jueves, 29 de octubre de 2015

Agua

Escribo mucho del mar, que puedo porque a mí los erizos nunca me tocan, ni esas como aguavivas de cola larga, que están lejos e igual llegan, esas tampoco. Puedo entrar tranquila, pisar la arena desde que es blanda y se hace dura y después blanda de vuelta, y después nada. Ya floto hasta donde no hay olas. O sí hay pero no rompen. Es todo igual de celeste, sin blanco, que es de la sal cuando rompen. Inmenso es igual (más, seguro) pero ya floto, y acá tampoco me tocan los erizos ni las aguavivas largas.
Griselda Perrotta


martes, 6 de octubre de 2015

Un ejército de ángeles

         Chorro en vida, chorro por toda la Eternidad. Así me explicaron. Es que el Universo tiene una astucia perfecta para apoderarse de las cosas, para hacerlas suyas y que las cosas pasen. Si no es caos. Nadie quiere caos.
Les dije que no era chorro; era punga, que no es igual. Lo mío era un arte. Yo era un rey, en Once. A veces me pasaba una hora entera siguiendo a alguien, hasta que se distraía mirando peluches atados por los bracitos para elegirle uno al sobrino; a la gorda, hasta que se agachaba en una manta para estirar la calza con las dos manos; o a las pendejas, que venían en grupo a buscar mallas, que les dijeron que es la misma y que acá sale al costo. Son momentos sublimes. Los cazás al toque, cuando tenés arte, como tenía yo.
De lunes a viernes hay que cuidarse porque la gente está avispada, vienen todos a buscar mercadería, con el tiempo justo; se sortean unos a otros, esquivan los carros llenos de paquetes, paquetes colgando del cuello, paquetes en la cabeza, bolsos gigantes, carteras; y los puestos, sortean los puestos, les pasan por encima, sin pisar ni un guante, ni un calzoncillo, ni un trencito a pilas; y los de la comida, que se consigue peruana, coreana, en baldes, te lo sirven con cucharón, en un descartable blando, que se empieza a deformar ni bien el caldo lo toca; y se sientan en el suelo, en escalones, en el cordón; y comen ahí, solos, en pareja, en familia; o a veces parados en la puerta del negocio, mientras un otro o una otra van y siguen comprando; porque hay que apurarse para embalar todo y subirlo al micro antes que cierre la lista, y de ahí otra vez a Retiro, o no importa adonde, lo importante es que la mercadería salga hoy, porque si no perdiste el día; y por encima de todo eso, la gente pasa, sin pisarse, sin patearse, sin joderse; con el ruido, con la mugre, con el vértigo y los empujones. Caminan rápido pero el pulso es lento. De lunes a viernes Once tiene ritmo de baguala. Parece cumbia pero es baguala. Para entenderlo hay que pararse un rato, un rato largo, a mirar callado, o meterse entre la gente, caminar así, rápido, como los demás, esquivando, salteando, puenteando; para sentirlo, el lamento dormido del busca, que sigue, aunque le duela la espalda, aunque tenga hambre, aunque esté cansado; que toca, pregunta, y agradece que al final no llovió; que saca cuentas en el aire, mejor que un trajeado de Yale, y en un segundo decide qué, cuánto y cómo; el lamento dormido del chino, del boliviano, del judío, del peruano, del ruandés, del ucraniano; que son horas de colectivo, días de micro, meses en barco; que dejó raíces, troncos, copas; que dejó todo y se vino; que se vino a Once, porque le dijeron que acá está la plata, que acá nadie pregunta; porque acá la ley es el billete; acá todo se consigue, todo se negocia, todo se puede; todo se dice, todo se calla, todo se condena y todo se perdona. Porque no hay tiempo para boludear. A las seis son todos calabaza, y al rato se cortan los ruidos, no hay más bocinazos, las luces se apagan, las cortinas bajan, las mesitas se pliegan, los bolsos se llenan con lo que no se vendió, los olores amainan, las calles se vacían, y Once descansa. De lunes a viernes.
