudado?, ¿alguno habrá muerto…? Es Bermúdez, el encargado. Tendrá que hablarle o no va a reconocerlo. ¿Tiene una mina? Mirá vos, Bermúdez, ¡y un nene!
Llegan a la puerta. Ella tiene en la mano, aparte, la llave que abre la entrada. Entonces, recién entonces, se da cuenta. Es su mujer.
Pero ese no puede ser su hijo, es muy grande. O sí puede ser. Pasaron diez años. ¿Pasaron diez años? Digamos diez, por decir algo. Por el vidrio lo escucha decir con la voz paposa:
—Ma, hay un villero afuera.
—No es un villero. Es un loco. A ver, correte, Tomás.
Le puso Tomás.
—Dejame a mí —habla Bermúdez adelantándose y elije la llave que es, de entre las por lo menos treinta que le cuelgan del cinturón. Lo mira fuerte abriendo la puerta, y con la mirada sólo ya alcanza para ir haciéndolo correr al costado, hasta sentarse sobre la mochila del pibe que se la dio en la estación.
Su mujer y Tomás pasan detrás de Bermúdez y siguen. Debe ser día de semana. Se ve que hay escuela, porque el chico lleva uniforme, verde, de pantalón largo y camisa. Parece un hombre. Más hombre que él, por lo menos.
Cuando van por la mitad de la cuadra Bermúdez deja de mirarlo, cierra la traba y apura el paso hasta unírseles.
Juraría que lo reconoció.
Griselda Perrotta


martes, 29 de marzo de 2016

El rey

Aunque el ruido que hace un disparo se desconozca, se reconoce igual. Era un disparo.
            —¿No habría que llamar a la Policía?
            —¿Para qué?
            —Y que hagan algo…
            —¿Algo de qué?
            —No sé, ¡llevárselo!
            —¿Y si fue ella?
—Te toca a vos.
Patricia mueve el caballo.
—¿Pero meternos, decís? Son cosas de ellos.
—La casa es nuestra.
—Bueno, pero si le alquilamos la habitación…
A él se la alquilamos.
—¿Y si está muerta?
—¿Quién?
—¡Ella!
Patricia, sin anunciarlo, se come un peón.
—Esas no sirven para nada —dice Valeria despreciando la movida, mientras ve a su hermana acomodar la defensa junto al resto de las piezas blancas que, desde ayer, le viene ganando.
—Los hombres muertos tampoco.
—¿Qué decís?
—De Omar. Que ahora, muerto, no va a servirnos de nada.
—No entiendo.
—Las cosas. Que no va a poder ocuparse más de las cosas.
—¿Eso te preocupa?
—Jaque.
—La reina no es jaque, Patricia. Solamente el rey.
—¿Y no es este, el rey?
—No. Esa es la reina.
—¿Y si te como la reina qué pasa?
—Pst…¡nada!
—¿Entonces qué hacemos?
—Y, o movés esa torre a la izquierda, o…
—Con el disparo, digo.
—¿Vos decís que fue ella? Habría que subir a hablarle a él, entonces.
—Pero si fue ella…él…
—Es raro, que ahora no se oya nada.
—“Oiga”, se dice, “no se oiga”.
—Ah, mirá vos, pensé que era “oya”.
—Es “oiga”.
—¿Y estos peones gigantes qué son? Hay pocos.
—“Alfiles”, dice la caja.
—¿Y cómo se mueven?
—Habría que subir.
—O llamar a la Policía…
—No sé qué les vas a decirles…
— “Qué vas a decirles”
—¡Vos! ¿Yo por qué?
— “Qué vas a decirles”, se dice. No, “qué les vas a decirles”.
—Ah, mirá vos, no me lo recordaba.
—Te como la torre. No tenés más. ¿Gané?
—El rey, tenés que comerte. Sólo el rey gana.
—Pierde.
—Sí, pierde. No te hagas la piola.
—¿Te pagó el mes?
—¿Quién?
Valeria cierra el puño y levanta rígido el índice, señalando a la planta alta.
—No.
—¡Patricia!
—¡¿Qué?!
—¿Y ahora a quién le cobramos?
—¡Y, a ella! Si vive acá, también.
—¿Decís que se quedará?
—Tocan timbre
.           —No escuché…
—¡Pero sí, te digo que tocan! ¡Y hace rato, ya!
Registra los golpes y entonces reacciona:
—¡Ay, qué animal! ¡¿Quién golpea así?!
Desde la puerta llega una voz clara, contundente:
            —¡Policía! ¡Llamaron vecinos, que oyeron disparos!
            Con fastidio, Valeria camina a la puerta desatándose el delantal.
            —¿Quién es?
            —Policía, señora. Los vecinos reportaron disparos. Por favor abra.
            Por la hendija, con la cadenita puesta, la mujer, sin saludar antes, le dice:
            —Uno solo.
            —¿Cómo dice?
            —Uno solo. Disparo. Uno solo, hubo. No disparo…s, como dice usted. Uno solo. Disparo.
            —Por favor, abra la puerta y nos explica qué pasó.
            —Es que no sé qué pasó.
            Desde la ventana, Marconi divisa sobre la mesa un tablero de ajedrez y el perfil de unas pantuflas. Sin sacar la vista del cuadro, le pregunta:
            —¿Está sola?
            —Tengo derechos.
            —Señora, tenemos que entrar.
            —Es mi morada. Tengo derechos.
          Marconi hace un gesto al costado y Valeria ve salir, por detrás, a otro oficial que va hasta el patrullero y dice algo por radio. Al rato siente que el vidrio de la puerta trasera se rompe. Después no escucha nada más.
Cuando vuelve en sí, está echada en el sillón. Una chica vestida de policía le apoya un paño frío en la cabeza, mientras otra vestida de médica le toma el pulso.
Un poco más lejos, parados, hay dos oficiales con armas que escriben sobre papeles. De casualidad, casi, escucha que el más joven le dice al otro, mientras señala el tablero:
—Está fallado. Tiene dos pares de reinas.
Griselda Perrotta






