Los perros están imposibles.
Capaz por la nube de mosquitos que, desde hace tres días, flota a la altura de
las copas, sin bajar. No pican pero tampoco es normal.
—¡Chito, Satán! —grita el
Mono, como si el perro lo conociera. Sigue ladrando. Coqueta, en cambio, aúlla.
—Perra de mierda, ¿es
castrada?
Irma niega con la cabeza.
—¿Un mate, doña? —y estira la
mano, alcanzándoselo.
Irma muestra la palma
volviendo a negar.
—No se asuste, es unos días,
no más, hasta que todo se calme, ¿vio?
No sabe de qué está hablando,
en los ojos de Irma, el Mono, lo nota.
—¿No sabe quién soy? ¿No tiene
televisor? ¿Radio, no tiene?
El Mono mira al rancho, ve los
yuyos altos, casi hasta la ventana, revisa alrededor girándose todo y queda de
espaldas. No se ve antena, ni poste, cables, nada. Ni caserío.
—No sabe quién soy… Mejor.
Dígame “Mono”, yo soy el “Mono”.
—El Mono —repite Irma.
—¿Y usted? Su nombre, digo.
—Irma Inés Suarez —responde
digna, alzando el mentón, con la frente en alto.
El Mono ríe.
—¿Y es sola, acá?
Duda qué responderle, se da
cuenta, el Mono. Los perros siguen, ladra uno, la otra que aúlla.
—Si es sola, pregunto. No
tenga miedo, doña, para saber, no más.
—Tengo marido. Está en la
cosecha, él vuelve —dice tocándose el anular.
El Mono se limpia con el mayor
y el pulgar, en la comisura, una saliva imaginaria.
Irma se acomoda y con las dos
manos busca estirar la pollera, pero la tela es muy dura y apenas puede pasar
un poco por abajo de las rodillas. En el movimiento la cuerda de los tobillos
le hace sentir un tirón.
—¿Está
muy fuerte? No es personal, ya le dije.
Satán y Coqueta siguen
insoportables, encadenados los dos, junto a las cuchas con nombres.
El Mono se pasa por el
flequillo todos los dedos abiertos, como un peine, e insiste volviendo a
ofrecerle:
—Tómese un mate, Irma Inés
Suarez, que acá es temprano y para la noche falta.
Irma mira a los perros. A los
mosquitos que vuelan, y también mira a los perros.
Griselda Perrotta