Los sábados es otra historia.  Los sábados no viene la chica del polirrubro a buscar estiquers, el rasta a buscar hilo encerado, ni la encargada a reponer medias. Los sábados vienen las pibas lindas de Caballito a buscar remeras nuevas, que acá salen la mitad; el gordo de Villa Urquiza, que quiere ropa de fútbol pero no piensa gastar tanto; la pituca de Palermo, que busca para la nuera una cartera barata; la señorita eficiencia, que de Belgrano no sale pero medias y bombachas las compra acá por docena. Todos lo saben, y los sábados a la mañana Once se prepara para recibirlos; los locales, las calles, los puestos, los manteros. Son los mismos pero se preparan: cambian la chicha por el Levité, la quinoa por garrapiñada, el pan de yema por las galletitas, las sopapas por juguetes chinos, las plantillas por ropa de perros. Todos lo saben. Los pungas también.
Esos días eran gloriosos. Alambre y yo trabajábamos juntos. Hacíamos “minitas”, que son las más fáciles. Habíamos desarrollado una técnica, un arte total, que era agarrar a las menos despechugadas, sobre todo en verano, porque la mina que en verano se tapa para venir a Once es por un solo motivo: no quiere que los negros la miren. La pone nerviosa, a la minita, la mirada del negro. Pero hay que entenderla, a la minita. La mirada del negro no es pavada. La mirada del negro atraviesa la tela, se mete entre el escote, y es como si a la distancia te estuviera lamiendo con los ojos, el negro. Creeme que es así. Una minita no tolera, tanto derroche, tanto sexual, en plena calle, así de mañana, si lo único que quería era ahorrarse unos pesos. Y entonces con Alambre teníamos un know-how, cuando elegíamos a una, que yo la empezaba a mirar y la minita se ponía nerviosa, y estaba tan preocupada por taparse las tetas que se olvidaba de agarrarse la cartera, y entonces Alambre iba y les sacaba el celular, o la billetera; son tan boludas que vienen con billetera. Y si las veía medio hostiles, así de las que se dejaban mirar las tetas, aplicaba el grado dos, que era infalible: les relojeaba la cajeta; y ahí sí que se ponían histéricas; como si uno tuviera rayosequis, y entonces igual que la minita sentía, yo también sentía, a la distancia, el desprecio de la minita que me mandaba una mirada de asco y me llegaba pero como una cachetada, mirá, y en todo ese eso que pasaba entre yo y la minita, el Alambre ya le había pungueado algo. Después cambiábamos, Alambre las distraía y yo actuaba. Hasta que me la dieron.
La cosa se puso fea, con el rollo de la inseguridad, parecía que era todo igual, todo lo mismo, y entonces avisaron que ahí basta, pero no dimos bola, y me largaron, y me la dieron, un sábado, casi al mediodía. Pienso que capaz me vendió Alambre, porque justo esa mañana de la nada me había dicho “Oreja, a la tumba yo no vuelvo”; o no sé, capaz tuve mala suerte, pero fue raro. Seguíamos a la minita y la minita entró al boliche a buscarse algo; vi que Alambre la seguía; pensé que él iba a hacer y yo campaneaba, pero el gil de golpe le arranca la cartera, me la tira a mí y raja. Yo lo veo y rajo atrás con la cartera, apretándola en la axila, y en la esquina uno me cruza patada a la rodilla y caigo, y la gente me empieza a caer encima y me entran a dar, y uno patea mal y ahí quedo. Raro que pase algo así en Once.
No me quejo. Tenía que ser. Velorio, la vieja destrozada, mi mujer diciendo que yo no era chorro; la van a ver de la televisión, a algunos les parece mal que me mataran aunque hubiera sido, y mi mujer que insistía que no, que yo no era, y que se arma una cosa mediática de meses de que si estuvo bien, o si estuvo mal, o qué mierda, y decían que “pobres contra pobres”. Pero estaban diciendo “negros contra negros”. Una confusión genial, tan genial que parecía armada. Ahí empecé a entender. Y me quedé un rato para ver en qué terminaba. Y fui entendiendo. Cuando te morís entendés todo. Sos la yuta, la minita, Alambre, tu mujer, el peruano y la piba de los estiquers. Sos todos y entendés por qué las cosas pasan.