jueves, 17 de marzo de 2016

Primera reunión con Peces de Ciudad


Ayer nos reunimos con Peces de Ciudad para conversar sobre la publicación de mi primer libro.
Será un compilado de cuentos para adultos y será pronto.
Gracias a Mariana Kruk y a Sole Blanco por mirarme.
Soy un manuscrito lleno de tachones y una montaña de ganas.




martes, 16 de febrero de 2016

La fruta prohibida (*)

            Es posible que alguien transcurra la vida entera ignorando el sabor de ciertas cosas. Las naranjas, por ejemplo. Recuerdo el día en que las probé por primera vez. Yo tenía ocho años y fue gracias a Vera, mi abuela paterna. Si no hubiera sido por ella, tal vez no las conocería. Mamá nunca las compraba, decía que son muy fuertes y que largan olor feo. De hecho, nunca volví a comerlas.
Para poner en contexto, debo decir que mi infancia fue bastante constructiva: la pasé casi entera en construcciones. El departamento de dos ambientes durante el año, y el de uno solo en vacaciones, siete días en Mar del Plata. Y la escuela, claro.
Mi abuela Vera no podía soportar muchas cosas. Una, que su único hijo hubiera dejado la enormidad de la quinta en San Pedro para mudarse a un dos ambientes en Barracas. Otra, saber que lo había hecho para estar con mi madre, que había heredado el dos ambientes de Barracas. Y la última, que nunca, nunquísima nunca, fuéramos a visitarla. Así que cuando venía, dos o tres veces al año, se alojaba donde vivíamos y dedicaba el día a cuestionar la forma en que mis padres se conducían, ellos, como seres humanos vivientes, y la forma en que me estaban educando. “Criando”, decía.
Ese verano de la naranja no fuimos a Mar del Plata porque en las vacaciones iba a nacer mi hermano. Mamá era una mujer práctica, así que no sólo programó el embarazo para que terminara más o menos en enero, sino que también le pidió a su médico que le organizara una cesárea para organizarse con el trabajo, con la casa y con el nene. El nene era yo.
Aprovechando la visita de Vera para las Fiestas, armó el procedimiento para el día cuatro, así yo podía quedarme con mi abuela mientras ellos se iban a la Clínica. De todo esto Vera se enteró el 23 de diciembre durante la cena. Para Vera, el embarazo consciente con cesárea programada y comprarse una entrada al infierno eran más o menos lo mismo. Semejante nivel de manipulación le resultaba inconcebible. Así se los hizo saber en voz alta y delante mío, pero igual se quedó.
La cesárea no fue tan simple como mi madre pensaba, y eso hizo que ella y mi hermano quedaran internados casi un mes; mi padre quedó con ellos. En ese tiempo, Vera y yo convivimos.
Ya antes de que se supieran las complicaciones, Vera me había aclarado que eso que iba a hacer mi madre no era parir, y se encargó de explicarme, a mis ocho años y con detalles, la perfección del cuerpo humano, femenino y masculino, y, sobre todo, el delicado pasaje del mundo sutil al mundo material que un parto supone —y, por el contrario, el horror que una cesárea implica—. Todo esto según ella, se entiende. También me habló mucho de mi madre, de mi padre y de la vida. Yo la escuchaba. Nada más. Poco podía opinar o decir ante tanto conocimiento, revelado a una edad tan temprana. Aprendí mucho, ese verano.
Fue así que, envalentonada por la ausencia de mis padres, además de darme un curso intensivo del sentido del Universo, Vera, que al principio respetaba la detallada lista de alimentos que   —según  mi madre— yo estaba acostumbrado a comer (y que decía cosas como, por ejemplo: “Merienda: leche chocolatada. Si no quiere, jugo de naranja Tang”), empezó de a poco a incorporarme otras comidas que ni siquiera se conseguían en el almacén donde mamá compraba, y que teníamos que ir a buscar en colectivo. Un mundo nuevo.
Una tarde Vera acababa de explicarme el motivo por el cual enferma el hombre, que al parecer ella tenía muy claro, por cómo lo expuso. Yo quedé bastante sorprendido y hasta un poco asustado. Entonces me dijo: “Voy a preparar la merienda. ¿Querés esa leche que te da tu mamá?”. Respondí: “No. Prefiero naranja”, esperando un vaso largo del líquido anaranjado.
Cuando llegué a la mesa, Vera había desplegado en un plato violeta, como una flor, los gajos de una naranja pelada a vivo, sin semillitas ni la parte blanca. La mire con duda, pero no pude negarme a su sonrisa.
Tomé uno con las dos manos. Estaba frío. Cuando mordí, el ácido me hizo fruncir los labios y achinar los ojos, mientras la boca se me llenaba de saliva. Era una sensación nueva, hiriente y dulce a la vez.
Vera me acarició la cabeza y rió fuerte. Tomó también ella un pedazo, lo masticó con las muelas y, después de tragarlo, me dijo: “¿Ves, Lorenzo? Así saben las naranjas”.
Griselda Perrotta

