jueves, 13 de diciembre de 2018

El Japonés(*)


El Japonés, le dicen, pero es peruano. “Todo el día al sol no se aguanta, si no”, repetía mordiendo el pucho de costado y se vaciaba la botellita en la nuca. Blanca lo miraba de atrás del mostrador adentro el local. “No lo mires así, se va a dar cuenta”, le dije un día. “¿De qué?”, me preguntó distraída. Distraída y mimosa. “De que te gusta”, la apreté. “¡Ay, ¿qué decís?, mirá si va a gustarme ese negro!” me contestó. Dijo “negro”.
El Japonés justo estaba de espaldas agachado, acomodando los cartones. Se había sacado la remera porque el calor era insoportable, como siempre que es verano y ciudad. Insoportable. “¿Qué lo mirás tanto, entonces?”. Quise ponerla incómoda. Sería mi jefa pero me tenía al límite. Si seguía circulando gente en la cuadra no era por la tienda que heredó del padre. Era por los chinos y la vereda que la sostenían, a ella y a los que como ella no habían querido vender. Además, solo una trastornada podía usar medibacha en verano. “¿No tenés calor?”, le pregunté un día que vi cómo me miraba las piernas. También era verano y yo había ido en short. “Es que no soy como vos, yo”. Por primera vez supe que era una marmota.
Me había contratado el padre. Sabía que a lo mejor si adentro había alguien normal capaz alguno entraba y, cuando el padre murió, yo quedé. Blanca me heredó con la tienda. Tenemos la misma edad. “Me llamaron la atención los tatuajes, eso”, me contestó sin dejar de mirarlo.
El Japonés de joven se había embarcado a un pesquero, cinco años estuvo; y cuando volvió se había dibujado las cinco serpientes, una por cada año. Decía que eran monstruos del mar, se hacía el pirata y le quedaba bien. Aunque nunca lo dijo yo creo que allá sí fue pirata. Si le sale tan bien tiene que haber aprendido allá. Esas cosas se aprenden. Y un poco la entendía a Blanca. ¿Quién se resiste a un pirata? Era difícil ignorar la espalda del Japonés desde el mostrador de fórmica, hay que reconocerle. “¿Por qué no lo dejás usar el baño?”. Siempre que podía la molestaba con preguntas así. La había empezado a tutear el día después que murió el padre. Nunca cerró la tienda, ni un día. Lo velaron de noche, ella y la hermana, y al día siguiente ya estaban acá. ¿Qué clase de judío hace eso? No tuvo moral. La hermana murió al año. Accidente de moto. El tipo iba en la moto, ella cruzaba la calle con un paquete de masas y la atropelló. Tampoco cerró esa vez.
Le insistí: “Se tiene que ir hasta el kiosco. Si para acá, tiene las cosas acá. ¿Qué te cuesta dejarlo usar el baño?” La molestaba porque sabía que era incapaz de echarme. Y si me echaba, mejor. “Tienen enfermedades”, me contestó. “¿Quiénes tienen enfermedades?”. Le pregunté en serio. No entendía qué quiso decir. ¿Los peruanos?, ¿los manteros?, ¿los piratas? ¿Quiénes tienen enfermedades? “Los japoneses” aclaró. Más pruebas de que era una idiota. “Es peruano” le dije. Ella sabía. Todos sabíamos.
Hizo un ovillo en la cuchara con el saquito del té. Cuando dejó de chorrear lo apoyó en el plato, revolvió tres veces y respondió: “es lo mismo”. Y me imagino que sí, que para Blanca debía ser lo mismo.

