martes, 31 de mayo de 2016

Brinda explicaciones

Brinda Explicaciones

Señor Juez:

         Quiero aclararle a usted, ante todo, que soy un ciudadano decente que se vio envuelto en circunstancias que lo sobrepasaron, y que cualquier persona normal hubiera terminado igual o peor que yo. Me siento a escribir estas líneas porque mi abogado dijo que si alega demencia temporaria podría evitar ir preso. Pero desde ya le digo que, si es por mí, se pueden ir al carajo usted y el abogado, que yo no voy a andar diciendo que estoy loco cuando no lo estoy. Aclarado esto, y sólo para que usted entienda y considere mi versión de lo ocurrido al tomar su decisión final, relataré tal cual lo recuerdo los hechos del 20 de agosto de 2011, que ocurrieron justo antes de que la Policía entrara al departamento de Ponce y me encontrara con un cuchillo en el cuello de su mujer.
            Ese día, 20 de agosto de 2011, no fue un día cualquiera. Pero empiezo por el principio para que todo quede bien claro.
            Ya me había dicho yo que tremendo error había sido firmar contrato con la editorial (sabrá que soy escritor). La cosa es que, apurado por las cuentas que se me acumulaban, pacté con una editorial de mala muerte que publica una revista de cuarta, qué digo de cuarta, de quinta categoría, que me contrató para escribir un artículo semanal de seis carillas sobre temas de interés vinculados a cuestiones de actualidad tratadas en los medios, con contenido escandalizante. ¿Tiene idea usted, Señor Juez, del tiempo que lleva llenar seis carillas? ¿Tiene noción de lo escasos que son los temas de interés en este mundo? Mire, mire nomás en los diarios, en las revistas o en internet; me imagino que usted mira en internet. Mire y dígame, sinceramente, si los medios no giran todos alrededor de tres o cuatro cuestiones que son siempre las mismas y nos presentan como cosa nueva, como si todos fuéramos idiotas. Y hay más. Si se fija va a ver que ni siquiera les importa decir una cosa en una página y la cosa contraria al reverso. No es que no se den cuenta. Créame que no les importa. Créame que nos toman a todos por idiotas.
            A la editorial llegué por Susi, la mujer de Ponce, vecinos del quinto. Una gorda chillona con cuerpo de foca sin perilla de volumen: para ella todo es super alto. Huele a cuerina y maquillaje berreta y su actividad principal es meterse en la vida de los otros. Una mañana yo bajaba a comprarme unas figacitas de manteca y me la cruzo en el ascensor. Ella acompañaba a la escuela a su hija Licita, una chica de 12 años que le juro que con escucharla basta para perder la fe en la raza humana. Yo no soy mucho de hablar, pero tampoco maleducado. No sé cómo ella me saca conversación, y le termino haciendo algún comentario del que dedujo que estaba apretado de plata. No niego que fuera cierto, los apremios estaban. Digo que la mujer estaba alerta, porque de plata no hablé, estoy seguro. Habré hecho algún chiste, la verdad no me acuerdo, pero con algo que dije ella se vio habilitada a taladrarme todo el viaje a la panadería, contándome que trabajaba de directora de arte en una revista y siempre buscaban columnistas. Susi sabía que soy escritor, por las reuniones de consorcio, por eso digo que debía estar alerta y yo como un gil le di el pie. Estuve lento. Con verla a Susi ya basta para entender que, si esa es la directora de arte, qué puede esperarse del resto.
            No estaba muy convencido. Para mí escribir siempre fue algo serio, muy personal, pero en ese momento pensé que en definitiva muchos escritores lo hacen, que no tenía nada de malo escribir por dinero, y accedí a mandar una muestra al mail que ella me indicó. Era un pequeño ensayo que había escrito unos meses antes, después de escuchar en televisión que una viejita agarraba gatos de la calle y se los cocinaba a su perro, como comida. Mi ensayo versaba sobre la desesperación y la soledad.
            Cuando me quise acordar, Susi estaba tocándome timbre con un contrato en dos ejemplares y una sonrisa rojo pastoso que le llenaba la cara. Le pedí que me lo dejara para revisar; lo leí por encima y sólo veía era que, sumando caracteres y frecuencia, y multiplicándolos (o sumándolos, ahora no recuerdo), me cerraba para los gastos fijos. Firmé. Cuando se lo bajé a la casa, Susi grito de alegría agitando los brazos y me besó apoyando los labios sudados sobre mi boca, dejando una marca de rouge que tardé quince minutos en sacarme cuando volví a casa. Debí haberlo sospechado, la mujer no estaba bien.
