martes, 26 de mayo de 2015

La Bruja y el Piqui

La bautizaron Rosa Montes pero los volantes decían Ivonne Nasser. En el curso le habían dicho que, si quería dedicarse a la magia, tenía que cambiarse el nombre porque Rosa Montes no servía.
Rosa no quería dedicarse puntualmente a la magia; cualquier otro trabajo que pudiera hacer en casa le hubiera servido. Desde la crisis casi nadie venía a hacerse las manos; los esmaltes se estaban secando y las limas de cartón se estaban humedeciendo. Aunque seguía pegando los cartelitos que la vendían como “manicura”, el timbre sonaba cada vez menos y las cosas empezaban a faltar.
Rosa no podía buscar trabajo afuera. Tenía que ser en casa porque no podía dejar mucho tiempo solo al Piqui que, por más que tuviera veintiséis años, funcionaba como un chico de cuatro. Así había sido durante los últimos veintidós años, y así habían dicho los médicos que iba a quedar.
De joven, hasta que el Polaco se fue, cuando la plata alcanzaba, Rosa consumía magia, que le vendía la Turca del mercado. Pero no en el puesto; en la casa, porque le había dicho que ahí podían hacer cosas más fuertes, con animales y eso. Le hacía comprar velas, cintas, carbones, aceites, cosas así, que Rosa conseguía en el barrio a veces, y otras tenía que irse hasta Once. Empezó a verla porque el Polaco tenía la mano pesada y Rosa quería cambiarlo.
La primera vez que fue todavía era una piba. La Turca la hizo sentarse enfrente, le agarró la mano, cantó algo en voz baja y le miró la palma. Le dijo que al Polaco lo habían trabajado de chico y por eso era violento; que podía deshacerlo, pero iba a llevar tiempo y era caro. El Piqui todavía no había nacido, eran solo Rosa y el Polaco.
Rosa iba separando de a dos o de a cinco pesos de la plata que el Polaco le dejaba para usar, y cuando tenía treinta, que era lo que le cobraba la Turca, la llamaba para ver qué tenía que comprar. Entonces juntaba para los materiales y los conseguía. Cuando era con animales era más difícil; Rosa tenía que conseguir el bicho y guardarlo hasta el día que quedaban, porque no se podía hacer cualquier día, dependía de la luna o algo así. Si eran gallinas o perros le pedía a la prima que se los aguantara. Pero la Turca siempre le decía que el Polaco estaba muy atado y para que el trabajo funcionara había que usar cabras. Como si fuera fácil conseguir una cabra en Pompeya, o esconderla en un conventillo. Y así la Turca la tenía atada también a ella, porque cada vez que la atendía, Rosa se iba convencida de que el Polaco la seguía fajando porque ella no conseguía la cabra. Estaba tan enganchada con la rutina que ni se le ocurría dejarlo. Su vida eran el Polaco, la paliza, la Turca y la cabra. Lo demás era relleno.
Cuando se enteró del embarazo se puso contenta. Le contó a la Turca, que le hizo creer que ya lo sabía, que al chico se lo había hecho poner ella; y que cuando naciera lo del Polaco se iba a solucionar para siempre. Rosa le creyó, en parte porque estaba chupada por la Turca, y en parte porque desde que le había contado del embarazo el Polaco le pegaba menos, sólo los viernes cuando volvía de la bailanta, y no fuerte como antes. Anduvieron así todo el embarazo.
Al mes de nacido el Piqui, cuando ya estaban en la casa, un día el Polaco dijo que se iba a los burros y no volvió más. La gente decía que el Polaco se había ido porque no soportó que el chico les saliera mal. La Turca le dijo a Rosa que el Piqui había nacido así porque estaba marcado como el padre, y que el Polaco se había ido porque ella lo había hecho asustar, para que la dejara tranquila con el chico; que con lo tocado que estaba iba a ser imposible limpiarlo sin la cabra, y que además ahora Rosa tenía que concentrarse en deshacer lo del chico, que si no iba a "quedar tonto para siempre". Le dijo que era como un tratamiento, que tenían que hacerle.