Yo a la Policía no le iba a decir nada. Ya bastante sabían de preguntar en la cuadra. O creían saber. “Pero ustedes eran amigos”. “No”, les dije cuando vi cómo venía la mano. El cuerpo de Blanca todavía estaba en el piso atravesando el local y al Japonés lo tenían entre dos, como si estuviera resistiéndose o algo. “Yo no fui”, repetía una vez atrás de la otra. “Yo no fui”. Y me miraba.
Estaba muerta. Al lado tenía la abrochadora con un manchón de sangre del mismo color de la que le apelmazaba los mechones al cráneo. Me preocupaba que en la abrochadora estuvieran nada más las huellas de Blanca y las mías. Eso pensaba.
De repente todos se pusieron derechos y entró uno con el uniforme más preparado, supuse que sería el comisario o algo de eso. “Buenos días”, dijo mientras terminaba de atravesar la persiana a medio alzar. “¿La occisa?” Supuse que quería decir  “muerta”. Nadie habló pero todos miraron a Blanca. Un vago. Con correr la mirada un poco la veía solo.
Se acercó al cuerpo mientras con disimulo se llevaba una mano a la entrepierna (Blanca era pelirroja). Me causó gracia que fuera supersticioso pero no pude culparlo, yo también soy. El Japonés seguía repitiendo “yo no fui” como si se hubiera trabado. “Cerquen todo”, dijo y en seguida aparecieron cintas conitos y palos de colores que empezaron a desplegar. “Llévenselos a los dos”. El Japonés y yo.

Tendría que haberse escapado cuando le dije. Le dije que iban a encontrar su semen en el cuerpo de Blanca, o su ADN, no sé, esas cosas. Le dije que lo amaba y quería ayudarlo. Lo primero era mentira. Lo segundo no. “¿Pero por qué me tengo que escapar si no yo no fui?”, preguntaba.
La mañana anterior los había encontrado abrazados en el baño ni bien entré, antes de subir la cortina. Se vistieron rápido como dos chicos y él salió corriendo por la puertita. Blanca tardó un poco más en subirse la medibacha y abrochase la pulserita de los zapatos. Sí, sí. ¿Qué puedo decir? El cliché. Así era ella. Como a los diez minutos salió, vuelta a peinar como si no hubiera pasado nada. Levantó la cortina y empezamos a atender. En todo el día no hablamos. Cero palabras. Cero.
Desde adentro el local veíamos al Japonés como si fuera un día normal. Era raro eso. Cuando se hicieron las seis levantó todo y se fue. Ni miró para dentro, ni saludó, nada.
Blanca siempre cerraba a las siete y desde las cinco empezó guardar las cosas del mostrador para que no juntaran polvo, como siempre. Después también como siempre volvió a bajar la cortina. 
Entonces caminó a su banqueta y abrió la cartera.

Hay que ser trastornada para tener un arma en el local ¿a quién se le ocurre con las cosas que pasan? Son peligrosas las armas. “Blanca, bajá eso”. Le temblaba la mano. Yo tenía más miedo de que se le escapara un tiro de que me disparara por su propia voluntad. “Blanca, vos no podés matar a nadie. Además esas cosas a mí no me importan. No le voy a contar a nadie”. Mentira. Se lo pensaba contar a toda la cuadra.
“Ustedes tuvieron algo, el Japonés me contó” dijo sin dejar de apuntarme. Si será tarado. ¿Qué cuernos le tenía que ir a contar? Capaz no era la primera vez. No debía ser la primera vez. “¿Fue la primera vez?”, le pregunté y me largó una carcajada. Esa fue su respuesta. Cuánta maldad. “Dejá el arma Blanca, vamos a hablar, preparo un té y hablamos” le dije. En la calle ya iba parando el movimiento. Teníamos la persiana baja pero se notaba.
Vi que bajaba el arma y la apoyaba en el mostrador. “Guardala”, le repetí. Se acercó a su cartera, sacó una fundita verde de gamuza y puso adentro la pistola.
Yo fui al fondo a calentar el agua.
De paso al baño vi el toallón en el suelo y las medias del Japonés.
Cuando volví Blanca estaba de espaldas acomodando las flores de tela.
Sobre el mostrador vi la abrochadora.

Esta mañana llegué y todavía seguía en el mismo lugar donde la dejé anoche.
A la Policía la llamé yo. El Japonés como un tarado entró solo antes que llegaran.
Dicen que en la calle hay cámaras pero para mí es mentira.
Ojalá quede preso por pirata, el Japonés. O por asesino.
Y que yo herede la tienda, si se puede. Yo de leyes no sé…
Griselda Perrotta

(*)Premio Accésit-Concurso de Cuentos 2018-Colegio Público de Abogados de la Capital Federal


lunes, 19 de noviembre de 2018

Frontera 5ta edición

Frontera 5ta edición disponible online desde la página de Peces de Ciudad o en los siguientes puntos de venta:


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° Eterna Cadencia (Honduras 5574, Palermo)
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jueves, 8 de noviembre de 2018

Los desertores

Voy a delatarme
Dejar de inventar excusas que me pongan en la puerta de un Italpark abandonado
o peor
esa masa verde en que lo convirtieron

Aviones que despistan para impactar contra estaciones de servicio
Trenes sin frenos
Bengalas que se atoran en un falso cielo

La ciudad sabe
de este ácido en las entrañas
cada vez que una niña vende flores en Constitución y un señor las compra
Pero callamos

Merecemos el tridente atravesándonos la carne

No supimos poner a salvo las semillas
Ya no habrá lluvias ni abejas suficientes
sombra bajo los árboles

Lo inmediato consume
Lo correcto diluye
Somos un compilado eficiente de frases de señalador

Teníamos el parque de diversiones más grande de Sudamérica
y lo cambiamos por escenarios multifunción
donde tomar mates en ronda sobre una lona de Frida Kahlo

Pero aquí estamos
Los desertores
La piel de gallina en verano
El terror de no saber si nuestras hijas podrán gritar sus nombres mañana

No alcanzarán los pañuelos para recuperar lo que nos sacaron
lo que nos dejamos arrebatar
No alcanzarán los colores

Elijamos bien las causas
porque hay un vampiro en la puerta de cada hogar
al acecho de cada suspiro nuestro
Limándose las uñas con cal
mientras nosotros
tomamos mates en ronda y nos tatuamos pelotudeces

Basta de lamento si no estamos dispuestos a reparar puentes
a construirlos, si es necesario

Seamos los símbolos
los pañuelos
Se lo debemos a cada cuerpo al costado de una ruta
A los que nunca vamos a recuperar

Tengo miedo de que el cansancio nos venza y dejemos de reconocernos
De que al saltar del balcón imaginemos alas
y nos contemos
mirando al suelo
que la televisión decía la verdad

Tengo miedo de que la lucha sea un entretenimiento de pocos
Mientras los monstruos
nos duermen al lado y los abrazamos

De que algún día
este océano
a nosotros también nos dé igual
Griselda Perrotta

jueves, 11 de octubre de 2018

Suerte


Cuando hayamos agotado la pólvora,
¿quién va a acariciar nuestros cuerpos cansados?
Lamernos la transpiración seca en los pliegues del cuello y decirnos que está bien
o decir nada

Sé que no hay luz al otro lado del muro
Estuve ahí
En el cristal de la copa sucia antes de romperse
El dorso helado de dos manos ásperas
tantas veces
apartándome

Tenemos tiempo para saborear el desierto
La eternidad completa
Patitos feos que el cazador eligió
antes de hacerse cisnes

No pudimos mostrar nuestras plumas
Las más brillantes de la comarca
si hubieran llegado a existir
Los picos negros
exóticos y envidiables

Tal vez sólo fue mala suerte
Nuestra propia responsabilidad, incluso
Estar en el lugar menos indicado y en el momento incorrecto, pero
¿qué sabe un pato?

Alguien debe tener la respuesta, sin embargo
Porque ahora que nos vemos
que nos tenemos
de algo estoy segura:
una gota es suficiente para inundar el desierto
si encajan tiempo y lugar

Es energía pura
la belleza latiendo en un frasco
encerrada
con agujeritos en la tapa

Hay que alimentarla
ponerla al sol y ofrecerle bebidas dulces
insistir
Por justicia o por venganza
hasta hacerla confesarnos
sus planes

