jueves, 5 de octubre de 2017

La Fortaleza (*)

            Mi historia empieza en una terraza. No recuerdo los detalles pero sí los colores, que son también los olores cuando pienso en mis abuelos. En esa terraza.
          No se abandona la patria cuando no quiere soltarte. Cuando es así, cuando la patria no quiere soltarte, la patria se hace una fortaleza. Como una embajada chiquita dentro de ese otro país siempre extranjero, ajeno. Hostil. Fortaleza impenetrable, en una terraza cualquiera de cualquier barrio porteño.
            Esa es la historia que vengo a contar.

          Mis abuelos eran la terraza. La terraza y salsa de tomate, albahaca y picante. Mucho picante. Picante en el huevo, en la pizza, en las pastas. Picante con agua y aceite. Comían eso a veces: picante, agua y aceite. Pipireata. Mamá decía que con eso paleaban el hambre en Italia. Que se llenaban de aceite, agua y picante para engañar al hambre. Para engañar al tiempo, que se hace más largo cuando es con hambre. Mi madre también nació en Italia y vivió cinco años allá, los primeros cinco, hasta que mi abuelo mandó traer a las tres: hija, esposa, madre / madre, abuela, suegra / nieta, nuera, bisabuela.
         Mi historia es la historia de tres mujeres que un día subieron a un barco siguiendo el designio del mismo varón que años atrás las había dejado.
Dos décadas después llegué yo.
Otra mujer, mismo destino.

           Lo que más recuerdo de mis abuelos es la terraza. Mujeres lavando a mano, tendiendo en sogas, disponiendo compras, cenas y almuerzos. Hombres durmiendo la siesta. Mujeres no. Hombres trabajando afuera. Mujeres dentro y afuera. Hombres violentos. Mujeres también.
Violentos todos. Estridentes. Demasiado para esa ciudad chata, homogénea, que se desparramaba al otro lado de La Fortaleza.
Vida urbana y traicionera, liviana, común. Vida de papeles y de cemento, sin aromas, sin color. Vida urbana.

         La vida urbana mató a mi abuela, eso dijeron los médicos. Hubo diagnóstico y todo. Simplemente empezó a enloquecer después de bajar del barco. Cuarenta días con su suegra y la nena en un depósito del Puerto. Diez años de conventillo. Trabajos denigrantes. Pobreza. Inmundicia diez años y después la fortuna. Su casa grande, su castillo. Poder comprar…lo que había.  
En la ciudad no hay gallinas ni pipireu. El cerdo es una pasta rosada que se corta en fetas y va a casa en un papel. Los huevos siempre están pasados, los zapatos aprietan. El piso es duro y se vive aislado. No hay tribus en la ciudad y el ruido lo tapa todo.

El castillo, la fortaleza. Un día tuvo eso, mi abuela. Espacio, escaleras, muchas habitaciones. Y su propio gallinero en la terraza.
Colombres y Venezuela, barrio de Boedo.
Allí, en mi infancia, yo veía torcer pescuezos y desplumar animales.
Yo. Niña bien de jumper almidonado y camisita blanca, colegio de monjas porque eso sí, había que ascender. Para eso (si no para qué) mi abuelo había dejado a sus mujeres solas tanto tiempo. Hay que justificar esa movida.
Y así lo hicimos.

Fue implacable mi madre: nosotros no llevaríamos la vida de mis abuelos (la suya). Seríamos gente fina. Uñas pintadas, jeans de marca, clases de piano. Tacos altos, hombreras y permanente —eran los ochenta y eso se llevaba—.
Gatopardo, The Embers, Ray Ban. Cancha de tenis y paté de foie.

Pero no se abandona la patria.

No se abandona la patria cuando la patria no quiere soltarte y más si se almuerza en La Fortaleza.
Ahí, con esos mismos adornos, uniforme de escuela privada y carteras de charol, nosotros, descendientes primeros del pueblo de mis abuelos, éramos la envidia de cualquier bistreaux: alivi scachiati, alivi arrustuti, pipireu, brasholi, milinshana. Mejores que cualquier frasco por más cool que sea la etiqueta.
Porque las etiquetas mienten: la comida de mis abuelos no se escribe. Se dice. Como una canción que se aprende de oído.

Porque la comida es la patria y son mentira las palabras cuando se habla de la patria.
La tierra de mis abuelos no tiene registros. No había tiempo para esas cosas y en la Argentina fue igual.
La historia de mis abuelos se dice.
A eso vengo.
Griselda Perrotta

(*) Mención Especial en el VIII Concurso Literario de la Sociedad Italiana de San Pedro.
  Publicado en la Antología del VIII Concurso de Cuentos y Relatos de Inmigrantes.