Al principio Rosa se asustó y empezó a limpiar casas para poder pagar los materiales y los trabajos de la Turca, pero duró poco, porque estaba sola, y con el nene era muy difícil trabajar afuera. Además al chico en esa época había que llevarlo al hospital todo el tiempo, porque todavía lo estaban estudiando. Habrá ido a verla dos o tres veces, y se dio cuenta de que no iba a poder bancarlo más, sin la plata del Polaco.
En el mercado evitaba cruzarse a la Turca, porque se sentía en falta de haberla colgado, pero un día se la topó en el pasillo ancho. Le explicó que estaba sola con el Piqui, y que a veces no les alcanzaba para comer; se tiró el lance de pedirle si podía seguir atendiéndola por menos, pero la Turca le dijo que no, pegó media vuelta y volvió a su puesto.
Rosa dio por cerrado el tema de los trabajos y, para no caer en la tentación de la culpa, se convenció de que la Turca le había estado robando, de que había quedado embarazada porque eso es lo que pasa cuando una no se cuida, de que el Piqui nació enfermo porque así lo quiso dios, de que el Polaco era una basura, y de que era mejor tenerlo lejos. Asumió que era una mujer sola con un hijo discapacitado, y que tenía que mantenerlo.
Así empezó a hacerles las manos a las vecinas, que iban porque era barato, pero que iban también para ayudarla. Algunas además de hacerse las manos le traían leche, pañales y algo de comer para ella. Y así fue tirando, medio con el trabajo, medio con la ayuda de la gente. Hasta que la cosa se puso dura, la gente se fue mudando, ella se fue poniendo sucia y desprolija, el Piqui se empezó a hacer grande, y así las clientas fueron viniendo cada vez menos, porque era caro, porque era lejos, porque era un asco, o porque era incómodo.
Lo de la magia se le ocurrió una tarde en la fila de la pollería. Delante suyo estaban dos señoras jóvenes, bien vestidas, una rubia de rulos y la otra morocha, también de rulos. La rubia le contaba a la otra, con detalles y todo, cómo una bruja la estaba ayudando para que el marido volviera. A Rosa le llamó la atención que a la señora le hicieran hacer las mismas cosas que la Turca le hacía hacer a ella. Sobre todo porque supuestamente la mujer iba para otra cosa. Entonces se acordó de que era todo un gran verso tremendo, y se le ocurrió que ella podía empezar a vender eso, total lo que la gente necesitaba comprar era esperanza, no resultados, y eso Rosa lo sabía por experiencia. Era cosa de encontrar alguien que le enseñara a armar el circo un poco.
           Cosa del destino, un lunes desenvolviendo media docena de huevos leyó en el papel de diario que hacía de paquete un aviso de cursos cortos con salida rápida: Jardinería, Depilación, Arreglos Generales, Cuidadora, Mantenimiento, y el último: Videncia y Artes Ocultas. El aviso aclaraba que el instituto financiaba la matrícula y el pago del curso. Algo tenía ahorrado de la pensión del Piqui, que supuestamente iba a ser para él, cuando ella ya no estuviera, y decidió usarlo en cambio para pagarse el curso. Fue a averiguar, y en tres meses ya tenía el título: "Ivonne Nasser. Vidente. Especialista en Artes Ocultas".
          Invirtió diez pesos en fotocopias para pegar carteles por el barrio. Enseguida empezó a venirle gente. Con los primeros pesos se compró una tela bordeaux y se hizo una túnica y un mantel al tono para cubrir la mesita redonda de fórmica que tenía en la habitación, donde ubicaba las dos únicas sillas de la casa. También compró una cortina para separarlo al Piqui, que sería lento pero entendía cuando había que quedarse quieto.
En el curso le habían dicho que era fundamental mantener la mística. Tenía que ambientar un poco el tema, oscurecer la habitación, colgar algunos santos, ponerse collares, prender un humo. Enseguida le tomó la mano.
