Chorro
en vida, chorro por toda la Eternidad. Así me explicaron. Es que el Universo
tiene una astucia perfecta para apoderarse de las cosas, para hacerlas suyas y
que las cosas pasen. Si no es caos. Nadie quiere caos.
Les dije que no era chorro; era punga, que no
es igual. Lo mío era un arte. Yo era un rey, en Once. A veces me pasaba una
hora entera siguiendo a alguien, hasta que se distraía mirando peluches atados por
los bracitos para elegirle uno al sobrino; a la gorda, hasta que se agachaba en
una manta para estirar la calza con las dos manos; o a las pendejas, que venían
en grupo a buscar mallas, que les dijeron que es la misma y que acá sale al
costo. Son momentos sublimes. Los cazás al toque, cuando tenés arte, como tenía
yo.
De lunes a viernes hay que cuidarse porque la
gente está avispada, vienen todos a buscar mercadería, con el tiempo justo; se
sortean unos a otros, esquivan los carros llenos de paquetes, paquetes colgando
del cuello, paquetes en la cabeza, bolsos gigantes, carteras; y los puestos,
sortean los puestos, les pasan por encima, sin pisar ni un guante, ni un
calzoncillo, ni un trencito a pilas; y los de la comida, que se consigue
peruana, coreana, en baldes, te lo sirven con cucharón, en un descartable blando,
que se empieza a deformar ni bien el caldo lo toca; y se sientan en el suelo,
en escalones, en el cordón; y comen ahí, solos, en pareja, en familia; o a
veces parados en la puerta del negocio, mientras un otro o una otra van y
siguen comprando; porque hay que apurarse para embalar todo y subirlo al micro
antes que cierre la lista, y de ahí otra vez a Retiro, o no importa adonde, lo
importante es que la mercadería salga hoy, porque si no perdiste el día; y por
encima de todo eso, la gente pasa, sin pisarse, sin patearse, sin joderse; con
el ruido, con la mugre, con el vértigo y los empujones. Caminan rápido pero el
pulso es lento. De lunes a viernes Once tiene ritmo de baguala. Parece cumbia
pero es baguala. Para entenderlo hay que pararse un rato, un rato largo, a
mirar callado, o meterse entre la gente, caminar así, rápido, como los demás, esquivando,
salteando, puenteando; para sentirlo, el lamento dormido del busca, que sigue,
aunque le duela la espalda, aunque tenga hambre, aunque esté cansado; que toca,
pregunta, y agradece que al final no llovió; que saca cuentas en el aire, mejor
que un trajeado de Yale, y en un segundo decide qué, cuánto y cómo; el lamento
dormido del chino, del boliviano, del judío, del peruano, del ruandés, del
ucraniano; que son horas de colectivo, días de micro, meses en barco; que dejó
raíces, troncos, copas; que dejó todo y se vino; que se vino a Once, porque le
dijeron que acá está la plata, que acá nadie pregunta; porque acá la ley es el
billete; acá todo se consigue, todo se negocia, todo se puede; todo se dice,
todo se calla, todo se condena y todo se perdona. Porque no hay tiempo para
boludear. A las seis son todos calabaza, y al rato se cortan los ruidos, no hay
más bocinazos, las luces se apagan, las cortinas bajan, las mesitas se pliegan,
los bolsos se llenan con lo que no se vendió, los olores amainan, las calles se
vacían, y Once descansa. De lunes a viernes.
Los sábados es otra historia. Los sábados no viene la chica del polirrubro a
buscar estiquers, el rasta a buscar hilo encerado, ni la encargada a reponer
medias. Los sábados vienen las pibas lindas de Caballito a buscar remeras nuevas,
que acá salen la mitad; el gordo de Villa Urquiza, que quiere ropa de fútbol
pero no piensa gastar tanto; la pituca de Palermo, que busca para la nuera una
cartera barata; la señorita eficiencia, que de Belgrano no sale pero medias y bombachas
las compra acá por docena. Todos lo saben, y los sábados a la mañana Once se
prepara para recibirlos; los locales, las calles, los puestos, los manteros.
