jueves, 23 de abril de 2015

La Esperanza

     Al principio pensé que era una broma de los chicos.  Ellos lo negaron y nos terminamos peleando.  Decían que estaba paranoico, que desde que Laura me había dejado yo estaba intratable. Puede ser, que me costara un poco estar con gente, que me costara imaginarme la vida sin ella. Puede ser. Además, Laura no me había dejado. Laura desapareció. Un día llegué del trabajo y ya no estaba. Desapareció así, de golpe, un día de mayo. Como si se hubiera esfumado. Dejó las plantitas de especias que tenía en el balcón. ¿Cómo se iba a ir así no más, y dejarlas, si eran su compañía, sus “hijitas”, como ella las llamaba? Cultivaba de todo: albahaca, tomillo, orégano, romero, salvia, menta. Se levantaba a la mañana y les hablaba, las regaba, les hacía caricias. Se pasaba horas mirándolas. Hasta me hizo techar el balcón para que tuvieran calorcito en invierno. Mirá que las va a dejar así como si nada. ¡Se le podían secar! Es imposible que las haya dejado. O que me haya dejado a mí.  Si nos amábamos. A Laura le pasó otra cosa. No sé, capaz alguien la amenazó, o tuvo miedo de algo, no sé. Algo.
     La busqué por todos lados. Hice todas las denuncias en todos los organismos de todas las jurisdicciones.  Cada vez que sonaba el teléfono se paraba el mundo.  Yo dejaba de respirar, pensando que podía ser alguien con alguna noticia de Laura.  O mejor todavía, que podía ser Laura que me llamaba para contarme lo que había pasado. Cuando me di cuenta, habían pasado tres semanas. Y justo ahí empezaron los llamados.
     “¿La Esperanza?”, me dijo el primero. Confundido, respondo “¿Qué?”, y me devuelve: “Quería encargarte seis de jamón y queso”. “No, equivocado”, le digo. Y cortan. A los quince minutos, otra vez el teléfono: “Hola, quería hacerte un pedido”. “Acá no es”, le digo. A los veinte: “Buenas noches, te pido una docena de verdura”.  ¿Quién se pide una docena de verdura? ¡Tenía que ser una broma! El teléfono estuvo sonando toda la noche. Cada vez que atendía pensaba que, si justo llamaba Laura, le iba a dar ocupado. Me puse loco. Pero loco enserio.  Así pasaron tres días, día y noche, sin parar. ¿Quién pide empanadas a las ocho de la mañana? ¡O de madrugada! Máximo cada quince minutos, alguien quería pedirme empanadas.  Yo no podía dejar de atender, porque podía ser Laura.  Estaba desesperado.
     Al cuarto día sin dormir ya no podía pensar en nada más que en el teléfono sonando todo el tiempo, en Laura tratando de comunicarse y escuchando el tono de ocupado.  En esa época era distinto, no existían el celular ni el mail. Así que era el teléfono del departamento o nada. Ese día no fui a trabajar. Me quedé en casa, sintiendo que me iba a explotar el pecho alrededor de diez veces por hora. Al día siguiente tampoco fui. Y al otro tampoco. Al cuarto me llegó un telegrama de despido.  No me importaba nada. Lo único que me preocupaba era que Laura pudiera estar buscándome y no pudiera comunicarse por culpa de estos tipos que me encargaban empanadas.
     Llegó fin de mes, y al mes siguiente llegó fin de mes de vuelta. Yo ya no sabía en qué día estaba. Tomaba agua de la canilla y comía nada más galletitas y caramelos, que Laura siempre compraba de a muchos. No tenía hambre, sed ni sueño.  La idea de salir me aterraba. ¿Y si Laura llamaba y no me encontraba? Lo único que me preocupaba era atender los llamados y regarle las plantitas a Laura, para que cuando volviera estuvieran lindas como siempre.
     Un día de lluvia me despertó muy temprano el timbre del teléfono. Atiendo, pero esta vez no querían empanadas, ni tampoco era Laura. Era el dueño del departamento, que me dice: “Me debés dos meses”. Claro. Recién ahí me di cuenta de que era Laura la que se ocupaba de pagar el alquiler. Yo ya no tenía trabajo, ni presencia, ni dignidad. No tenía nada. Pero tampoco podía dejar el departamento. ¿A dónde iba a ir? ¿Y si Laura llamaba? “”, le digo, “Es que mi mujer desapareció y la estoy pasando muy mal, disculpame, te juro que voy a solucionarlo cuanto antes”. Se hizo un breve silencio y el hombre me dice: “¿Desapareció?, lo siento mucho, no quise molestarte, tomate el tiempo que necesites”. Se ve que entendió.