          Cobraba barato. A la gente le pedía que trajera los materiales, como la Turca había hecho con ella, pero sólo cosas fáciles, porque no quería arriesgarse a que dejaran de venirle. Así se fue armando su clientela. Al principio eran todas personas conocidas, más mujeres que hombres, en general por males del bolsillo o del corazón, pero con el tiempo fue llegando de todo, mezclado, y hasta tenía que dar turno para que no se le superpusieran.
          Un día a última hora tenía anotada a una tal Evangelina “por un tema de amor”, le había dicho en el teléfono.
           La habitación de Rosa y el Piqui era la única de la planta baja y quedaba al final del pasillo. La puerta de calle había desaparecido desde antes que ellos existieran, así que de la vereda se subía el escaloncito y se pasaba directo al zaguán. A la derecha había una escalera que llevaba al resto de las habitaciones, que estaban todas arriba.
           A las ocho puntual se escucharon tres golpes en la puerta y Rosa abrió. Era una mujer mayor, que usaba una capa negra que le cubría desde la cabeza hasta las rodillas, dejando ver dos piernas flacas como alambres y cubiertas de várices, peludas, que terminaban en dos lanchas con juanetes, vistiendo ojotas al tono. Caminaba de lado y olía a pis. Rosa estaba acostumbrada a recibir toda clase de gente, así que nada de esto le llamó particularmente la atención. Se paró en la puerta y elevó ligeramente el brazo izquierdo, señalando con su mano la mesita de fórmica con el mantel bordeaux, indicando a la consultante que se ubicara su sitio.
            La mujer se detuvo de espaldas a la silla y empezó a doblarse, bajando el torso en busca del reposo, usando sus rodillas como bisagras y apoyando las manos en la mesa para ayudarse. Rosa se sentó enfrente, y notó que la mujer empezaba a cruzar los dedos de una mano con los de la otra, mientras murmuraba una especie de cántico en voz grave, que habrá durado unos diez minutos. Esto tampoco sorprendió a Rosa. Cuando hubo terminado, separó las manos y levantando sus brazos flacos se descubrió la cabeza. Era prácticamente calva, y algo en su rostro resultaba a Rosa familiar. La vieja flaca aulló al aire y escupió sobre la mesa. Esto sí sorprendió a Rosa. Pero la sorpresa fue superada por el susto al reconocer en el mismo instante en que el escupitajo alcanzó el mantel bordeaux a la persona que tenía enfrente: era la Turca.
            La consultante, sin levantar la vista, le dijo con voz cascada:
            — ¿Te acordás de mí, Rosita?
            — ¿Qué querés Turca? — dijo Rosa simulando calma.
            — Me estás cagando la clientela. Me estoy fundiendo por tu culpa.
            — Yo no te hice nada, es trabajo nada más, no tiene nada que ver con vos. Además hace años que no tenés el puesto, pensé que…
            — Que estaba muerta. Casi, pero no. Ahora atiendo únicamente en casa. Sólo cosas fuertes. Te doy quince días para buscarte otra cosa. Si no te saco yo del medio, a mi forma.
            — No me jodas, Turca. Estoy sola con el Piqui. Veamos cómo podemos arreglar para no pisarnos.
            — No vamos arreglar un carajo. Quince días.
          Y sin decir más, se levantó y dio media vuelta. Viéndola caminar sin la capucha, decrépita, arrastrando las chancletas, por una milésima de segundo Rosa sintió que la que estaba ahí no era la Turca humana sino una versión intermedia entre su versión humana y su versión muerta, como si de alguna forma hubiera quedado a mitad de camino. Sintió un escalofrío. En cuanto la vieja cerró la puerta, instintivamente, Rosa cruzó la pieza en dos pasos y corrió la cortina del Piqui. Estaba dormido.
            Los quince días de preaviso pasaron sin que Rosa moviera un dedo para reducir la clientela ni para contactarse con la Turca. No eran épocas de vacas gordas, como para andar creyendo pavadas. Pasaron quince más y Rosa ya se había olvidado de la visita. Pensó incluso que capaz la vieja hasta se había muerto enserio y se lo había imaginado todo. A veces con tanto humo y entonaciones se le confundían las cosas. Pero entonces pasó lo del zaguán.