Son los mismos pero se preparan: cambian la chicha por el Levité, la quinoa por
garrapiñada, el pan de yema por las galletitas, las sopapas por juguetes chinos,
las plantillas por ropa de perros. Todos lo saben. Los pungas también.
Esos días eran gloriosos. Alambre y yo
trabajábamos juntos. Hacíamos “minitas”, que son las más fáciles. Habíamos
desarrollado una técnica, un arte total, que era agarrar a las menos despechugadas,
sobre todo en verano, porque la mina que en verano se tapa para venir a Once es
por un solo motivo: no quiere que los negros la miren. La pone nerviosa, a la
minita, la mirada del negro. Pero hay que entenderla, a la minita. La mirada
del negro no es pavada. La mirada del negro atraviesa la tela, se mete entre el
escote, y es como si a la distancia te estuviera lamiendo con los ojos, el
negro. Creeme que es así. Una minita no tolera, tanto derroche, tanto sexual,
en plena calle, así de mañana, si lo único que quería era ahorrarse unos pesos.
Y entonces con Alambre teníamos un know-how, cuando elegíamos a una, que yo la
empezaba a mirar y la minita se ponía nerviosa, y estaba tan preocupada por
taparse las tetas que se olvidaba de agarrarse la cartera, y entonces Alambre
iba y les sacaba el celular, o la billetera; son tan boludas que vienen con
billetera. Y si las veía medio hostiles, así de las que se dejaban mirar las
tetas, aplicaba el grado dos, que era infalible: les relojeaba la cajeta; y ahí
sí que se ponían histéricas; como si uno tuviera rayosequis, y entonces igual
que la minita sentía, yo también sentía, a la distancia, el desprecio de la
minita que me mandaba una mirada de asco y me llegaba pero como una cachetada,
mirá, y en todo ese eso que pasaba entre yo y la minita, el Alambre ya le había
pungueado algo. Después cambiábamos, Alambre las distraía y yo actuaba. Hasta
que me la dieron.
La cosa se puso fea, con el rollo de la
inseguridad, parecía que era todo igual, todo lo mismo, y entonces avisaron que
ahí basta, pero no dimos bola, y me largaron, y me la dieron, un sábado, casi
al mediodía. Pienso que capaz me vendió Alambre, porque justo esa mañana de la
nada me había dicho “Oreja, a la tumba yo no vuelvo”; o no sé, capaz tuve mala
suerte, pero fue raro. Seguíamos a la minita y la minita entró al boliche a
buscarse algo; vi que Alambre la seguía; pensé que él iba a hacer y yo campaneaba,
pero el gil de golpe le arranca la cartera, me la tira a mí y raja. Yo lo veo y
rajo atrás con la cartera, apretándola en la axila, y en la esquina uno me
cruza patada a la rodilla y caigo, y la gente me empieza a caer encima y me
entran a dar, y uno patea mal y ahí quedo. Raro que pase algo así en Once.
No me quejo. Tenía que ser. Velorio, la vieja
destrozada, mi mujer diciendo que yo no era chorro; la van a ver de la
televisión, a algunos les parece mal que me mataran aunque hubiera sido, y mi mujer
que insistía que no, que yo no era, y que se arma una cosa mediática de meses
de que si estuvo bien, o si estuvo mal, o qué mierda, y decían que “pobres
contra pobres”. Pero estaban diciendo “negros contra negros”. Una confusión
genial, tan genial que parecía armada. Ahí empecé a entender. Y me quedé un
rato para ver en qué terminaba. Y fui entendiendo. Cuando te morís entendés
todo. Sos la yuta, la minita, Alambre, tu mujer, el peruano y la piba de los
estiquers. Sos todos y entendés por qué las cosas pasan.
Cuando dejo de seguir el tema y me doy cuenta de
que soy todos, en cosa formal así de sentarse ante una pantalla, me informan
que por mis dotes y habilidades había sido asignado a formar parte del Ejército
de Compensación Zonal.
Viene entonces una instancia de adaptación, de
comprensión, de asir yo las Cosas, las Cosas con mayúsculas, así, Cosas. Y
entiendo qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos, qué hacemos y para qué
estamos. Que en vida es solo un tiempito, un rato, nada más, para ver en qué es
que uno despunta, y entonces sí, entonces después te recuperan para arrancar.