     Yo estaba angustiadísimo. Sin trabajo, sin plata, no me podía mover de casa, ¿qué iba a hacer? De repente suena el teléfono. “Hola, ¿me preparás seis de carne?” Sin pensar, como un reflejo, le contesto: “Sí, pero van a tardar un poquito. No las vengas a buscar, te las alcanzo, pasame la dirección”. En esa época no existía el delivery. Se hizo un silencio. Se ve que el hombre dudaba. “Dale, ¡buenísimo!”, me dice, y me pasa la dirección. “Es una librería”, agrega. Mientras anotaba, todavía no sabía cómo iba a hacer para preparar las empanadas y, después, para entregarlas. Y ahí me acordé del freezer de Laura. ¡Claro! ¡Me había olvidado del freezer! Los padres de Laura nos habían mandado el lujito desde Europa como regalo de casamiento, y para Laura era como tenerlos a mis suegros viviendo en la cocina. Adoraba el artefacto. Seguro que ahí había algo de carne, verduras, tapas, algo para improvisar.  Dicho y hecho. En el freezer encontré dos kilos de carne, un pollo, un cuarto de jamón, media barra de muzzarella, cebollas y otras verduritas cocidas, y dos docenas de tapas para empanadas. Saqué lo que necesitaba, lo puse a baño María, y en cuanto estuvo todo descongelado me puse a hacer el relleno. Aceite, cebollita, un poco de sal, pimienta, carne cortadita con el cuchillo, y tres hojitas de albahaca, como le gustaba a Laura. Las armé, y al horno ¿Y para entregarlas, qué iba a hacer? Entonces pensé en Pablito, el pibe de al lado, el que se escuchaba a la madre todo el día gritándole que era un vago y que fuera a buscar trabajo. Capaz me podía hacer el favor. Era acá a dos cuadras, nomás.   Le toco el timbre y me abre en chancletas comiendo una banana. Le digo: “¿Me llevás unas cosas? Te podés quedar con la propina”. Me mira de arriba abajo y me dice: “Bueno”. Escucho sonar el teléfono y vuelvo corriendo. Una señora me pide cuatro de jamón y queso y le tomo el pedido.
       Y así arrancamos. Fuimos el primer delivery de empanadas del país. Con lo que iba haciendo, le pedía a Pablito que me comprara las cosas que faltaban y lo que necesitaba en casa, y que pagara el teléfono; y empecé a pagar el alquiler también, y las otras cuentas. Un día cuando vuelve del recorrido me deja, junto con la plata de los pedidos, unos folletos que le habían dado en la calle. Entre los más chiquitos, había una guía del barrio. En la última página estaban los avisos de comida para llevar. Un rectangulito en la línea más alta decía, en letras rojas: “La Esperanza. Sus Mejores Empanadas. Mairet 3487.  Tel. 93-5742”, con  el dibujo de dos empanadas regordetas con ojos y sonrisa. Y ahí estaba la explicación del milagro: se ve que la imprenta había confundido algún número, porque el teléfono que aparecía en el folleto era el mío.  No dije nada.  Seguí tomando los pedidos y entregando.
     Unos meses después Pablito me contó que la empanadería de Mairet había cerrado. Tampoco confesé. 
   Fuimos creciendo. Los clientes empezaron a recomendarnos. Como a veces tardábamos mucho, empezaron a hacernos los pedidos con tiempo. Y no sólo cosas chicas. También para fiestas, reuniones, casamientos. Y empezaron a pedirnos otras opciones. Así fuimos agregando pizzas, tartas y ensaladas al mediodía. Tenemos las líneas Base, Light y Supersabrosa. A todo le ponemos especias de las plantitas de Laura, que las sigo cuidando desde que ella desapareció. El otro día un cliente me dijo que la esposa era celíaca y me preguntó si le podía hacer algo especial. No sabíamos qué era “celíaca”, pero Pablito estuvo averiguando, probamos un par de recetas, y nos animamos. En diciembre vamos a lanzar la línea Empan-aptas.
     Pablito se encarga de las compras y yo me ocupo del teléfono. Entre los dos preparamos los pedidos y después él los entrega. Pasaron 35 años, y nos va bárbaro. Tenemos clientela fija, gente que nos llama desde hace décadas, familias que compran nuestras empanadas desde hace cuatro generaciones. El teléfono suena todo el día. Y cada vez que lo escucho, se me acelera el pulso, porque yo sé que, un día, va a ser Laura, pidiendo tres de pollo bien tostaditas, con un poquito de salvia, como le gustaban a ella.

