lunes, 20 de agosto de 2018

Sueños Verdes


Augusto apaga la luz y son las cinco. En un rato va a sonar la chicharra y los chicos saldrán al recreo. Los separan doce pisos, pero intentar dormir siesta en el cuarto es como tirarse atravesado en el patio de la escuela. No sé qué pasa con el ruido, será que sube. No sé. Pero si se descuida y sueña, Augusto termina siempre sentado en pupitres bajos, tomando del bebedero o en la oficina del Director. Por eso, cuando está en su casa, si ella se duerme como a esta hora, él prefiere armarse un cigarro e irse al balcón, para encontrar ese punto frágil en que la marihuana se entremezcla con la risa de los niños. Cierra los ojos y escucha, y fuma, y escucha, y sin buscarlo sonríe, como si fuera un niño más, entre las nubes verdes. Podría estar así horas, pero el recreo es corto y el cigarrillo también. Entonces Augusto vuelve, como desde otro lugar; se estira, humedece los restos en la canilla de afuera y lo entierra en la maceta. A Mathilda no le gusta que fume en su casa, mucho menos en el balcón, que cualquiera puede verlo, u oler, dice. Y enterarse de que, a propósito, elige la hora del recreo, sería imperdonable.
Augusto vuelve a entrar y desliza el panel móvil para cerrar el balcón, se lava los dientes y echa desodorante. Se siente algo solo y también compasivo. Va a la cocina, abre la heladera y se agacha para alcanzar los cajones bajos, toma una hoja crujiente, verde chillón, insurrecto, fosforescente, casi. La muerde. Es crocante. Se acerca a la caja de la tortuga y la ubica junto a la tapa que hace de vaso. Piensa que la hoja es lo más delicioso que probó en todo el día y se siente dadivoso al entregarla completa. Mira a la tortuga. Sabe salir de la caja pero no lo hace. No está hibernando, no es tiempo. No sale de vaga. Catalina es una tortuga vaga. Augusto se inclina junto a la caja y ordena el papel de diario que usa de alfombra. Se ve que Mathilda estuvo limpiando, porque la caja de Catalina brilla. No hay manchones amarillos ni pedacitos de caca, restos de lechuga vieja ni cáscaras de manzana. Parece que la tortuga recién se hubiera mudado. Piensa que ojalá pudiera ser él, la tortuga de Mathilda. Que Mathilda lo alimentara, que le limpiara sus cosas y dormir donde ella diga. Si es en cajita no importa. Se imagina agazapado, en un rincón de la caja (tendría que ser caja grande), mirando contra el rincón y encendiéndose un cigarro, y a Mathilda retándolo en francés (porque, cuando se enoja, Mathilda habla en francés). Sería muy difícil esconderse de Mathilda si viviera en una caja. De pronto, ser Catalina no parece buena idea.
Algo de este pensamiento la tortuga habrá advertido porque, en cuanto Augusto lo expande, Catalina ajusta las garras achicharrando el papel, se incorpora, sale amenazante del caparazón duro, añoso, baqueteado, y empieza a caminar hacia Augusto mirándolo fijo. Es obvio: busca pelea. Augusto adivina sus intenciones y se aleja. La tortuga está satisfecha. Ella sabe que Mathilda nunca va a abandonarla y sabe también que, por definición, las tortugas son eternas. No hay razón para apurarse. Sólo debe estar atenta y ahuyentar a los extraños que, como Augusto, Mathilda trae todo el tiempo. Catalina es perceptiva: todos esos extraños creen que son especiales. Algunos la tratan bien, la mayoría la ignora. Catalina no se inmuta. Sabe que Mathilda sólo la quiere a ella. La conoce desde siempre y nunca va a abandonarla.
Perpetua como los dioses, camina hacia la delicia que Augusto le regaló; avanza una pata, la opuesta en diagonal, luego igual pero invertidas. En el camino se encuentra con la tapita y se agacha a beber, como un puma junto al arroyo, para saciar su garganta. Se incorpora elegante y retoma el paso. Huele. Ya casi puede sentir en sus dientes el craquetear jugoso de la lechuga y el gusto amargo entre las mejillas.
            Augusto la respeta. Sabe que está con Mathilda desde siempre y que es lo único que conserva. La Mathilda niña se la guardó entre su ropa cuando, con su familia, abandonaron Cayena.
            Sus padres nunca pudieron contar la historia a Mathilda. Tenía entonces cuatro años y todo lo supo fue en primera persona: quedar sola en la selva durante muchos días (fueron solo tres, pero era una niña), hasta que los contactos de su padre pudieron rescatarla. Eso sí llegó a arreglarlo, nada más. Sólo Mathilda pudo salvarse. Recuerda poco del día en que la encontraron, recuerda, sí, que la encontraron llorando; y cuando la convencieron de abrir las manos, de tanto apretarlo, el caparazón de Catalina se le había clavado en las palmas, dejándole las marcas que hasta hoy conserva. No quería soltar su tortuga, es entendible: era lo único que tenía.
            Se la declaró “refugiada”, y así tuvo un devenir calmo. A los diecinueve quiso hacerse artista, pero nunca tuvo la vocación ni el ahínco. Terminó dando clases de dibujo en una escuela primaria, un par de horas a la semana. Allí lo conoció a Augusto, de maestranza. Tardó en contarle su historia. Nunca lo hace con los hombres, pero Augusto insistió tanto que terminó por hacerlo. Ella habla poco, casi nada, porque aunque sepa que Guayana es lejos y que, con sus padres muertos, la Represión la ha olvidado, si está dormida, cuando llueve fuerte o si está haciendo frío, despierta sobresaltada murmurando algo en francés. Murmura, solamente, y  luego vuelve a dormirse, pero son sus ojos perdidos, azules, disonantes, que emergen hacia la nada de esa piel oscura, brillosa. Los ojos perdidos son, lo que a Augusto hace saber que Mathilda sigue allí, en la selva, sola, tres días, aferrada a su tortuga.
          Aunque ella se muestre fuerte, él la encuentra vulnerable porque sabe de esas cosas. De cosas como esa, de perturbarse en sueños. O de que tiene un frasquito escondido en la heladera, adentro de un bowl naranja, en el fondo, donde guarda cartas a sus papás escritas con letra de nena, diciendo que los extraña y preguntándoles cuándo vuelven. Lo encontró de casualidad, un día, buscando algo para comer. Otra cosa que hace Mathilda es menospreciarlo delante de la tortuga. Pero solo delante suyo. El resto del tiempo lo trata bien. Cosas raras que él le tolera.
            Augusto empezó a adaptarse a todo este mundo extraño que implica estar con Mathilda.