(*) Mención de Honor en el Concurso Literario de Cuento y Poesía "Horacio Quiroga" 2015 de la Sociedad Argentina de Escritores (ZN) 



jueves, 14 de enero de 2016

Los perros

Los perros están imposibles. Capaz por la nube de mosquitos que, desde hace tres días, flota a la altura de las copas, sin bajar. No pican pero tampoco es normal.
—¡Chito, Satán! —grita el Mono, como si el perro lo conociera. Sigue ladrando. Coqueta, en cambio, aúlla.
—Perra de mierda, ¿es castrada?
Irma niega con la cabeza.
—¿Un mate, doña? —y estira la mano, alcanzándoselo.
Irma muestra la palma volviendo a negar.
—No se asuste, es unos días, no más, hasta que todo se calme, ¿vio?
No sabe de qué está hablando, en los ojos de Irma, el Mono, lo nota.
—¿No sabe quién soy? ¿No tiene televisor? ¿Radio, no tiene?
El Mono mira al rancho, ve los yuyos altos, casi hasta la ventana, revisa alrededor girándose todo y queda de espaldas. No se ve antena, ni poste, cables, nada. Ni caserío.
—No sabe quién soy… Mejor. Dígame “Mono”, yo soy el “Mono”.
—El Mono —repite Irma.
—¿Y usted? Su nombre, digo.
—Irma Inés Suarez —responde digna, alzando el mentón, con la frente en alto.
El Mono ríe.
—¿Y es sola, acá?
Duda qué responderle, se da cuenta, el Mono. Los perros siguen, ladra uno, la otra que aúlla.
—Si es sola, pregunto. No tenga miedo, doña, para saber, no más.
—Tengo marido. Está en la cosecha, él vuelve —dice tocándose el anular.
El Mono se limpia con el mayor y el pulgar, en la comisura, una saliva imaginaria.
Irma se acomoda y con las dos manos busca estirar la pollera, pero la tela es muy dura y apenas puede pasar un poco por abajo de las rodillas. En el movimiento la cuerda de los tobillos le hace sentir un tirón.
            —¿Está muy fuerte? No es personal, ya le dije.
Satán y Coqueta siguen insoportables, encadenados los dos, junto a las cuchas con nombres.
El Mono se pasa por el flequillo todos los dedos abiertos, como un peine, e insiste volviendo a ofrecerle:
—Tómese un mate, Irma Inés Suarez, que acá es temprano y para la noche falta.
Irma mira a los perros. A los mosquitos que vuelan, y también mira a los perros.
Griselda Perrotta