jueves, 14 de enero de 2016

Los perros

Los perros están imposibles. Capaz por la nube de mosquitos que, desde hace tres días, flota a la altura de las copas, sin bajar. No pican pero tampoco es normal.
—¡Chito, Satán! —grita el Mono, como si el perro lo conociera. Sigue ladrando. Coqueta, en cambio, aúlla.
—Perra de mierda, ¿es castrada?
Irma niega con la cabeza.
—¿Un mate, doña? —y estira la mano, alcanzándoselo.
Irma muestra la palma volviendo a negar.
—No se asuste, es unos días, no más, hasta que todo se calme, ¿vio?
No sabe de qué está hablando, en los ojos de Irma, el Mono, lo nota.
—¿No sabe quién soy? ¿No tiene televisor? ¿Radio, no tiene?
El Mono mira al rancho, ve los yuyos altos, casi hasta la ventana, revisa alrededor girándose todo y queda de espaldas. No se ve antena, ni poste, cables, nada. Ni caserío.
—No sabe quién soy… Mejor. Dígame “Mono”, yo soy el “Mono”.
—El Mono —repite Irma.
—¿Y usted? Su nombre, digo.
—Irma Inés Suarez —responde digna, alzando el mentón, con la frente en alto.
El Mono ríe.
—¿Y es sola, acá?
Duda qué responderle, se da cuenta, el Mono. Los perros siguen, ladra uno, la otra que aúlla.
—Si es sola, pregunto. No tenga miedo, doña, para saber, no más.
—Tengo marido. Está en la cosecha, él vuelve —dice tocándose el anular.
El Mono se limpia con el mayor y el pulgar, en la comisura, una saliva imaginaria.
Irma se acomoda y con las dos manos busca estirar la pollera, pero la tela es muy dura y apenas puede pasar un poco por abajo de las rodillas. En el movimiento la cuerda de los tobillos le hace sentir un tirón.
            —¿Está muy fuerte? No es personal, ya le dije.
Satán y Coqueta siguen insoportables, encadenados los dos, junto a las cuchas con nombres.
El Mono se pasa por el flequillo todos los dedos abiertos, como un peine, e insiste volviendo a ofrecerle:
—Tómese un mate, Irma Inés Suarez, que acá es temprano y para la noche falta.
Irma mira a los perros. A los mosquitos que vuelan, y también mira a los perros.
Griselda Perrotta