Griselda Perrotta


lunes, 20 de agosto de 2018

Sueños Verdes


Augusto apaga la luz y son las cinco. En un rato va a sonar la chicharra y los chicos saldrán al recreo. Los separan doce pisos, pero intentar dormir siesta en el cuarto es como tirarse atravesado en el patio de la escuela. No sé qué pasa con el ruido, será que sube. No sé. Pero si se descuida y sueña, Augusto termina siempre sentado en pupitres bajos, tomando del bebedero o en la oficina del Director. Por eso, cuando está en su casa, si ella se duerme como a esta hora, él prefiere armarse un cigarro e irse al balcón, para encontrar ese punto frágil en que la marihuana se entremezcla con la risa de los niños. Cierra los ojos y escucha, y fuma, y escucha, y sin buscarlo sonríe, como si fuera un niño más, entre las nubes verdes. Podría estar así horas, pero el recreo es corto y el cigarrillo también. Entonces Augusto vuelve, como desde otro lugar; se estira, humedece los restos en la canilla de afuera y lo entierra en la maceta. A Mathilda no le gusta que fume en su casa, mucho menos en el balcón, que cualquiera puede verlo, u oler, dice. Y enterarse de que, a propósito, elige la hora del recreo, sería imperdonable.
Augusto vuelve a entrar y desliza el panel móvil para cerrar el balcón, se lava los dientes y echa desodorante. Se siente algo solo y también compasivo. Va a la cocina, abre la heladera y se agacha para alcanzar los cajones bajos, toma una hoja crujiente, verde chillón, insurrecto, fosforescente, casi. La muerde. Es crocante. Se acerca a la caja de la tortuga y la ubica junto a la tapa que hace de vaso. Piensa que la hoja es lo más delicioso que probó en todo el día y se siente dadivoso al entregarla completa. Mira a la tortuga. Sabe salir de la caja pero no lo hace. No está hibernando, no es tiempo. No sale de vaga. Catalina es una tortuga vaga. Augusto se inclina junto a la caja y ordena el papel de diario que usa de alfombra. Se ve que Mathilda estuvo limpiando, porque la caja de Catalina brilla. No hay manchones amarillos ni pedacitos de caca, restos de lechuga vieja ni cáscaras de manzana. Parece que la tortuga recién se hubiera mudado. Piensa que ojalá pudiera ser él, la tortuga de Mathilda. Que Mathilda lo alimentara, que le limpiara sus cosas y dormir donde ella diga. Si es en cajita no importa. Se imagina agazapado, en un rincón de la caja (tendría que ser caja grande), mirando contra el rincón y encendiéndose un cigarro, y a Mathilda retándolo en francés (porque, cuando se enoja, Mathilda habla en francés). Sería muy difícil esconderse de Mathilda si viviera en una caja. De pronto, ser Catalina no parece buena idea.
Algo de este pensamiento la tortuga habrá advertido porque, en cuanto Augusto lo expande, Catalina ajusta las garras achicharrando el papel, se incorpora, sale amenazante del caparazón duro, añoso, baqueteado, y empieza a caminar hacia Augusto mirándolo fijo. Es obvio: busca pelea. Augusto adivina sus intenciones y se aleja. La tortuga está satisfecha. Ella sabe que Mathilda nunca va a abandonarla y sabe también que, por definición, las tortugas son eternas. No hay razón para apurarse. Sólo debe estar atenta y ahuyentar a los extraños que, como Augusto, Mathilda trae todo el tiempo. Catalina es perceptiva: todos esos extraños creen que son especiales. Algunos la tratan bien, la mayoría la ignora. Catalina no se inmuta. Sabe que Mathilda sólo la quiere a ella. La conoce desde siempre y nunca va a abandonarla.
Perpetua como los dioses, camina hacia la delicia que Augusto le regaló; avanza una pata, la opuesta en diagonal, luego igual pero invertidas. En el camino se encuentra con la tapita y se agacha a beber, como un puma junto al arroyo, para saciar su garganta. Se incorpora elegante y retoma el paso. Huele. Ya casi puede sentir en sus dientes el craquetear jugoso de la lechuga y el gusto amargo entre las mejillas.
            Augusto la respeta. Sabe que está con Mathilda desde siempre y que es lo único que conserva. La Mathilda niña se la guardó entre su ropa cuando, con su familia, abandonaron Cayena.
            Sus padres nunca pudieron contar la historia a Mathilda. Tenía entonces cuatro años y todo lo supo fue en primera persona: quedar sola en la selva durante muchos días (fueron solo tres, pero era una niña), hasta que los contactos de su padre pudieron rescatarla. Eso sí llegó a arreglarlo, nada más. Sólo Mathilda pudo salvarse. Recuerda poco del día en que la encontraron, recuerda, sí, que la encontraron llorando; y cuando la convencieron de abrir las manos, de tanto apretarlo, el caparazón de Catalina se le había clavado en las palmas, dejándole las marcas que hasta hoy conserva. No quería soltar su tortuga, es entendible: era lo único que tenía.
            Se la declaró “refugiada”, y así tuvo un devenir calmo. A los diecinueve quiso hacerse artista, pero nunca tuvo la vocación ni el ahínco. Terminó dando clases de dibujo en una escuela primaria, un par de horas a la semana. Allí lo conoció a Augusto, de maestranza. Tardó en contarle su historia. Nunca lo hace con los hombres, pero Augusto insistió tanto que terminó por hacerlo. Ella habla poco, casi nada, porque aunque sepa que Guayana es lejos y que, con sus padres muertos, la Represión la ha olvidado, si está dormida, cuando llueve fuerte o si está haciendo frío, despierta sobresaltada murmurando algo en francés. Murmura, solamente, y  luego vuelve a dormirse, pero son sus ojos perdidos, azules, disonantes, que emergen hacia la nada de esa piel oscura, brillosa. Los ojos perdidos son, lo que a Augusto hace saber que Mathilda sigue allí, en la selva, sola, tres días, aferrada a su tortuga.
          Aunque ella se muestre fuerte, él la encuentra vulnerable porque sabe de esas cosas. De cosas como esa, de perturbarse en sueños. O de que tiene un frasquito escondido en la heladera, adentro de un bowl naranja, en el fondo, donde guarda cartas a sus papás escritas con letra de nena, diciendo que los extraña y preguntándoles cuándo vuelven. Lo encontró de casualidad, un día, buscando algo para comer. Otra cosa que hace Mathilda es menospreciarlo delante de la tortuga. Pero solo delante suyo. El resto del tiempo lo trata bien. Cosas raras que él le tolera.
            Augusto empezó a adaptarse a todo este mundo extraño que implica estar con Mathilda.