          Rosa volvía con el Piqui, era invierno y ya se había hecho de noche. Habían estado todo el día afuera, visitando a la prima temprano, después al hospital para el control mensual del neurólogo, y finalmente al dentista para que le viera al Piqui una muela que le dolía. Estaban cansados y no veían la hora de llegar a casa.
Ya desde la esquina Rosa notó que el zaguán tenía un resplandor raro, y a medida que se acercaba veía que era como de un naranja que titilaba, hasta que al llegar se quedó paralizada en la vereda, antes de subir el escalón. Al final del pasillo, sobre el suelo, alguien había ubicado perpendicular a la puerta de su casa una hilera de velas negras muy bajitas, todas encendidas, atravesada por otra fila corta sobre el cuarto inferior de la hilera larga. Era una cruz invertida de velitas negras encendidas. Sabía lo que significaba: el Portal al Lado Oscuro. Siempre había pensado que era un bolazo hasta que lo vio. Era imposible mantenerse ecuánime ante la imagen. No se animaba a atravesar la cruz para entrar a su casa porque el mito, que tiene dos partes, es claro. La primera dice que quien las toca o les pasa por encima encuentra la muerte. Pero a Rosa la horrorizaba más la segunda: si las velas se consumen, quien habita la casa se vuelve muerto en vida. Su razón había caído por completo. Rosa era todo susceptibilidad. Aguzó la vista y le entró la taquicardia: casi todas las velas quedaban solo en cabito, y el resto ya estaban consumidas.
Tenía que apurarse a apagar las que quedaban prendidas antes de que fuera tarde. El mito se le había hecho carne.
Rosa corrió por el pasillo, se arrodilló en el piso y empezó a soplarlas, pero no se apagaban. Entonces empezó a agitar las manos y a llorar desesperada, escupiendo las velas, pero estaba tan nerviosa que escupía y soplaba para cualquier lado, y las velas seguían consumiéndose. El Piqui se había quedado parado en el escalón, sin entender nada. Al ver a su madre tan desfasada, se asustó y empezó a gritar como un cerdo en pleno degüelle, mientras se pegaba en los ojos con las dos palmas, como si no quisiera ver, y se azotaba la cabeza contra la pared. Los vecinos salieron en el momento en que le empezaba a dar la convulsión.
Rosa seguía arrodillada en el piso, soplando y escupiendo, cuando una de sus vecinas la agarró de los hombros y la hizo incorporarse. Alguien llamó a la ambulancia, que tardó cuarenta y cinco minutos. Llegó justo cuando la última velita terminaba de apagarse. Le administraron al Piqui un antiepiléptico y se lo llevaron a internar.
A partir de ese día el Piqui ya no habla, no se levanta de la cama, come por una manguera y usa pañales. Lo estuvieron estudiando como un mes, y cuando no hubo más que hacer se lo devolvieron a Rosa, para que lo siguiera atendiendo en la casa. Los médicos le explicaron que la convulsión le había destruido muchas neuronas y era probable que quedara así para siempre.
            Rosa dejó de trabajar de bruja y empezó a rebozar milanesas y armar arrollados para la pollería. Sale solo para entregarlos, hacer mandados o pagar cuentas.
            Está juntando plata para comprarse una cabra.
Griselda Perrotta

miércoles, 13 de mayo de 2015

Presagio de llover (*)

       En mi casa las moscas anuncian la lluvia. Y hay que verlas. 
     Primero es una oronda, ni tan gorda ni tan flaca, que empieza a insistir; y se queda, aunque yo  la espante, aunque el gato la cachetee, saltando al aire, como un perrito. Y después viene otra, y otra, y otra más. Así a veces días, como una convención de moscas, se me va armando.
       Se juntan justo ahí, bajo el techito del quincho, del lado de afuera, donde no crece el pasto. Y ruedan, y nadan, y saltan. Y vuelan en círculos, claro; como cualquier mosca. Y esto quiero aclararlo. Estas son moscas comunes, normales, insectos montón. Ahora, por qué vienen a reunirse a mi casa, no tengo idea. Porque no es que cuando lo cuento me dicen “ah, sí, en mi casa también”. Ni tampoco es regla que las moscas se aglomeren tanto para anunciar lluvia. No en una casa cualquiera, como la mía. Ni tampoco tanto.