Griselda Perrotta

jueves, 9 de abril de 2015

La Princesa de la Viruta

     Marilina es una princesa. De madre y padre plebeyos, ella nació princesa. Es poco habitual pero a veces pasa, y entonces hay que hacer grandes cambios, para que la princesa no sufra viviendo en un mundo opaco y sin lujos. Ni bien lo notó su padre, al comienzo se desesperó. Trataba de proveerle los baberos más caros y los juguetes más exclusivos. Pero pronto se dio cuenta de que no iba a ser suficiente. La princesa necesitaba un entorno real; necesitaba su propio imperio. Trató de explicarlo a su esposa, pero no lo entendía. Al mirar a su hija, ella sólo veía una beba saludable y rosadita. Entonces el padre de Marilina empezó a trabajar más duro, para acumular riqueza y poderle dar a su hija la vida que se merecía. 
   El padre de Marilina era virutero. Había aprendido y heredado el oficio de su suegro, por vía de matrimonio. Atendía a la mitad de las metalúrgicas de la zona, limpiando la viruta de la producción y después vendiéndola para reciclado. Para ampliarse, empezó a ofrecer sus servicios a un precio vil al resto de las metalúrgicas. Trabajaba día, tarde y noche para poder cumplirles, y empezó a trabajar junto con su esposa, ya que solo era imposible. Ella aceptó a regañadientes, porque eso implicaba dedicarle menos tiempo a la casa y a la beba, pero de a poco fue tomándole el gusto a la buena vida que el mayor ingreso les permitía, y entendió que cuanto más trabajaban más tenían. Así, a fuerza de ofrecer servicios por precios irrisorios, en breve se deshicieron de la competencia. Al comienzo parecía que el plan estaba funcionando, pero rápidamente el virutero se dio cuenta de que la capacidad de producir riqueza es limitada, ya que guarda relación inversa con el cansancio, y por lo tanto sus posibilidades de darle a su hija la nobleza que merecía a través de su trabajo eran nulas. Descubrió que nadie se hace rico trabajando.
    Empezó a buscar opciones, pero todas apuntaban a trabajar menos o ampliar su esquema tomando empleados, y esto era algo que no podía permitirse, si quería ser realmente el dueño de todas las cosas. Preguntó, caminó, buscó y probó, pero nadie le decía cómo dar un imperio a su princesa. Mientras tanto su princesa crecía, y él, que sabía de sus necesidades imperiales, le proveía objetos cada vez más suntuosos y extravagantes, ante la mirada objetante de su esposa, que no paraba de hacerle notar que se les estaba acabando el dinero, a pesar de trabajar de sol a sol. Así, siguió gastando cada centavo en su noble niña, hasta que comenzó a endeudarse para poder satisfacerla, a pesar de ser aún un bebé. Siguió de deuda en deuda, hasta que su situación financiera empezó a rozar la bancarrota.
      Un día, a punto de darse por vencido, entró en un bar de la estación, se sentó en la barra y pidió una ginebra. La tomó y pidió otra. Así cinco veces. Cuando el cantinero le acercaba la sexta, notó que alguien corría una silla alta para ubicarla al lado de la suya, y vio que un hombre joven, muy flaco, encorvado, de aspecto pobre y mirada siniestra se sentaba a su lado. “¿Día duro?”, le preguntó.
     El virutero estaba muy borracho para pensar si su historia sería creída por el extraño, así que empezó a contársela desde el principio, desde el momento en que vio el aura dorada sobre la cabeza de su princesa Marilina, la primera vez que la tuvo en brazos. El desconocido escuchaba con interés. Cuando el virutero hubo terminado, le dirigió una mirada profunda y le dijo: “Yo puedo ayudarlo”.
     — ¿Usted conoce el rubro de la viruta? —, preguntó sorprendido el virutero arrastrando las sílabas. 
     — Mucho mejor — dijo el desconocido — Conozco la debilidad humana.
     El virutero estaba demasiado borracho para cuestionar el sentido de tamaña respuesta, así que se limitó a preguntarle qué tenía que hacer para contar con su ayuda.
     El desconocido le explicó que si le permitía ayudarlo, le daría el imperio que su hija merecía, y todos los bienes que él y su esposa quisieran, hasta el día de su muerte. Preguntó con sospecha el virutero qué tenía que darle a cambio. El desconocido le dijo que firmarían un convenio de representación por el cual, para no levantar sospechas en el mercado, pactarían un generoso honorario en su favor, pero que a partir de su firma serían socios absolutos por mitades exactas de todo lo que generaran. El virutero era un hombre sencillo; los papeles y la tinta lo ponían nervioso, así que le dijo que haría revisar el convenio por un abogado. “¡Pero claro, mi amigo, si le parece necesario, yo me hago cargo del costo!”, dijo el desconocido.