         Son las siete de la tarde. A las ocho entra al trabajo y tiene que salir ya. No quisiera despertarla. Mathilda duerme de lado. La curva de la cintura es aguda, filosa, remarcada por la luz que atraviesa el vidrio. Está desnuda y es hermosa. No quiere despertarla pero debe hacerlo: Mathilda traba la puerta con llave y le hace cerrar los ojos para que no vea dónde la esconde, cada vez que la visita. Algunas manías, como esta, le hacen pensar que  Mathilda está loca. Pero es tan hermosa que a quién le importa.
            Augusto se sienta al costado de la cama y empieza a acariciarle el muslo mientras le besa el cuello. Mathilda se vuelve y queda enfrentada, dice algo hacia adentro y logra entreabrir los ojos.
            —Tengo que irme —se disculpa Augusto, sonriendo.
Ah oui. Et Catalina?
—En su caja.
Mathilda se levanta, se despereza y le pide que cierre los ojos. Augusto escucha un movimiento, algo que se abre, ruido de papel, como una bolsa, un cierre, y luego sí, las llaves chocando. Abre los ojos y vuelve a verla. Mathilda es hermosa. Si fuera un poco más temprano intentaría traerla a la cama, para volver a estar juntos. Pero no hay tiempo. Además sabe que a Mathilda no le gusta que él se quede. Tampoco puede faltar al trabajo. Ya es tarde.
Desnuda y sin encender las luces, atraviesa el palier que va a la entrada. Augusto la sigue, sumido en el vaivén de su cuerpo, en su piel y esos rulos negros, duros, marcados, que le caen hasta la espalda. Su olor está en todas partes y Augusto levita en eso, en esa atmósfera espesa que se conforma en Mathilda, ignorando si algún día podrá bajar, o si ella estará esperando.
         Lo despide, “au revoir mon chéri” y un beso en cada mejilla. Ninguna cita, no queda encuentro pendiente, ni siquiera una llamada.
           Mathilda abre la puerta de entrada y camina a la cocina con la cabeza gacha, desnuda, pisando a tientas. Augusto gira el pescuezo para espiar sobre el hombro, no quiere que ella lo vea, sabe que le molesta que aún no se haya ido, pero igual llega a verla: con la mitad del cuerpo plateado por la luz de la ventana, Mathilda se inclina al suelo y, en cuclillas, acaricia a la tortuga, que ha venido hasta su encuentro.
            Augusto entiende que sobra.
Manotea del bolsillo, deja los trescientos pesos en el jarrón como siempre, y al salir cierra la puerta. 

