jueves, 13 de diciembre de 2018

El Japonés(*)


El Japonés, le dicen, pero es peruano. “Todo el día al sol no se aguanta, si no”, repetía mordiendo el pucho de costado y se vaciaba la botellita en la nuca. Blanca lo miraba de atrás del mostrador adentro el local. “No lo mires así, se va a dar cuenta”, le dije un día. “¿De qué?”, me preguntó distraída. Distraída y mimosa. “De que te gusta”, la apreté. “¡Ay, ¿qué decís?, mirá si va a gustarme ese negro!” me contestó. Dijo “negro”.
El Japonés justo estaba de espaldas agachado, acomodando los cartones. Se había sacado la remera porque el calor era insoportable, como siempre que es verano y ciudad. Insoportable. “¿Qué lo mirás tanto, entonces?”. Quise ponerla incómoda. Sería mi jefa pero me tenía al límite. Si seguía circulando gente en la cuadra no era por la tienda que heredó del padre. Era por los chinos y la vereda que la sostenían, a ella y a los que como ella no habían querido vender. Además, solo una trastornada podía usar medibacha en verano. “¿No tenés calor?”, le pregunté un día que vi cómo me miraba las piernas. También era verano y yo había ido en short. “Es que no soy como vos, yo”. Por primera vez supe que era una marmota.
Me había contratado el padre. Sabía que a lo mejor si adentro había alguien normal capaz alguno entraba y, cuando el padre murió, yo quedé. Blanca me heredó con la tienda. Tenemos la misma edad. “Me llamaron la atención los tatuajes, eso”, me contestó sin dejar de mirarlo.
El Japonés de joven se había embarcado a un pesquero, cinco años estuvo; y cuando volvió se había dibujado las cinco serpientes, una por cada año. Decía que eran monstruos del mar, se hacía el pirata y le quedaba bien. Aunque nunca lo dijo yo creo que allá sí fue pirata. Si le sale tan bien tiene que haber aprendido allá. Esas cosas se aprenden. Y un poco la entendía a Blanca. ¿Quién se resiste a un pirata? Era difícil ignorar la espalda del Japonés desde el mostrador de fórmica, hay que reconocerle. “¿Por qué no lo dejás usar el baño?”. Siempre que podía la molestaba con preguntas así. La había empezado a tutear el día después que murió el padre. Nunca cerró la tienda, ni un día. Lo velaron de noche, ella y la hermana, y al día siguiente ya estaban acá. ¿Qué clase de judío hace eso? No tuvo moral. La hermana murió al año. Accidente de moto. El tipo iba en la moto, ella cruzaba la calle con un paquete de masas y la atropelló. Tampoco cerró esa vez.
Le insistí: “Se tiene que ir hasta el kiosco. Si para acá, tiene las cosas acá. ¿Qué te cuesta dejarlo usar el baño?” La molestaba porque sabía que era incapaz de echarme. Y si me echaba, mejor. “Tienen enfermedades”, me contestó. “¿Quiénes tienen enfermedades?”. Le pregunté en serio. No entendía qué quiso decir. ¿Los peruanos?, ¿los manteros?, ¿los piratas? ¿Quiénes tienen enfermedades? “Los japoneses” aclaró. Más pruebas de que era una idiota. “Es peruano” le dije. Ella sabía. Todos sabíamos.
Hizo un ovillo en la cuchara con el saquito del té. Cuando dejó de chorrear lo apoyó en el plato, revolvió tres veces y respondió: “es lo mismo”. Y me imagino que sí, que para Blanca debía ser lo mismo.

