Es muy temprano o anoche
todavía. El despertador quiere taladrar pero fracasa, ya estoy despierta, nunca
me duermo. Vivo cansada pero en vela. Culpar al bebé no puedo. No se culpa a
los bebés. Al padre que durmió toda la noche, sí; que no se levantó en ninguna teta,
sí; que no cambió ningún pañal, sí. Por meses.
Me acuesto última y
me levanto primera. Hoy es miércoles 15 de junio. Mitad de mes, mitad de semana
y mitad del año, el peor día: ya no hice la mitad de las cosas.
Me visto yo, visto
al bebé y él me da un mate. Lo odio.
Lo veo despedirse y
salir antes y, otra vez, lo odio.
Salimos corriendo. Tengo
frío y además llueve. La capa impermeable sobre la cabeza nos cubre a los dos.
Parezco un linyera.
Quince minutos más y
hubiera salido a tiempo. Quince minutos más y no llegábamos tarde. Quince
minutos más y yo elegía mi ropa. Quince minutos más y me lavaba los dientes.
Quince minutos más y no olvidaba la llave. Pero nunca hay quince minutos más,
yo nunca tengo quince minutos más. Si
el padre no hubiera salido antes diciendo que arranca temprano, si anoche hubiera
preparado las cosas para el bebé, si esta mañana me hubiera ayudado a vestirlo,
si nos hubiera alcanzado en auto aunque vaya para otro lado, tal vez si alguna
de esas cosas hubiera pasado, al menos una, tal vez sí tendría quince minutos y
no estaríamos llegando tarde. A la guardería que elegí yo, porque me queda
cerca de donde trabajo. Yo.
No queremos llegar
tarde. Camino casi corriendo, no mucho, lo que se puede, pero el colectivo no nos
espera. Todo me pesa mucho pero no entiendo cuán mucho. Pesa demasiado. Por lo
menos veinte kilos me cargo encima, bolsos, cartera y bebé. Se soporta porque es
gradual, aumenta de a poco. Dos kilos, tres, cinco, ocho, doce, quince, veinte.
Ahora son veinte. Y encima llueve. Y vamos a llegar tarde. ¿Necesito trabajar?
Sí, claro, el alquiler, las expensas, los gastos, la obra social. Y la
guardería. Eso ni se pregunta. Siempre
hay que trabajar. Y hay que ser madre del bebé, nadie puede hacer eso por mí. Pienso,
siempre, si habrá otras opciones, pero es como estar abrazada a un trompo; y sé
que abajo está el suelo, que si me atreviera a apoyar la mano el trompo se detendría,
rodaría descontrolado conmigo encima, terminaría roto, pero al menos se
detendría. Este punto desquiciado existe solamente porque yo existo. Sin mí no
hay trompo, el bebé tiene más madres, el padre trabaja por todos. Sin mí el
mundo es otro. Pero el cambio es sacrificar, no sé si me atrevo, porque algo
sobra, lo sé. Tal vez el marido, tal vez el trabajo, tal vez el bebé, tal vez
yo. Tal vez un poco de cada cosa. No estoy lista.
Pienso. Pienso que esta
propuesta funciona porque sirve a demasiados, hombres, mujeres. No tenemos
opción. Ayudan el aislamiento, la soledad, la distancia. No saber quién vive
enfrente, todo es pautado, pensado, fraccionado. Nada es personal. Esto pienso mientras
subo la escalera hasta el salón. Llegamos.
Entrego al bebé.
La vida es eso que
encajo en las tres horas que tengo.
Salgo
corriendo, paró de llover.
Siempre para de llover cuando menos lo necesito.
Griselda Perrotta
(*) Mención en el Primera Certamen Nacional de Literatura de la Revista Conurbana.Cult, publicado en Voces del Cono Sur.