Griselda Perrotta




sábado, 28 de abril de 2018

El Desdén

De chico me gustaba llegar primero a todas partes. Si era antes de la hora, mejor, y me sentaba aparte a mirar cómo terminaban de prepararse los lugares, las personas y las cosas.
Ya a los seis, mamá me mandaba solo a todos lados. Decía que acá no pasaba nada. Pero eso era mentira, en todas partes pasan cosas. Más en un balneario, sobre todo en invierno —aunque, en realidad, El Desdén no es un balneario—. No sé a quién se lo decía. A mí me lo decía. Y cuando me pedía algo que era un descuido (eso lo entiendo ahora), cerraba con: “total acá no pasa nada”. Yo no sé si mamá sabía del Moka. No debía saber, porque cuando el Moka te agarraba, te decía muchas cosas, cosas feas, pero la más fea era que, si contabas, iba a aparecerse en tu casa para matarlos a todos. Por eso lo del Moka era un secreto, nuestro, entre los chicos. No hablábamos de él. Pero si estábamos por los acantilados o en la playa, y el Moka pasaba caminando, por ejemplo, todos nos quedábamos duros, nenas y varones, hasta que terminaba de pasar, y después algunos se ponían a llorar solos o se iban corriendo. Y a veces no es que el Moka nos mirara, ni nada. Otras veces sí. Pero no hacía falta.
El Moka era sobrino de Leonor, la del fondo. Había venido a vivir con ella a El Desdén, nadie sabía por qué. Bastante más grande que nosotros. No sé bien cuánto, pero cuando los de la Comunión del noventa teníamos siete, que es cuando empezamos el curso de la parroquia en Cangrejos, él ya manejaba la camioneta de Garmendia, con papeles. Lo sé porque una vez la Policía lo vino a buscar y, cuando le pidió documentos, él dijo que tenía nada más el registro. Estaba Morales, de Los Cangrejos, y también otros dos que eran de la Capital, lo sé porque Morales se lo dijo al Moka. Ese día se lo llevaron. Era otoño y ya hacía frío.
Cada uno trató de averiguar por su cuenta. No nos importaba por qué se lo habían llevado; queríamos saber si volvía. Fuimos juntados los datos, y al final supusimos que el Moka le había hecho algo malo a una “puki”, como les decimos acá a los que vienen por el día en verano. Parece que cuando volvieron a la Ciudad la chica contó, y al Moka lo denunciaron.
Cuando saltó en el balneario los grandes lo defendían. Lo que es yo, que los adultos lo defendieran al Moka no me afectaba. Lo que no podía soportar era que lo defendiera mi madre. Es verdad, yo nunca había contado, ni a ella ni a nadie. Pero igual. Ahora que puedo, me pregunto qué estaban pensando para decir que una nena de once años era “una puta como todas las de ciudad”, que el Moka era “un chico decente”, que “seguro ella estaba inventando todo, putita”, y que “si no, merecido lo tenía, por puta, con esa malla tan chica, culpa de la madre”. Todo eso decían. Yo había llegado temprano a la Peña y los escuchaba de adentro el placard, en la casa de Garmendia, que hasta hoy, y a su edad, es quien manda en El Desdén.
Cuando los escuché, me pasó de golpe imaginarme a la nena y al Moka, y al Moka haciéndole cosas. Yo me acordaba de esa nena: rulos negros hasta los hombros, ojos azules, boca chiquita rosa oscuro, casi roja, y la piel blanca, como lustrosa. Casi no venían turistas. Iban todos a Los Cangrejos. Pero con el tiempo ahí se fue llenando, y algunos empezaron a venir para acá porque decían que era tranquilo. Los de ciudad confunden estancado con tranquilo. Estancado no es tranquilo. Estancado es agua sucia, peces muertos, moscas volando, gusanos, peste. Eso es estancado. Eso es El Desdén. No hay escuela, médico, iglesia, intendente ni policía. Para esas cosas hay que irse hasta Los Cangrejos, que queda a diez kilómetros. La nuestra fue la primera camada en hacer la primaria y tomar la Comunión. Todo eso lo armó Garmendia. Eso, y el transporte. Garmendia y Leonor se entendían. Sospecho que capaz él sabía por qué el Moka se había mudado a El Desdén.