Yo a la Policía no le iba a decir nada. Ya bastante sabían de preguntar en la cuadra. O creían saber. “Pero ustedes eran amigos”. “No”, les dije cuando vi cómo venía la mano. El cuerpo de Blanca todavía estaba en el piso atravesando el local y al Japonés lo tenían entre dos, como si estuviera resistiéndose o algo. “Yo no fui”, repetía una vez atrás de la otra. “Yo no fui”. Y me miraba.
Estaba muerta. Al lado tenía la abrochadora con un manchón de sangre del mismo color de la que le apelmazaba los mechones al cráneo. Me preocupaba que en la abrochadora estuvieran nada más las huellas de Blanca y las mías. Eso pensaba.
De repente todos se pusieron derechos y entró uno con el uniforme más preparado, supuse que sería el comisario o algo de eso. “Buenos días”, dijo mientras terminaba de atravesar la persiana a medio alzar. “¿La occisa?” Supuse que quería decir  “muerta”. Nadie habló pero todos miraron a Blanca. Un vago. Con correr la mirada un poco la veía solo.
Se acercó al cuerpo mientras con disimulo se llevaba una mano a la entrepierna (Blanca era pelirroja). Me causó gracia que fuera supersticioso pero no pude culparlo, yo también soy. El Japonés seguía repitiendo “yo no fui” como si se hubiera trabado. “Cerquen todo”, dijo y en seguida aparecieron cintas conitos y palos de colores que empezaron a desplegar. “Llévenselos a los dos”. El Japonés y yo.

Tendría que haberse escapado cuando le dije. Le dije que iban a encontrar su semen en el cuerpo de Blanca, o su ADN, no sé, esas cosas. Le dije que lo amaba y quería ayudarlo. Lo primero era mentira. Lo segundo no. “¿Pero por qué me tengo que escapar si no yo no fui?”, preguntaba.
La mañana anterior los había encontrado abrazados en el baño ni bien entré, antes de subir la cortina. Se vistieron rápido como dos chicos y él salió corriendo por la puertita. Blanca tardó un poco más en subirse la medibacha y abrochase la pulserita de los zapatos. Sí, sí. ¿Qué puedo decir? El cliché. Así era ella. Como a los diez minutos salió, vuelta a peinar como si no hubiera pasado nada. Levantó la cortina y empezamos a atender. En todo el día no hablamos. Cero palabras. Cero.
Desde adentro el local veíamos al Japonés como si fuera un día normal. Era raro eso. Cuando se hicieron las seis levantó todo y se fue. Ni miró para dentro, ni saludó, nada.
Blanca siempre cerraba a las siete y desde las cinco empezó guardar las cosas del mostrador para que no juntaran polvo, como siempre. Después también como siempre volvió a bajar la cortina. 
Entonces caminó a su banqueta y abrió la cartera.

Hay que ser trastornada para tener un arma en el local ¿a quién se le ocurre con las cosas que pasan? Son peligrosas las armas. “Blanca, bajá eso”. Le temblaba la mano. Yo tenía más miedo de que se le escapara un tiro de que me disparara por su propia voluntad. “Blanca, vos no podés matar a nadie. Además esas cosas a mí no me importan. No le voy a contar a nadie”. Mentira. Se lo pensaba contar a toda la cuadra.
“Ustedes tuvieron algo, el Japonés me contó” dijo sin dejar de apuntarme. Si será tarado. ¿Qué cuernos le tenía que ir a contar? Capaz no era la primera vez. No debía ser la primera vez. “¿Fue la primera vez?”, le pregunté y me largó una carcajada. Esa fue su respuesta. Cuánta maldad. “Dejá el arma Blanca, vamos a hablar, preparo un té y hablamos” le dije. En la calle ya iba parando el movimiento. Teníamos la persiana baja pero se notaba.
Vi que bajaba el arma y la apoyaba en el mostrador. “Guardala”, le repetí. Se acercó a su cartera, sacó una fundita verde de gamuza y puso adentro la pistola.
Yo fui al fondo a calentar el agua.
De paso al baño vi el toallón en el suelo y las medias del Japonés.
Cuando volví Blanca estaba de espaldas acomodando las flores de tela.
Sobre el mostrador vi la abrochadora.

Esta mañana llegué y todavía seguía en el mismo lugar donde la dejé anoche.
A la Policía la llamé yo. El Japonés como un tarado entró solo antes que llegaran.
Dicen que en la calle hay cámaras pero para mí es mentira.
Ojalá quede preso por pirata, el Japonés. O por asesino.
Y que yo herede la tienda, si se puede. Yo de leyes no sé…
Griselda Perrotta

(*)Premio Accésit-Concurso de Cuentos 2018-Colegio Público de Abogados de la Capital Federal