            Según el contrato las entregas empezaban inmediatamente al firmar. Para escribir el primer artículo abrí el diario y esperé a que surgiera algo. Pasé Economía y Negocios, Política, Deporte, etcétera hasta que vi, en Policiales, la nota ideal: un chico de trece años había golpeado en forma salvaje al novio de su hermana cuando los encontró desnudos en el garaje de la casa. El novio había entrado en coma y el hermano quedó preso; la hermana se suicidó al día siguiente. Decía también que el agresor y la chica eran gemelos y hacían todo juntos. Parece que, desde jardín, los gemelos y el novio habían sido íntimos, los tres, y desde hacía un par de semanas la chica y la víctima se veían a escondidas del chico. El periodista dedicaba la mitad de la nota a detallar hábitos y costumbres del trío anteriores al noviazgo. Mi primera sensación fue que de algún modo justificaba el actuar del gemelo, culpando a los otros dos de engañarlo. Por supuesto no lo dijo así, pero ese era el espíritu de su narración. Eso me inspiró a usar cuatro de las seis páginas para desarrollar la frecuencia del incesto adolescente en los jóvenes. Actual y escandalizante, como la editorial quería. Estaba orgulloso. Ya terminado, lo imprimí y lo subí a mi vecina.
            Desde el pasillo podía escuchar a Licita destrozando un aria de Bizet. Susi abrió en calzas y musculosa y me invitó a pasar. Cuando le dije que había terminado se puso eufórica. Había pedido que, antes de mandarlos al mail, los imprimiera y se los dejara leer, para ver si estaban en línea. El pedido no me gustó, pero como me había hecho el contacto me dio no sé qué negarme.
            Me hizo sentar en un sillón lleno de manchas y me obligó a tomarme un vaso de Fanta. Después se puso unos anteojos con borde dorado que le colgaban siempre del cuello. Se apoltronó en su sillón y empezó a leer mi trabajo. Licita seguía cantando como una muñeca grande, espantosa y tonta. Susi pasaba las hojas y, sin saber por qué, noté que su cara se transformaba hasta posarse claramente en una expresión de asco; mi relato le daba asco. No lo terminó. Estaba apenas por la mitad cuando me lo rompió en dieciséis partes (las conté), mientras miraba alternadamente, a mí con odio, a su hija con preocupación, moviendo sólo los ojos. La línea entre la nariz y el labio se le empezó a llenar de gotas; levantó su cuerpo redondo, se me acercó y en tono humillante me dijo: “¡¿Pero vos qué te pensás que sos?! ¡Deberías estar preso! ¿No te das cuenta de que esta es una casa de familia? ¿Cómo te atrevés a traerme esto, pedazo de degenerado?”. Yo no entendía nada. Licita seguía cantando en su mundo, como si la madre no estuviera gritándome a todo pulmón, al punto de despertar a Ponce, que dormía la siesta.
Susi no podría haber elegido mejor complemento que Ponce; tal para cual. También gordo, sonoro, se movía como en una caminata lunar: ladeaba el cuerpo hacia los costados y no levantaba un pie hasta terminar de apoyar del todo el otro. “¿Qué mierda pasa?”, dijo abriendo la puerta de su habitación a medias, lo suficiente para que me enterara de que usaba bóxers de raso rojo. Era gigante. Al verlo agradecí en silencio que Susi hubiera destrozado mi artículo y no fuera a compartirlo con él.   “Nada”   —contestó Susi— “es que no sabés la porquería que me trajo para la revista”. Ponce, sin responder, dio media vuelta y volvió al cuarto cerrando de un portazo. Licita seguía cantando y su voz hacía todo más inverosímil.