A poco de llegar, nuestros padres, Leonor y Garmendia decidieron que en la semana el Moka nos llevaba a Los Cangrejos hasta la escuela, y los sábados al curso de Comunión, los que los padres querían. Viajábamos en silencio, el Moka adelante, los chicos atrás. Por momentos se daba vuelta y reía como un demente. No nos dejaba llorar. Si alguno lloraba, tenía un palo largo con un cortaplumas atado y amenazaba desde adelante. Nunca nos tocaba con el filo, pero igual pueden pasar cosas. Aunque en el fondo no quisiera lastimarnos con ese palo, igual pueden pasar cosas. Así Rosario perdió un ojo: mientras el Moka estaba torcido, con el palo estirado, se cruzó un perro y chocamos. El perro murió, el Moka soltó el volante, la camioneta impactó en un tronco y Rosario perdió el ojo. Ahí sí todos lloramos, hasta el Moka, que salió del auto y se sentó en una roca. Después se fijó si la camioneta arrancaba y agarró cosas del baúl. Hizo una fogata, quemó el palo y apagó todo con el agua de tomar, la del bidón. Cuando eso estuvo, con el codo rompió los vidrios de la camioneta, que cayeron todos sobre el suelo y los asientos, y nos dijo que nos sentáramos encima. Todos llorábamos. Subió a la camioneta el cuerpo del perro y seguimos.
Cuando llegamos a Los Cangrejos manejaba como loco, directo hasta la Salita. Salió corriendo, haciéndose el que lloraba, y lo escuchamos contar que un perro se le había atravesado, que perdió el control, que le parecía que algunos estábamos lastimados, pedía ayuda, pedía perdón, se arrodillaba en el piso. Los chicos sabíamos que estaba actuando, porque un rato antes lo habíamos visto llorar en serio y, cuando el Moka lloraba en serio, no era así. Cuando lloraba en serio se tiraba de los pelos para arriba con las dos manos, chillaba fuerte y le colgaban mocos. Mentía. Lo comprobamos cuando abrió la puerta, antes que la gente llegara para ayudarnos, y nos puso la misma mirada de siempre, sucia, retorcida, y le agregó media sonrisa. Ni falta hizo que lo diga: nadie podía contar.
Yo no me había lastimado. Mientras esperaba que revisaran a los demás, entré a la escuela para hacer tiempo. Paseando, terminé parado delante del mueble de piso a techo que era la biblioteca. Yo nunca la había visto, los de El Desdén no teníamos acceso a todo. En la semana era directo al aula y después vuelta a la camioneta. Era la primera vez que veía tantos libros. Los colores, una dimensión nueva, como un mundo dentro del mundo en el que se existe. Y el olor me lo confirmaba: eso que estaba viendo era de otro lugar. Jacinta, que trabajaba, que sigue trabajando ahí, se me puso al lado, me apoyó una mano en el hombro y se estiró para arañar, con la otra, un libro rojo, chiquito. No recuerdo cuál era, pero ese día empecé a leer. Escondía los libros como se esconde la llave del botiquín en un lugar pobre. Leía de noche, en general, pero también de día si estaba solo. Me los llevaba a casa entre la ropa, de a dos a veces, y Jacinta me buscaba ella para hacer el recambio.
A partir del accidente el Moka fue un héroe en El Desdén. Nunca entendí cómo. Ya no sólo era llevarnos, ahora también se le pedía opinión sobre cuestiones nuestras, como horarios, comidas, gustos. Los padres nuestros decían que el Moka era quien más nos conocía. Hasta que la Policía se lo llevó.
