Sin llave no puede entrar, la ventana está muy
alta y en la puerta hay tres cerraduras. No se puede. Mira el reloj: las
cuatro, tarde para temprano o al revés. Hasta dentro de tres horas nadie sale,
hasta dentro de otras cinco no entran (calcula). Y aunque esperara, tal vez ni
lo reconozcan.
Diez años es mucho tiempo. ¿O pasó más? O
menos. Digamos que diez, total es lo mismo. No puedo uno desaparecer así, sin
avisar, y tampoco puede volver como si nada. Tampoco. Pero sí puede. Lo dice la Biblia. O capaz no dice nada, ni que la
hubiera leído. “Qué hora es señor?” Ya las cinco. Se habrá dormido en el
escalón. Podría pasar por borracho, si no fuera por la mochila y los borcegos.
Así parece un turista, uno joven que recorre el planeta a pie. ¿Y de algún
modo, no es eso? No. No es eso. No es un turista. Qué amable el chico de la
estación, dejarle todas sus cosas, sin ni siquiera pedírselas. Cómo se asusta
la gente cuando uno los mira fijo. Cagones.
“Buen día, señor, ¿tiene hora?” Hay que ser
amable. Las cinco y cinco. Qué lento que pasa el tiempo. Qué cosa extraña, el
tiempo, qué convención injusta. Debería medirse en logros, cosas resueltas. Si
es así, es como si se hubiera ido ayer, anoche, inclusive: en estos diez años
no hizo, lo que se dice, nada. Pero nada. Poquitos logros, poquito tiempo, eso.
Así debería ser. Un hombre exitoso: vivió cien años. Flor de conclusión. Si el
éxito fuera pensar, ya deberían ser las siete. Si el éxito fuera pensar. Pero
el éxito no es pensar.
Se enciende la luz del palier. Le viene ahora:
¿se habrán mudado?, ¿alguno habrá muerto…? Es Bermúdez, el encargado. Tendrá
que hablarle o no va a reconocerlo. ¿Tiene una mina? Mirá vos, Bermúdez, ¡y un
nene!
Llegan a la puerta. Ella tiene en la mano,
aparte, la llave que abre la entrada. Entonces, recién entonces, se da cuenta.
Es su mujer.
Pero ese no puede ser su hijo, es muy grande. O
sí puede ser. Pasaron diez años. ¿Pasaron diez años? Digamos diez, por decir
algo. Por el vidrio lo escucha decir con la voz paposa:
—Ma, hay un villero afuera.
—No es un villero. Es un loco. A ver, correte,
Tomás.
Le puso Tomás.
—Dejame a mí —habla Bermúdez adelantándose y
elije la llave que es, de entre las por lo menos treinta que le cuelgan del
cinturón. Lo mira fuerte abriendo la puerta, y con la mirada sólo ya alcanza
para ir haciéndolo correr al costado, hasta sentarse sobre la mochila del pibe
que se la dio en la estación.
Su mujer y Tomás pasan detrás de Bermúdez y
siguen. Debe ser día de semana. Se ve que hay escuela, porque el chico lleva
uniforme, verde, de pantalón largo y camisa. Parece un hombre. Más hombre que
él, por lo menos.
Cuando van por la mitad de la cuadra Bermúdez
deja de mirarlo, cierra la traba y apura el paso hasta unírseles.