            La gorda siguió: “Mirá Rogonov, yo no sé para qué clase de gente estás acostumbrado a escribir vos, pero así vamos mal. Que sea la última vez que me traés una porquería así. Yo soy una mujer de su casa. ¿Cómo te atrevés a traerme esta barbaridad? La próxima Ponce que te caga a trompadas”. Y la remató diciendo: “¿No ves que acá hay una criatura?”, mientras señalaba a Licita. Yo seguía sin entender. En ningún momento había pensado que la chica iba a leer mi artículo. Más que arrepentido de haber firmado el contrato, le pedí disculpas a mi vecina, sin convicción, sólo para calmarnos. Dije que nunca había visto un ejemplar de la revista y le pregunté si podía facilitarme alguno para ver el tono. Susi rió con estruendo, tapando por unos segundos la voz de Licita. Ya calmada, suspiró, me miró con desprecio y dijo: “¿Me estás diciendo que jamás en tu vida leíste ‘Noticias y Delicias’???”. “No”, respondí sin emociones. La gorda revoleó los ojos, dio media vuelta sobre su eje y se agachó poniéndome todo el culo de frente; tomó de un revistero un ejemplar de unas 20 páginas, impreso en el papel más berreta que vi en mi vida, y me lo tiró a las piernas. El olor a tinta me penetró la garganta. Lo tomé y vi que los dedos me quedaban pegoteados con manchas de tinta.
            Era un pasquín de difícil clasificación. Tenía chimentos, política, chimentos de política, análisis superficial de notas periodísticas, resultados de partidos de futbol, una sección de automaquillaje, consejos de lactancia, otra vez chimentos de política. Lo primero que pensé fue que, si yo tenía que escribir seis páginas, mi artículo iba a ocupar casi un tercio de la revista. Lo segundo, fue que la gorda tenía razón: lo que yo había escrito no encajaba en el pasquín ni a presión. Y lo tercero, que un solo renglón publicado en esa revista con mi nombre al lado sería la peor vergüenza de mi vida y la muerte de mi carrera de escritor.
            No le dije a Susi, pero sabía que no iba a poder entregar ni un solo artículo, así que me despedí en forma amable, subí a mi departamento y empecé a buscar el contrato para leerlo bien. Decía algo así como que, si me abría, tendría que pagarle a la editorial como indemnización lo que ellos me hubieran pagado a mí durante un año, doblado. Me pareció un delirio, así que lo hice ver por mi primo que es abogado. Él lo confirmó, y me dijo que si no lo hacía me exponía a un juicio de la editorial. Juro, le juro yo Señor Juez, que hasta que me lo vio mi primo yo no había reparado en el nombre de la contraparte: Editorial A-Licita. Fue escucharlo de boca de otro para que me llegaran como ráfaga los dedos de Susi veteados de tinta y las pilas de papel que se veían por la puerta entreabierta de la cocina mientras la gorda me servía la Fanta. Recién ahí lo entendí: había firmado contrato con una editorial familiar clandestina. La verdad me tranquilicé un poco, porque pensé que los Ponce no iban a hacerme ninguna trastada con abogados, juicios, ni esas cosas sucias. Lo que nunca pensé era que Susi estaba tan loca. Que de haberlo sabido, Señor Juez, le juro que me sentaba, como castigo por haber sido tan idiota, a llenarle las seis páginas semanales con cualquier pelotudez.
            El día siguiente al que la gorda destrozó mi artículo, a las seis de la mañana me tocan el timbre. Era Susi, que venía a traerme un libro de oraciones y unas estampitas y a preguntar si tenía listo el primer artículo. Le dije que no, que lo había estado pensando y quería abrirme porque estaba con otras cosas y no iba a poder cumplirles. “¿Con qué cosas, si sos un vago?”, me contestó impertinente. Le cerré la puerta de un golpe, sin saber que sellaba mi condena.