         Son las siete de la tarde. A las ocho entra al trabajo y tiene que salir ya. No quisiera despertarla. Mathilda duerme de lado. La curva de la cintura es aguda, filosa, remarcada por la luz que atraviesa el vidrio. Está desnuda y es hermosa. No quiere despertarla pero debe hacerlo: Mathilda traba la puerta con llave y le hace cerrar los ojos para que no vea dónde la esconde, cada vez que la visita. Algunas manías, como esta, le hacen pensar que  Mathilda está loca. Pero es tan hermosa que a quién le importa.
            Augusto se sienta al costado de la cama y empieza a acariciarle el muslo mientras le besa el cuello. Mathilda se vuelve y queda enfrentada, dice algo hacia adentro y logra entreabrir los ojos.
            —Tengo que irme —se disculpa Augusto, sonriendo.
Ah oui. Et Catalina?
—En su caja.
Mathilda se levanta, se despereza y le pide que cierre los ojos. Augusto escucha un movimiento, algo que se abre, ruido de papel, como una bolsa, un cierre, y luego sí, las llaves chocando. Abre los ojos y vuelve a verla. Mathilda es hermosa. Si fuera un poco más temprano intentaría traerla a la cama, para volver a estar juntos. Pero no hay tiempo. Además sabe que a Mathilda no le gusta que él se quede. Tampoco puede faltar al trabajo. Ya es tarde.
Desnuda y sin encender las luces, atraviesa el palier que va a la entrada. Augusto la sigue, sumido en el vaivén de su cuerpo, en su piel y esos rulos negros, duros, marcados, que le caen hasta la espalda. Su olor está en todas partes y Augusto levita en eso, en esa atmósfera espesa que se conforma en Mathilda, ignorando si algún día podrá bajar, o si ella estará esperando.
         Lo despide, “au revoir mon chéri” y un beso en cada mejilla. Ninguna cita, no queda encuentro pendiente, ni siquiera una llamada.
           Mathilda abre la puerta de entrada y camina a la cocina con la cabeza gacha, desnuda, pisando a tientas. Augusto gira el pescuezo para espiar sobre el hombro, no quiere que ella lo vea, sabe que le molesta que aún no se haya ido, pero igual llega a verla: con la mitad del cuerpo plateado por la luz de la ventana, Mathilda se inclina al suelo y, en cuclillas, acaricia a la tortuga, que ha venido hasta su encuentro.
            Augusto entiende que sobra.
Manotea del bolsillo, deja los trescientos pesos en el jarrón como siempre, y al salir cierra la puerta. 

Griselda Perrotta