La bautizaron Rosa Montes pero los volantes
decían Ivonne Nasser. En el curso le habían dicho que, si quería dedicarse a la
magia, tenía que cambiarse el nombre porque Rosa Montes no servía.
Rosa no quería dedicarse puntualmente a la
magia; cualquier otro trabajo que pudiera hacer en casa le hubiera servido.
Desde la crisis casi nadie venía a hacerse las manos; los esmaltes se estaban secando
y las limas de cartón se estaban humedeciendo. Aunque seguía pegando los
cartelitos que la vendían como “manicura”, el timbre sonaba cada vez menos y
las cosas empezaban a faltar.
Rosa no podía buscar trabajo afuera. Tenía que
ser en casa porque no podía dejar mucho tiempo solo al Piqui que, por más que
tuviera veintiséis años, funcionaba como un chico de cuatro. Así había sido
durante los últimos veintidós años, y así habían dicho los médicos que iba a
quedar.
De joven, hasta que el Polaco se fue, cuando la
plata alcanzaba, Rosa consumía magia, que le vendía la Turca del mercado. Pero
no en el puesto; en la casa, porque le había dicho que ahí podían hacer cosas
más fuertes, con animales y eso. Le hacía comprar velas, cintas, carbones,
aceites, cosas así, que Rosa conseguía en el barrio a veces, y otras tenía que
irse hasta Once. Empezó a verla porque el Polaco tenía la mano pesada y Rosa
quería cambiarlo.
La primera vez que fue todavía era una piba. La
Turca la hizo sentarse enfrente, le agarró la mano, cantó algo en voz baja y le
miró la palma. Le dijo que al Polaco lo habían trabajado de chico y por eso era
violento; que podía deshacerlo, pero iba a llevar tiempo y era caro. El Piqui
todavía no había nacido, eran solo Rosa y el Polaco.
Rosa iba separando de a dos o de a cinco pesos
de la plata que el Polaco le dejaba para usar, y cuando tenía treinta, que era
lo que le cobraba la Turca, la llamaba para ver qué tenía que comprar. Entonces
juntaba para los materiales y los conseguía. Cuando era con animales era más
difícil; Rosa tenía que conseguir el bicho y guardarlo hasta el día que
quedaban, porque no se podía hacer cualquier día, dependía de la luna o algo
así. Si eran gallinas o perros le pedía a la prima que se los aguantara. Pero
la Turca siempre le decía que el Polaco estaba muy atado y para que el trabajo funcionara
había que usar cabras. Como si fuera fácil conseguir una cabra en Pompeya, o
esconderla en un conventillo. Y así la Turca la tenía atada también a ella,
porque cada vez que la atendía, Rosa se iba convencida de que el Polaco la
seguía fajando porque ella no conseguía la cabra. Estaba tan enganchada con la rutina
que ni se le ocurría dejarlo. Su vida eran el Polaco, la paliza, la Turca y la
cabra. Lo demás era relleno.
Cuando se enteró del embarazo se puso contenta.
Le contó a la Turca, que le hizo creer que ya lo sabía, que al chico se lo
había hecho poner ella; y que cuando naciera lo del Polaco se iba a solucionar
para siempre. Rosa le creyó, en parte porque estaba chupada por la Turca, y en
parte porque desde que le había contado del embarazo el Polaco le pegaba menos,
sólo los viernes cuando volvía de la bailanta, y no fuerte como antes. Anduvieron
así todo el embarazo.
Al mes de nacido el Piqui, cuando ya estaban en
la casa, un día el Polaco dijo que se iba a los burros y no volvió más. La
gente decía que el Polaco se había ido porque no soportó que el chico les
saliera mal. La Turca le dijo a Rosa que el Piqui había nacido así porque
estaba marcado como el padre, y que el Polaco se había ido porque ella lo había
hecho asustar, para que la dejara tranquila con el chico; que con lo tocado que
estaba iba a ser imposible limpiarlo sin la cabra, y que además ahora Rosa tenía
que concentrarse en deshacer lo del chico, que si no iba a "quedar tonto para
siempre". Le dijo que era como un tratamiento, que tenían que hacerle.
Al principio Rosa se asustó y empezó a limpiar
casas para poder pagar los materiales y los trabajos de la Turca, pero duró
poco, porque estaba sola, y con el nene era muy difícil trabajar afuera. Además
al chico en esa época había que llevarlo al hospital todo el tiempo, porque
todavía lo estaban estudiando. Habrá ido a verla dos o tres veces, y se dio
cuenta de que no iba a poder bancarlo más, sin la plata del Polaco.