            A partir de ese día Susi se puso en campaña para hacerme perder los estribos. Todas las mañanas a las seis me tocaba el timbre y pasaba por abajo de mi puerta estampitas de santos. Pegó en el ascensor y en todos los árboles de la cuadra una nota diciendo que yo era un degenerado y advirtiendo a los padres que no permitieran a sus hijos acercárseme. Convenció al encargado de que dejara de limpiar mi palier y de sacar mi bolsa de basura, que yo dejaba en el lugar para eso y aparecía, todos los días, abierta en mi puerta con el contenido desparramado. No se cómo, hizo que en el barrio los negocios dejaran de venderme. En cuestión de semanas ya no podía caminar por la calle sin que la gente murmurara a mi paso. Y no vaya  pensar, Señor Juez, que yo soy un paranoico ni ninguna de esas cosas raras que me dice el abogado. Por ese lado me quedo tranquilo de que cuando me revise el psiquiatra oficial va a corroborar que estoy cuerdo. No, paranoico no estoy. Cada vez que me la cruzaba, la gorda dejaba bien claro que lo que estaba pasando era obra suya, y que lo merecía por ser un “degenerado bastardo”. Al principio yo no le contestaba, porque pensé que se le iba a pasar, que pronto iba a encontrar a otro a quien molestar y se iba a olvidar de mí. Cuando vi que no paraba, le dije que la cortara o íbamos a terminar mal. Varias veces, en persona, se lo dije, hasta que me di cuenta que disfrutaba viendo cómo me ponía nervioso, y entendí que así no iba a conseguir nada. Intenté hablar con los vecinos pero me daban vuelta la cara. Vaya a saber uno qué cosas habrá inventado esta tipa. Hasta traté de hablarlo con Ponce, pero fue peor. Le toqué timbre un día tipo nueve de la mañana, que sabía que Susi y Licita no estaban porque era hora de ir a la escuela. Ponce me abrió en pijama y volvió a cerrar en cuanto vio que era yo. Insití con el timbre y fue un error. Volvió a abrir, me cazó de la camisa y me arrastró, gritando que los problemas con su mujer los arreglara con su mujer. La verdad que no me animaba a ir a la Policía porque tenía un poco de miedo de lo que iba a decir Susi, y no quería quedar sospechado de algo grave, que puede pasar. Así aguanté unas semanas. Todos los días empezaban con un martirio y terminaban peor. Esperaba que la cosa se pasara sola. Pero el 20 de agosto de 2011 fue demasiado.     
Ese día me levanté, como todos, con el timbrazo de la gorda, que en lugar de meterme una estampita abajo la puerta, esta vez pasaba agua. Abro rápido y la veo con un balde mojando todo mientras rezaba. “¡¿Estás loca?!”, le grito. “¡Degenerado, a ver si con agua bendita te curás!!!” me contesta mientras me tira encima lo que le quedaba en el balde. Y ahí me transformé. Ella se habrá dado cuenta, porque empezó a correr para la escalera. Yo la perseguía convencido de que esta iba a ser la última, sin saber bien qué iba a pasar cuando la agarrara.
La corría por la escalera y después por todo el pasillo, mientras ella gritaba como si yo fuera un asesino, hasta que se mete en su departamento, va a la cocina, agarra un cuchillo de carnicero y me salta encima, quedando en el aire suspendida por un momento y cayendo de pleno sobre mí. Parecía una película. Quedamos en el piso los dos forcejeando, mientras la gorda gritaba como si yo le estuviera haciendo algo a ella. Era increíble lo que pesaba; casi no podía respirar. No sé cómo, en el forcejeo empezamos a rodar y yo termino encima de ella; en una pirueta le saco el cuchillo con la mano derecha; por inercia giramos otra vez y yo vuelvo a quedar bajo la gorda. Y en ese momento siento que ella me agarra los huevos clavándome las uñas y me los empieza a apretar pero con una fuerza, Señor Juez, que le juro que era para arrancármelos. Le juro que si la cosa no terminaba como terminó esa mujer me los terminaba arrancando. Yo estaba inmovilizado hasta el cuello; lo único que podía mover era el brazo derecho, y entonces como un instinto se me dobla el codo, con lo que el cuchillo (que de antes lo tenía en esa mano) viene de casualidad a quedarle a mi vecina justo entre los pliegues del cuello. Y ahí es donde la Policía me caza el brazo y me inmovilizan. Yo traté de explicarles que era un malentendido, pero nadie escuchaba. Me pusieron boca abajo y me esposaron. Y después ya me acuerdo poco. El viaje en patrullero, el colchón roñoso, la falta de apetito, la internación después de la golpiza, la primera reunión con el abogado. Desde que estoy preso paso todo el día drogado porque si no ya estaría muerto, para qué le voy a mentir.
            Mire Señor Juez, yo no espero que usted me crea sólo por leer lo que acabo de escribirle. Lo que le pido, si es que le importa un poco la Justicia o lo que sea que usted imparte, es que aunque sea una vez los cite a Susana, Alicia y Juan Carlos Ponce, no digo para tomarles declaración porque no sé si eso se puede, yo de cosas legales no entiendo nada, pero cítelos para ver que esta gente está mal del bocho, y hágales un par de preguntas y va a ver que tengo razón. Sólo eso le pido. Después decida como a usted le parezca, que al fin y al cabo para eso está.
            Agradezco desde ya su atención, y les deseo a usted y a su familia lo mejor para estas Fiestas.
            Atentamente,                         

Maximiliano Rogonov



Griselda Perrotta