     Dudo que sean siempre las mismas moscas. Calculo se van renovando. Pero igual; como grupo en sí, como cosa colectiva, como conjunto, para mí, que las padezco, no dejan de ser una misma presencia que la pre-lluvia invoca, ahí, bajo el techito.
     Es la lluvia, que las reclama. Porque si algo sé es que estas moscas, conmigo, no tienen nada que ver. Son de la lluvia. Como un sacrificio. Como un dios, o algo. Mías no son.
     Si es una; dos, seis; hasta seis, las dejo. Pueden ser moscas cualquieras. Pero ya siete, diez, o así, no. Ahí ya sé que en un par de días se empiezan a arremolinar, y vibran, como una pelota, en zumbidos negros, brillantes, ahí, bajo el techito. Y ya no salgo.
    Las miro por la ventana. Miro de acá y no salgo. El gato al principio sí, cuando son poquitas, pero después ya también, se da cuenta de que es inútil.
     Espantarlas, igual se quedan. Y veneno. Probamos, una vez, con el veneno. Un poco se disipaban, pero mientras lo estaba esparciendo el gato me miró y dijo “me va a hacer mal a mí”. Y tiene razón, el gato. Y a mí, también, me va a hacer mal. Que el veneno es veneno, qué cuernos. El veneno es veneno para todos. Si mata a las moscas por completo es porque son bichos chicos; pero es cuestión de dosis, no más. Otro poco y mato al gato; y otro tanto y muero yo. Y si no me mato, y si no mato al gato; del todo, digo; si no nos mato, a mí y al gato, igual seguro el veneno nos mata un poco. Y yo no quiero morir un poco. Como el enjambre, cuando ya llueve. Y desde antes. Un rato antes, justito antes, gira más lento, con tono espeso; y de a una caen, y después más, y así ya en grupos, se van cayendo todas al suelo, muertas, en grupo, el cuerpo duro y las alas tiesas, hasta la última, y después sí. Después las gotas, que son de a una, y que son mil gotas, caen con furia sobre los cuerpos, y los dispersan. Y es sólo lluvia, y se van las moscas.
     Ahora llueve. Ya no hay más moscas.
     Desde el sillón yo miro la lluvia.
     El gato duerme y ya no hay más moscas.
Griselda Perrotta
(*)


(*) Finalista del VII Certamen de Poesía y Cuento Breve de Editorial Ruinas Circulares

martes, 5 de mayo de 2015

En aquel lugar

     Mi abuelo me decía que nunca hay que darle la espalda al mar. Entonces a mí todas las olas me rompían de frente, y me tragaba el agua, y la sal me hacía arder los ojos. Nunca podía barrenarlas, o nadar fácil. Yo le hacía caso por las dudas, porque él del mar sabía, como había vivido toda su vida en la costa. Bah, al menos eso era lo que yo pensaba, que mi abuelo había vivido toda su vida en la costa. Después me enteré de que a la costa se había mudado un poco antes de que yo naciera, porque decía que nadie lo entendía, y que ahí iba a estar solo y tranquilo. Pero en lugar de eso, su casa de solo y tranquilo se convirtió en el lugar de encuentro, una vez al año, de las personas que él había elegido no ver nunca más, todas juntas. Yo creo que a él en el fondo le gustaba, que todos estuviéramos ahí, los cinco primos, con las mamás y los papás, y el tío. Los papás y el tío son todos hijos del abuelo; y los primos somos los nietos. Por un lado, Uriel y yo, que soy la más grande; y por el otro, los mellizos, que son casi como yo, y Matilda, que es chiquita. El tío Mariano no tiene hijos.
     Que al abuelo le gustaba que fuéramos es lo que me parecía a mí. Yo creo que él no lo decía porque así los papás, las mamás y el tío tenían algo de qué hablar después de las vacaciones de invierno, cuando ya había que pensar en el verano, y así de repente en agosto todos se empezaban a llamar por teléfono, y a hablar mal del abuelo. Si no, no se hablaban nunca. 