     Supuso que se trataba de un inversor, alguien que resolvería su situación financiera y luego lo ayudaría a ordenarse con el negocio; tal vez alguien con contactos en metalúrgicas de otras zonas a quien poder brindarles el servicio, o gente interesada en comprar viruta. Al salir del bar, en la misma estación, vio pegado en la pared un volante que decía: “Abogado. Consulta Sin Cargo”. Asesoramiento mediante, con las cláusulas en orden según el abogado de la consulta sin cargo, y previa conformidad de su esposa, el virutero y el desconocido firmaron el convenio una semana después. Al estrecharse la mano, el desconocido le dijo con tono formal:
    — Una cosa más. Como acá voy a invertir, necesito una prenda en garantía.         
   — Claro, no hay problema; lo vemos más adelante cuando haga la inversión. — dijo el virutero tranquilo, recordando que no tenía ningún bien a su nombre.
     — De acuerdo — respondió el desconocido, sereno.
    Los primeros seis meses transcurrieron calmos. El desconocido organizaba todas las tareas; era una especie de gerente que indicaba al virutero y su esposa cada paso que tenían que dar, cada documento que tenían que firmar, cada momento y lugar en que podían reposar. El virutero y su esposa se sentían relajados de tener a alguien que decidiera por ellos y que les permitiera despreocuparse de los números, las cuentas y el dinero, que parecía ahora alcanzar para todo lo que quisieran hacer. Hacia el final del tercer trimestre, el virutero y su esposa ya no tomaban decisiones ni siquiera respecto de sus opciones al momento de almorzar, y esta situación los hacía sentir muy cómodos. El desconocido, por otra parte, había dejado de ser un joven pobretón y encorvado para convertirse en un ricachón que vestía trajes blancos y caminaba por las calles con bastón y monóculo. Mientras tanto, a la princesa no le faltaba nada. El virutero tenía siempre fondos para comprarle lo que quería, dándole el trato nobiliario para el que ella había nacido.
     Al llegar su primer cumpleaños, organizaron en la plaza del pueblo una suelta de palomas blancas a las que habían atado en cada patita cintas rosadas, que simulaban la lluvia de la inocencia. Durante la fiesta, a la que asistieron todos los vecinos, la esposa del virutero pudo ver en un momento que el desconocido miraba a la princesa de un modo anormal, observándola como si fuera una cuenta bancaria, o un pozo de petróleo. Algo en su forma de mirarla le pareció sospechoso. Asustada, como un instinto, se acercó al virutero y le dijo:
     — ¿Arreglaste lo de la garantía?
     — No, respondió su esposo.
     — Preguntale ahora, dijo ella nerviosa.
     — ¿Ahora??? —, inquirió él.
     — Sí. Ya. —  ordenó la señora.
     Para no discutir con su esposa, que a veces se ponía irracionalmente insoportable, más siendo el cumpleaños de su hija, el virutero se acercó al desconocido y, con aire distraído, le preguntó por el asunto.
       — Ya está todo arreglado; tomé lo que quería— respondió esbozando una sonrisa.
      El virutero supuso que, como el negocio andaba tan bien, el desconocido habría detraído alguna parte de los ingresos como garantía, o algo por el estilo, y se quedó tranquilo.
      Con el tiempo el matrimonio y la niña comenzaron a gozar cada día más de su acomodada existencia. Compraban cuanto querían, de a dos o de a tres, a veces; se mudaron a una casa con parque y viajaban por placer constantemente. El virutero estaba feliz de poder dar a su princesa lo que necesitaba, con la ayuda laboriosa del desconocido, que estaba dejando su vida en el negocio, haciéndolo prosperar cada día más.
     Por lo demás, la princesa se había convertido en una niña delgadita de nariz respingada y lacia cabellera castaña, con una personalidad especial. Solía mostrarse distante, signo que la gente interpretaba como timidez u orgullo, según el caso. Las cosas pequeñas que a otros niños molestaban, como tener hambre, sueño o miedo, no parecían afectarla. Tampoco la perturbaba que sus compañeros varones la molestaran, caminar descalza sobre la arena caliente, el frío o las picaduras de los mosquitos. Ante todo esto, su padre la miraba orgulloso, pensando que su princesa era una niña fuerte y valiente.