Cuando dejo de seguir el tema y me doy cuenta de que soy todos, en cosa formal así de sentarse ante una pantalla, me informan que por mis dotes y habilidades había sido asignado a formar parte del Ejército de Compensación Zonal.
Viene entonces una instancia de adaptación, de comprensión, de asir yo las Cosas, las Cosas con mayúsculas, así, Cosas. Y entiendo qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos, qué hacemos y para qué estamos. Que en vida es solo un tiempito, un rato, nada más, para ver en qué es que uno despunta, y entonces sí, entonces después te recuperan para arrancar.
            Y así fue que a mí me ponen a hacer esto. Ahora soy parte del Ejército de Compensación Zonal.
Me explican que el mundo está dividido en una cantidad finita, increíblemente numerosa pero finita, de zonas de atribución; y me explican también que en el mundo existe, de un modo eterno e invariable, una cantidad definida de objetos asignada a cada zona. La zona tiene una cantidad puntual de cada objeto que existe en el Universo. En términos prácticos, significa, por ejemplo, que el área delimitada por las calles Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín, en la Ciudad de Buenos Aires, contiene en total la cantidad de seis mil cucharas de postre. El Ejército de Compensación Zonal busca mantener el equilibrio que el conjunto total de individuos de la zona posee de cada objeto. La cantidad dentro de la zona debe mantenerse constante, o el equilibrio del Universo correría peligro. Es decir que si, por ejemplo, una familia de cuatro personas que vive en el sexto piso de un departamento ubicado en Viamonte y Ayacucho adquiere un nuevo juego de cubiertos que viene con cuatro cucharas de postre, de algún modo hay que hacer desaparecer otras cuatro cualesquiera del perímetro que delimitan Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín. Cuatro cualesquiera, viejas o nuevas, no importa, para que sigan siendo, siempre, las mismas seis mil. Y así con todos los objetos que hay en cada hogar, oficina, negocio, dependencia, plaza, todo, con todo pero con todo todo. Si es susceptible de apreciación material, fue contabilizado en las Cuentas Eternas y debe conservar su equilibrio, o el Mundo estalla. Qué digo el Mundo. El Todo estalla. No es joda.
Así, dada mi sutileza en el arte de ubicar objetos deseados y apoderarme de ellos sin sospechas de sus legítimos tenedores, y en vista de mi acabado conocimiento de la zona, fui asignado al Ejército de Compensación Zonal del perímetro delimitado por las calles Castelli, Sarmiento, Larrea y Bartolomé Mitre. Once.
Las tareas son de tiempo completo, absoluto. Acá no hay descanso, porque los Ángeles no dormimos. A la mañana se nos entrega una lista del día, y somos los encargados de hacer desaparecer de la zona los objetos sobrantes. Cada uno tiene asignados hasta tres; más sería imposible. En general yo hago tapas de frascos, biromes y DNIs. La tarea consiste en localizar el ítem en la cantidad requerida, extraerlo, y llevarlo a la Cámara de Compensación Total de Todas las Cosas del Universo, donde se encargan de hacer el clearing para que, no bien despunta el sol en cada zona, el Balance Absoluto sea perfecto. Los objetos que allí reciben son reciclados, reacondicionados, reubicados, remozados o perfeccionados. Nunca destruidos. Eso generaría una cantidad de vacío que diosmelibre.
Por si quedan dudas, la sospecha es acertada: nada se crea. Es todo mentira. Las fábricas, la producción, el empleo, todas ilusiones generadas por enormes y poderosas maquinarias divinas que nos hacen creer que son los hombres los que mueven el mundo. Explicarlo en términos humanos es demasiado extenso y complejo, si no imposible, al menos para esta narración. Pero juro que es así.
Los Ángeles solemos operar en momentos de distracción de los individuos, pero no siempre se puede. A veces el tiempo apremia y hacemos desaparecer los objetos prácticamente delante de sus ojos. En muchos casos la víctima es tildada de distraída, o se le indica tomar vitaminas, o pastillas para la memoria. Hay gente que tiene la sensación de padecerlo con más frecuencia, pero no. Es solo que esas personas tienen mayor porcentaje del cerebro activo, y por eso perciben lo que a otros se les escapa. Los Ángeles de la Compensación no hacemos diferencias.
        Es un buen trabajo. Mejor que el que tenía en vida. Además, cumplo un rol fundamental en el engranaje del Ser. Y me encanta.
Griselda Perrotta