     Después fui aprendiendo a prestar atención a las conversaciones de los grandes, y me di cuenta de que, antes de mudarse a la casa de la playa, cuando vivía acá, del abuelo no se acordaba nadie en todo el año, más que para hacerle reclamos de cosas que ya no se podían solucionar. Como la poca atención que le había dado a la abuela, la inversión de los campos que salió mal, lo que había gastado en la casa de la playa, que se había convertido en un ermitaño, que no hablaba con nadie. Y también cosas de mucho antes, de cuando él era joven. Yo había visto una película de un chico que viajaba al pasado con una máquina, y pensaba que por qué el abuelo no usaba esa máquina, iba al pasado y solucionaba todo, y así los grandes iban a poder hablar de otras cosas. 
    Yo siempre presto atención a lo que dicen los grandes, y a lo que hacen también. Pero por lo general no cuento nada, porque a veces lo que dicen es difícil, o no entiendo bien lo que escucho, o lo que veo, y capaz me equivoco. O capaz me doy cuenta de que es importante pero no entiendo bien lo que significa. Me acuerdo de que una vez, después de apagar las velitas de Matilda, los chicos nos fuimos a jugar a las escondidas. Yo quería elegir un lugar que a los otros no se les ocurriera, y entonces me metí abajo de la mesa donde estaban sentados los grandes. Ahí ninguno me iba a ir a buscar, porque donde estaban los grandes los chicos nunca iban, y al revés tampoco. Entonces cuando estaba ahí abajo bien callada para que no me encontraran, veo que la tía Corina le estaba tocando la rodilla por abajo la mesa a papá, despacito, como me hace mamá en la frente para dormirme. Y papá tenía su mano arriba de la mano de Corina, y también le tocaba la mano a ella despacito. La tía Corina era la novia del tío Mariano. Ellos no estaban casados, pero yo igual le decía tía porque para mí era igual que la mamá de Matila y los mellizos, que sí es tía. Cuando los vi me pareció raro que se hicieran como mimos, porque Corina y papá se llevaban re mal; siempre discutían a los gritos delante de todos. Y cuando discutían papá le decía que ella no opinara porque no era de la familia; y entonces Corina se quedaba callada con cara de loca, o a veces se ponía a llorar, o se iba. Esa noche que la vi tocándole la rodilla, después de que los grandes se levantaron de la mesa, yo la seguí a Corina por la casa, para ver a dónde iba, y vi que bajaba la escalera y entraba al garaje. Me quedé sentada en la escalera, y entonces empecé a escuchar unas voces que venían de adentro, de gente que discutía como en voz muy bajita, como si alguien estuviera durmiendo y no quisieran despertarlo, pero se notaba que estaban peleando o algo así. Y después de un rato re largo vi que del garaje salía papá. Él cuando me vio se puso nervioso, me preguntaba “¿qué hacés acá, qué hacés acá, hace mucho que estás?”, y me hizo levantarme e ir con él para donde estaban todos. Ese día en el auto, cuando volvíamos, papá hablando de otra cosa le dijo a mamá que con Corina no se juntara más porque era una trepadora. Por las dudas yo no dije nada de lo de la rodilla, porque Corina era mala, y papá a veces también era malo, y a mamá no le quería contar porque no sabía bien qué quería decir trepadora. Pero ese año, que yo estaba en segundo, para mi cumpleaños me regalaron un diccionario, y cuando mamá me lo dio, lo primero que hice fue buscar qué era trepadora, y vi que era algo de poder trepar, y me pareció que estaba buenísimo. No entendí por qué papá le había dicho a mamá que no se juntara con Corina; capaz porque mamá es medio gordita, y ella no podría trepar; y entonces si mamá se juntaba con la tía Corina y justo se cruzaban con un árbol, pobre mamá se iba a tener que quedar abajo mientras Corina trepaba. No sé bien qué pasó con la tía Corina, pero nadie la volvió a ver después del cumpleaños de Matilda. Tampoco fue ese verano a la casa de la playa. 