Y así fue que a mí me ponen a hacer
esto. Ahora soy parte del Ejército de Compensación Zonal.
Me explican que el mundo está dividido en una
cantidad finita, increíblemente numerosa pero finita, de zonas de atribución; y
me explican también que en el mundo existe, de un modo eterno e invariable, una
cantidad definida de objetos asignada a cada zona. La zona tiene una cantidad puntual
de cada objeto que existe en el Universo. En términos prácticos, significa, por
ejemplo, que el área delimitada por las calles Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín,
en la Ciudad de Buenos Aires, contiene en total la cantidad de seis mil
cucharas de postre. El Ejército de Compensación Zonal busca mantener el
equilibrio que el conjunto total de individuos de la zona posee de cada objeto.
La cantidad dentro de la zona debe mantenerse constante, o el equilibrio del
Universo correría peligro. Es decir que si, por ejemplo, una familia de cuatro
personas que vive en el sexto piso de un departamento ubicado en Viamonte y
Ayacucho adquiere un nuevo juego de cubiertos que viene con cuatro cucharas de
postre, de algún modo hay que hacer desaparecer otras cuatro cualesquiera del
perímetro que delimitan Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín. Cuatro
cualesquiera, viejas o nuevas, no importa, para que sigan siendo, siempre, las
mismas seis mil. Y así con todos los objetos que hay en cada hogar, oficina,
negocio, dependencia, plaza, todo, con todo pero con todo todo. Si es
susceptible de apreciación material, fue contabilizado en las Cuentas Eternas y
debe conservar su equilibrio, o el Mundo estalla. Qué digo el Mundo. El Todo
estalla. No es joda.
Así, dada mi sutileza en el arte de ubicar
objetos deseados y apoderarme de ellos sin sospechas de sus legítimos tenedores,
y en vista de mi acabado conocimiento de la zona, fui asignado al Ejército de
Compensación Zonal del perímetro delimitado por las calles Castelli, Sarmiento,
Larrea y Bartolomé Mitre. Once.
Las tareas son de tiempo completo, absoluto.
Acá no hay descanso, porque los Ángeles no dormimos. A la mañana se nos entrega
una lista del día, y somos los encargados de hacer desaparecer de la zona los
objetos sobrantes. Cada uno tiene asignados hasta tres; más sería imposible. En
general yo hago tapas de frascos, biromes y DNIs. La tarea consiste en
localizar el ítem en la cantidad requerida, extraerlo, y llevarlo a la Cámara
de Compensación Total de Todas las Cosas del Universo, donde se encargan de
hacer el clearing para que, no bien despunta el sol en cada zona, el Balance Absoluto
sea perfecto. Los objetos que allí reciben son reciclados, reacondicionados,
reubicados, remozados o perfeccionados. Nunca destruidos. Eso generaría una
cantidad de vacío que diosmelibre.
Por si quedan dudas, la sospecha es acertada:
nada se crea. Es todo mentira. Las fábricas, la producción, el empleo, todas
ilusiones generadas por enormes y poderosas maquinarias divinas que nos hacen
creer que son los hombres los que mueven el mundo. Explicarlo en términos
humanos es demasiado extenso y complejo, si no imposible, al menos para esta
narración. Pero juro que es así.
Los Ángeles solemos operar en momentos de
distracción de los individuos, pero no siempre se puede. A veces el tiempo
apremia y hacemos desaparecer los objetos prácticamente delante de sus ojos. En
muchos casos la víctima es tildada de distraída, o se le indica tomar
vitaminas, o pastillas para la memoria. Hay gente que tiene la sensación de
padecerlo con más frecuencia, pero no. Es solo que esas personas tienen mayor
porcentaje del cerebro activo, y por eso perciben lo que a otros se les escapa.
Los Ángeles de la Compensación no hacemos diferencias.
Es un buen trabajo. Mejor
que el que tenía en vida. Además, cumplo un rol fundamental en el engranaje del
Ser. Y me encanta.
Griselda Perrotta