martes, 16 de febrero de 2016

La fruta prohibida (*)

            Es posible que alguien transcurra la vida entera ignorando el sabor de ciertas cosas. Las naranjas, por ejemplo. Recuerdo el día en que las probé por primera vez. Yo tenía ocho años y fue gracias a Vera, mi abuela paterna. Si no hubiera sido por ella, tal vez no las conocería. Mamá nunca las compraba, decía que son muy fuertes y que largan olor feo. De hecho, nunca volví a comerlas.
Para poner en contexto, debo decir que mi infancia fue bastante constructiva: la pasé casi entera en construcciones. El departamento de dos ambientes durante el año, y el de uno solo en vacaciones, siete días en Mar del Plata. Y la escuela, claro.
Mi abuela Vera no podía soportar muchas cosas. Una, que su único hijo hubiera dejado la enormidad de la quinta en San Pedro para mudarse a un dos ambientes en Barracas. Otra, saber que lo había hecho para estar con mi madre, que había heredado el dos ambientes de Barracas. Y la última, que nunca, nunquísima nunca, fuéramos a visitarla. Así que cuando venía, dos o tres veces al año, se alojaba donde vivíamos y dedicaba el día a cuestionar la forma en que mis padres se conducían, ellos, como seres humanos vivientes, y la forma en que me estaban educando. “Criando”, decía.
Ese verano de la naranja no fuimos a Mar del Plata porque en las vacaciones iba a nacer mi hermano. Mamá era una mujer práctica, así que no sólo programó el embarazo para que terminara más o menos en enero, sino que también le pidió a su médico que le organizara una cesárea para organizarse con el trabajo, con la casa y con el nene. El nene era yo.
Aprovechando la visita de Vera para las Fiestas, armó el procedimiento para el día cuatro, así yo podía quedarme con mi abuela mientras ellos se iban a la Clínica. De todo esto Vera se enteró el 23 de diciembre durante la cena. Para Vera, el embarazo consciente con cesárea programada y comprarse una entrada al infierno eran más o menos lo mismo. Semejante nivel de manipulación le resultaba inconcebible. Así se los hizo saber en voz alta y delante mío, pero igual se quedó.
La cesárea no fue tan simple como mi madre pensaba, y eso hizo que ella y mi hermano quedaran internados casi un mes; mi padre quedó con ellos. En ese tiempo, Vera y yo convivimos.
Ya antes de que se supieran las complicaciones, Vera me había aclarado que eso que iba a hacer mi madre no era parir, y se encargó de explicarme, a mis ocho años y con detalles, la perfección del cuerpo humano, femenino y masculino, y, sobre todo, el delicado pasaje del mundo sutil al mundo material que un parto supone —y, por el contrario, el horror que una cesárea implica—. Todo esto según ella, se entiende. También me habló mucho de mi madre, de mi padre y de la vida. Yo la escuchaba. Nada más. Poco podía opinar o decir ante tanto conocimiento, revelado a una edad tan temprana. Aprendí mucho, ese verano.
Fue así que, envalentonada por la ausencia de mis padres, además de darme un curso intensivo del sentido del Universo, Vera, que al principio respetaba la detallada lista de alimentos que   —según  mi madre— yo estaba acostumbrado a comer (y que decía cosas como, por ejemplo: “Merienda: leche chocolatada. Si no quiere, jugo de naranja Tang”), empezó de a poco a incorporarme otras comidas que ni siquiera se conseguían en el almacén donde mamá compraba, y que teníamos que ir a buscar en colectivo. Un mundo nuevo.
Una tarde Vera acababa de explicarme el motivo por el cual enferma el hombre, que al parecer ella tenía muy claro, por cómo lo expuso. Yo quedé bastante sorprendido y hasta un poco asustado. Entonces me dijo: “Voy a preparar la merienda. ¿Querés esa leche que te da tu mamá?”. Respondí: “No. Prefiero naranja”, esperando un vaso largo del líquido anaranjado.
Cuando llegué a la mesa, Vera había desplegado en un plato violeta, como una flor, los gajos de una naranja pelada a vivo, sin semillitas ni la parte blanca. La mire con duda, pero no pude negarme a su sonrisa.
Tomé uno con las dos manos. Estaba frío. Cuando mordí, el ácido me hizo fruncir los labios y achinar los ojos, mientras la boca se me llenaba de saliva. Era una sensación nueva, hiriente y dulce a la vez.
Vera me acarició la cabeza y rió fuerte. Tomó también ella un pedazo, lo masticó con las muelas y, después de tragarlo, me dijo: “¿Ves, Lorenzo? Así saben las naranjas”.
Griselda Perrotta

(*) Mención de Honor en el Concurso Literario de Cuento y Poesía "Horacio Quiroga" 2015 de la Sociedad Argentina de Escritores (ZN)