     Los demás sí fuimos. A los chicos nos encanta. Aunque los grandes se quejaran tanto del abuelo, a nosotros siempre nos trataba re bien. Hacía cosas que los grandes no veían. Siempre exigía que le dijeran exactamente qué día íbamos a llegar todos. Esto a los grandes los enojaba un montón, porque decían que no sólo se había ido al carajo, sino que además de ir a verlo al culodelmundo, ahora había que darle explicaciones. Carajo también la busqué, pero no entendí lo que quería decir; y culodelmundo no estaba. Para mí igual no era que el abuelo quería explicaciones. Yo creo que preguntaba bien bien qué día, porque siempre el día que llegábamos tenía listas cinco manzanas con caramelo, el bidón de agua, cinco frascos con agujeritos y la red; y cuando llegábamos, a los grandes casi ni los saludaba, y a nosotros nos subía a la parte de atrás de la camioneta y nos llevaba a la playa a buscar pececitos. Teníamos ese secreto con el abuelo: nunca le decíamos a los grandes a dónde íbamos. Había que ver la cara de ofendidos que ponían, viendo cómo nos íbamos todos los chicos atrás, conteniendo la sonrisa y tratando de poner cara de serios. En la playa no había casi nadie, así que la teníamos para nosotros solos. Las manzanas, la red y los frasquitos los tenía escondidos, y recién cuando llegábamos a la playa sacaba todo. Era por diversión, no más, porque los pececitos que sacábamos con la red después los devolvíamos al mar. Cuando volvíamos, los grandes siempre estaban furiosos; se notaba que habían estado todo ese tiempo hablando mal del abuelo. A mí nadie me pregunta, pero por más que tuviéramos plata para ir a otro lado, si me dan a elegir, yo siempre elegiría la casa del abuelo en la playa. 
     El abuelo a los chicos nos trataba siempre bien, pero no es que fuera buenito ni nada, porque si no, no hubiera pasado lo que pasó hace dos vacaciones. Estábamos también jugando a las escondidas pero en la casa de la playa, y como me había funcionado lo de la mesa la vez del cumpleaños de Matilda, otra vez elegí ahí. Los grandes estaban fumando afuera; en la mesa estaba nada más el abuelo, leyendo el diario; y entonces sonó el teléfono y lo atendió. Cuando atendió dijo “Hola Corina, cómo estás”, y a mí me sorprendió, porque los grandes decían que el abuelo era ermitaño (que también la tuve que buscar), y la conversación que el abuelo tenía con esta Corina no era de ermitaño. Primero pensé que “¡Uau, qué casualidad, el abuelo tiene una amiga que se llama Corina igual que Corina!” Y de curiosa me quedé escuchando; además no iba a aparecer de abajo de la mesa, que el abuelo no sabía que yo estaba ahí y capaz lo asustaba, o lo hacía enojar. Por teléfono él le decía a esta Corina cosas que no eran de ermitaño, ni de amigo, como mi amor, querida, te extraño, prontito, y cosas así que se decían mamá y papá, o que yo sabía de los libros, o de las películas; así que me di cuenta de que no era una amiga, que capaz el abuelo ahí en la playa tenía una novia. ¡Y que se llamaba Corina, como Corina! Pero entonces él empezó a decir que se sentía culpable de que estuvieran haciéndole esto a su hijo, que si se enteraban Andrés o Martín no le hablaban nunca más (Martín es papá; y Andrés es el tío, el papá de Matilda y los mellizos), que ni hablar de Mariano, que sería capaz de matarlo. Y ahí, de escuchar lo que decía, me di cuenta de que Corina era la Corina que antes era novia del tío Mariano, y que el abuelo y ella le estaban haciendo algo al tío, y que era grave también, porque si se enteraba iba a matarlo, y yo sabía que matar era grave. Después de hablar, el abuelo se prendió un cigarrillo de los gruesos marrones con olor feo y se lo fumó todo ahí en la cocina, tomando un líquido amarillo que parecía té pero que se lo sirvió en un vaso redondo y bajito.        