La tarde de ese día que al Moka se lo llevaron fue como un duelo ahí, entre los grandes. Ni eso. Ni eso. Porque cuando en El Desdén uno moría, lo único que se hacía era llevarlo a Cangrejos y todo, la misa, el llanto, el entierro, era en Cangrejos. Y lo más importante: el muerto quedaba allá. Lo mismo con los enfermos. Cuando fue lo del Moka, en cambio, no. Corrieron todos donde Leonor para decirle que contaba con ellos. Mientras tanto, estábamos sorprendidos. Del apoyo y de que nadie, ni uno solo de los grandes, preguntara a nosotros por el Moka. Ya luego, no había reunión donde el asunto no fuera tema central. A mí me molestaba mucho. Más que a los otros. Quería contar lo que había pasado, pero me decían que estaba loco, que el Moka podía volver, que lo dejara así. Yo pensaba diferente. No me importaba. Creía que si mi madre, si todas las madres, los padres no sé, pero las madres, se enteraban del Moka, iban a abrazarnos fuerte y pedirnos perdón ellas, y entonces ya no íbamos a tener que callarnos, ni tener sensación de secreto cuando alguien lo nombraba al Moka. Eso pensaba. Hasta el día de lo de Garmendia, en la Peña, que estaba escondido y los grandes decían, tan frescos, que la nena era una “putita” y que, como fuera, lo merecía.
Fue como verlos, y se me cruzó lo primero: que la nena era como yo, aunque fuera puki, ella y yo éramos lo mismo. Entonces pensé lo segundo: que yo también sería una putita y que también me lo merecía. Pero fue menos de un segundo. Enseguida me entró una furia desde la panza y la amenaza del Moka me importó tres carajos; y casi salgo desde el placard de Garmendia, contándoles lo del Moka, lo que nos hacía, y de la amenaza. Pero no lo hice. Entre el murmullo pude distinguir clara la voz de mi madre diciendo, por encima de las otras: “es IMposible que el Moka haya hecho una cosa así; y si lo hizo, vaya a saber cómo fue; es IMposible; IMposible. Yo estoy segura que el Moka ya va a volver, y va a seguir ocupándose de los chicos como siempre. No sabemos lo que pasó con esa puki; y tampoco es cosa nuestra”. Pero sí era cosa suya. Si había pasado, era cosa de todos en El Desdén. Ahora que soy padre, me pregunto cómo es posible que no quisieran saber. Me acomodé en el placard hasta el final de la Peña. Nadie se dio cuenta de que faltaba.
Como ya no estaba el Moka, Leonor, ella, a pedido de Garmendia, se ocupó de llevarnos a Los Cangrejos.
Ya más tranquilo cuando el Moka no estaba, haciendo el curso del cura, llegó la primera Confesión. Tanto se había dicho del secreto, los ojos de dios y la mentira, que a mí me parecía que lo del Moka era algo importante que en ese momento tenía que contar. Tal vez fue lo solemne, la intimidad del confesionario, tal vez el tono discreto. Tal vez. Era el último de la fila, no por algo en particular; sólo me había puesto al final.
Habían terminado todos y esperaban en el patio jugando a las escondidas. Se escuchaban, desde adentro, los pies corriendo golpear contra el suelo, las risas mezcladas, las voces. Arrodillado en el escalón, con las manos entrecruzadas, conté al cura, con detalles, cada atrocidad del Moka. En un mismo pulso y sin llorar. Del cura no esperaba palabras. Solo quería contarlo. Escuchó mi historia en silencio, sin sorprenderse, como el relato de una guerra lejana en la que se anuncian los muertos, sin ser capaz de imaginar, de imaginar realmente, los cadáveres apilados, las viudas, los huérfanos, los moscas sobre los cuerpos, las casas destruidas, los animales sueltos. Sin ser capaz de ver, en definitiva, la muerte que se relata. Cuando terminé estaba aliviado, hasta libre, pero entonces el cura torció la cabeza y, sin correr la ventanita, sin mirarme, dijo: “Eduardo, hay que perdonar. Diez padrenuestros y veinte avemarías.” Esa tarde le dije a mi mamá que no quería tomar la Comunión. Fui la vergüenza de ella, de El Desdén y de toda mi generación.
Un tiempo después terminamos la primaria. Ninguno siguió estudiando porque para eso había que mudarse a Pampas, y nosotros teníamos que trabajar. Trabajar en la pesquera, que era, y sigue siendo, lo único en El Desdén. De no ser por la pesquera, El Desdén no existiría.
De grande me casé con Rosario. Nos besamos una tarde y seguimos hasta hoy. Yo trabajo en la pesquera y ella cuida a nuestro hijo, que todavía es bebé. Desde que estamos juntos nunca, ni una sola vez, nombramos al Moka. 
Griselda Perrotta