     Hasta que un día, jugando a la rayuela, una amiguita de la escuela la empujó y, al caer, la princesa se lastimó su rodilla. Al ver la escena él acudió a socorrerla y la abrazó, pero la princesa miraba fríamente cómo la sangre brotaba de su piernita, sin manifestar ninguna sensación de dolor, ni de bronca hacia su amiga, ni de cariño hacia su padre que la abrazaba. Entonces sintió que una corriente lo atravesaba, y en un instante supo lo que estaba ocurriendo: la princesa era incapaz de sentir.
     Trató de explicarlo a su esposa, pero ella ya estaba transformada por los placeres de la materia y poco comprendía de sentimientos o carencias emocionales. La madre de la princesa era ahora rica y poderosa.
     Las palabras del desconocido en el primer cumpleaños de Marilina resonaban al virutero como un castigo, y rogaba que todo fuera un delirio suyo, y que su princesa pronto empezara a expresarse. Pero el tiempo sólo empeoró las cosas.
     Marilina no lloró con la muerte de su abuela, ni cuando un auto agarró a su perrito delante de sus ojos. Tampoco sentía nervios los días de examen, la música le era indiferente, vestía siempre de color negro y no tenía ninguna comida favorita. Se limitaba a hacer las cosas que hacían las otras nenas, para que la gente dejara de preguntarle por sus preferencias o sus gustos, porque éstas eran respuestas que Marilina nunca tenía. Llegó la adolescencia, y siguiendo tal postura, se puso de novia con un compañero del colegio, como habían hecho varias de sus amigas. Era un buen chico, tranquilo y sin mayores ambiciones. Si bien Marilina era una chica fría que no le demostraba cariño en ninguna de sus formas, él la quería tanto que su amor alcanzaba para ambos. Cuando el chico fue un hombre y Marilina una mujer, se casaron con toda la pompa, en la mejor estancia del pueblo. Entraron en una carroza negra tirada por cuatro caballos blancos, mientras una orquesta hacía sonar hasta los confines del pueblo el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Ese día Marilina tampoco pudo sentir.
     La vida matrimonial de Marilina fue una línea constante y sin emoción. Nunca tuvo hijos, porque el Universo no lo permite a quienes carecen de la capacidad que a ella le había sido robada. 
     Cada día, el virutero se arrepentía de haber pactado con el desconocido. Al contemplar la desgracia en que la ambición había sumido a su hija, condenándola a una vida hueca y estéril, se dijo que de algún modo tenía que encontrar la forma de revertir tal horror. Acudió al desconocido, que era ya director general del negocio de la viruta en la zona y en todos los alrededores, hasta el límite de la provincia. Le dijo que sabía lo que había hecho, lo acusó, lo insultó y lo maldijo. El desconocido, luego de escuchar impávido el reclamo, respondió al virutero que lo estaba imaginando todo. Lo enredó con palabras sofisticadas, resultados y balances, convenciéndolo de que Marilina y su esposa tenían el imperio con el que él tanto había soñado, y que la supuesta frialdad que él veía era sólo un rasgo de la personalidad, algo propio de Marilina, que a veces se acrecienta en las mujeres ricas. Para rematarla, propuso usar esos rasgos de Marilina para hacer crecer aún más el negocio de la viruta, comenzando por enviarla a estudiar abogacía. Marilina accedió, porque todo le daba igual.
     Ya graduada, y trabajando codo a codo con el desconocido, Marilina se incorporó de lleno a las huestes de la viruta, y fue una jefa despiadada y sin remordimientos, que llevó al negocio a una cima más alta que la de cualquier otro emprendimiento en toda la historia de la zona, extendiéndolo a otros rubros e intereses, algunos sin siquiera remota relación con la viruta. Marilina era capaz de engrilletar a sus empleados para que produjeran las 24 horas, contratar durante años a todos los miembros de una familia y despedirlos sin motivo el mismo día, negarle vacaciones a una persona durante ocho años seguidos, o forzar a las empleadas madres a concurrir a trabajar con sus hijos recién nacidos. Vivían en un pueblo pequeño, sin muchas otras posibilidades de inserción, por lo cual su gente no tenía a veces más opción que tolerarla. Llantos, ruegos y súplicas, nada le generaban. Ella era incapaz de sentir.
     Marilina y el desconocido se fueron volviendo poco a poco en aliados absolutos, y funcionaban como si fueran uno. Su padre contemplaba espantado el cuadro, pero sabía que nada podía hacer, y que si lo intentaba siquiera, su princesa no tendría el menor miramiento en eliminarlo también a él, con la venia del desconocido, si así se le ocurría. Resignado, destinó el final de sus días a seguir haciendo su trabajo y esperar que la muerte les tocara a él y a su esposa, con el triste consuelo de que, cuando ocurriera, su hija se convertiría en la Reina de la Viruta.

Griselda Perrotta