     El tío Mariano es mi preferido, y yo soy era su preferida, porque soy la primera de las nenas, dice él. Y si tenía que elegir entre que le pase algo grave al abuelo o que le pase algo grave al tío, yo me quedaba con el tío. Como en mi familia hablaban siempre difícil, para ese verano yo ya iba a todos lados con el diccionario por las dudas. Unos me decían que estaba loquita, otros que era una intelectual, otros que me quería hacer la canchera. Yo lo llevaba siempre porque me hacía sentir segura, saber bien qué significaba lo que decían los grandes. 
     Después de escuchar al abuelo hablar con la Corina que al final era Corina, por las dudas antes de contarle al tío, o a mamá, busqué en el diccionario algunas de las palabras que había usado el abuelo, y no entendí nada. Algunas eran partes del cuerpo, como pechos, muslos o entrepierna, y otras no tenían ningún sentido en la conversación, como lamerte o montarme; y entonces me pareció que el abuelo y la tía Corina estaban hablando en clave para que nadie entendiera. Yo eso lo había visto en una película de espías, que son gente que te traiciona, y en la película al final terminaban matando a todos, y entonces tuve miedo de que Corina y el abuelo fueran dos espías y que estuvieran planeando hacerle algo malo al tío Mariano. Así que, para que no pasara un desastre, le conté primero a mamá la conversación de Corina con el abuelo, y ella me empezó a preguntar detalles, muchos, y no sé cómo salió también lo de trepadora, del día de la rodilla de papá, que él le tocaba la mano a la tía, y lo del garaje. Mamá se puso medio loca, me preguntaba si estaba segura, y me pedía más datos. Me preguntaba cómo le tocaba, y qué había hecho papá, y me hizo repetirlo un montón de veces. Y después salió re enojada y lo fue a buscar a papá, que estaba afuera fumando con los grandes. Se pelearon re fuerte, tan fuerte que los gritos se escuchaban desde adentro. Mamá le preguntaba a los gritos que por qué le había correspondido la caricia a la putaesa. Los chicos estábamos todos adentro, y nos quedamos escuchando. Yo tenía el diccionario y buscamos rápido correspondido pero no entendimos nada. Y putaesa también, pero no la encontramos. 
     Mientras mamá y papá peleaban iban gritando todo lo que yo le había contado a ella, y también papá decía que con Corina había tenido "una relación de amistad" porque se entendían pero "nunca había pasado nada". Las palabras esas no las buscamos porque sabíamos lo que eran, pero igual no entendimos lo que decía papá. Y entonces cuando estaban en plena pelea, por la ventana desde adentro, los chicos vimos que los tíos se levantaron de las reposeras como si se hubiera largado a llover de golpe, tenían los ojos como con fuego, parecían como los dragones del libro de los vikingos que me había traído Papá Noel; y entraron corriendo directo a la habitación del abuelo. Pero cuando estaban abriendo la puerta se escuchó arrancar la camioneta, y por la otra ventana vimos que el abuelo salía manejando con todo. 
     Desde ese día al abuelo no lo vimos más. Igual, aunque él se hubiera ido, nos quedamos hasta el final del verano como siempre, todos menos el tío Mariano, que se fue. Pero los grandes estaban raros. Papá y mamá, sobre todo, que casi no se hablaban. Cuando volvimos seguían raros, y el tío Mariano no venía más a casa. Pero sí me seguía llamando como siempre, para ver cómo estaba, y a veces le pedía permiso a mamá, y del colegio me pasaba a buscar él y me llevaba a tomar un helado, o la merienda. El verano del año pasado fuimos a la casa de la playa todos menos el tío Mariano. Yo pregunté por qué no había ido, pero nadie me dijo. 
   Un día ya acá le pregunté a él, y me contó que con papá estaban un poco distanciados. Busqué distanciados y me puse triste. Pero ahora hace poco me dijo que habían hablado con papá y habían decidido dejar atrás el pasado, así que este año vamos a pasar el verano a la casa de la playa todos juntos. Menos el abuelo, que desapareció; y Corina, pero ella de antes ya no venía más. 
     Falta poco para las vacaciones y estamos todos contentos. 
     Yo sigo sin darle la espalda al mar.
Griselda Perrotta