En el mercado evitaba cruzarse a la Turca,
porque se sentía en falta de haberla colgado, pero un día se la topó en el
pasillo ancho. Le explicó que estaba sola con el Piqui, y que a veces no les
alcanzaba para comer; se tiró el lance de pedirle si podía seguir atendiéndola
por menos, pero la Turca le dijo que no, pegó media vuelta y volvió a su
puesto.
Rosa dio por cerrado el tema de los trabajos y,
para no caer en la tentación de la culpa, se convenció de que la Turca le había
estado robando, de que había quedado embarazada porque eso es lo que pasa
cuando una no se cuida, de que el Piqui nació enfermo porque así lo quiso dios,
de que el Polaco era una basura, y de que era mejor tenerlo lejos. Asumió que
era una mujer sola con un hijo discapacitado, y que tenía que mantenerlo.
Así empezó a hacerles las manos a las vecinas,
que iban porque era barato, pero que iban también para ayudarla. Algunas además
de hacerse las manos le traían leche, pañales y algo de comer para ella. Y así
fue tirando, medio con el trabajo, medio con la ayuda de la gente. Hasta que la
cosa se puso dura, la gente se fue mudando, ella se fue poniendo sucia y
desprolija, el Piqui se empezó a hacer grande, y así las clientas fueron
viniendo cada vez menos, porque era caro, porque era lejos, porque era un asco,
o porque era incómodo.
Lo de la magia se le ocurrió una tarde en la
fila de la pollería. Delante suyo estaban dos señoras jóvenes, bien vestidas,
una rubia de rulos y la otra morocha, también de rulos. La rubia le contaba a
la otra, con detalles y todo, cómo una bruja la estaba ayudando para que el
marido volviera. A Rosa le llamó la atención que a la señora le hicieran hacer
las mismas cosas que la Turca le hacía hacer a ella. Sobre todo porque
supuestamente la mujer iba para otra cosa. Entonces se acordó de que era todo
un gran verso tremendo, y se le ocurrió que ella podía empezar a vender eso,
total lo que la gente necesitaba comprar era esperanza, no resultados, y eso
Rosa lo sabía por experiencia. Era cosa de encontrar alguien que le enseñara a
armar el circo un poco.
Cosa
del destino, un lunes desenvolviendo media docena de huevos leyó en el papel de
diario que hacía de paquete un aviso de cursos cortos con salida rápida: Jardinería,
Depilación, Arreglos Generales, Cuidadora, Mantenimiento, y el último: Videncia
y Artes Ocultas. El aviso aclaraba que el instituto financiaba la matrícula y
el pago del curso. Algo tenía ahorrado de la pensión del Piqui, que
supuestamente iba a ser para él, cuando ella ya no estuviera, y decidió usarlo en
cambio para pagarse el curso. Fue a averiguar, y en tres meses ya tenía el
título: "Ivonne Nasser. Vidente.
Especialista en Artes Ocultas".
Invirtió diez pesos en fotocopias
para pegar carteles por el barrio. Enseguida empezó a venirle gente. Con los
primeros pesos se compró una tela bordeaux y se hizo una túnica y un mantel al
tono para cubrir la mesita redonda de fórmica que tenía en la habitación, donde
ubicaba las dos únicas sillas de la casa. También compró una cortina para
separarlo al Piqui, que sería lento pero entendía cuando había que quedarse quieto.
En el curso le habían dicho que era fundamental
mantener la mística. Tenía que ambientar un poco el tema, oscurecer la
habitación, colgar algunos santos, ponerse collares, prender un humo. Enseguida
le tomó la mano.
Cobraba barato. A la gente le pedía que
trajera los materiales, como la Turca había hecho con ella, pero sólo cosas
fáciles, porque no quería arriesgarse a que dejaran de venirle. Así se fue
armando su clientela. Al principio eran todas personas conocidas, más mujeres
que hombres, en general por males del bolsillo o del corazón, pero con el
tiempo fue llegando de todo, mezclado, y hasta tenía que dar turno para que no
se le superpusieran.
Un día a última hora tenía anotada a
una tal Evangelina “por un tema de amor”,
le había dicho en el teléfono.
La habitación de Rosa y el Piqui era
la única de la planta baja y quedaba al final del pasillo. La puerta de calle
había desaparecido desde antes que ellos existieran, así que de la vereda se subía
el escaloncito y se pasaba directo al zaguán. A la derecha había una escalera
que llevaba al resto de las habitaciones, que estaban todas arriba.
A las ocho puntual se escucharon
tres golpes en la puerta y Rosa abrió. Era una mujer mayor, que usaba una capa
negra que le cubría desde la cabeza hasta las rodillas, dejando ver dos piernas
flacas como alambres y cubiertas de várices, peludas, que terminaban en dos lanchas
con juanetes, vistiendo ojotas al tono. Caminaba de lado y olía a pis. Rosa
estaba acostumbrada a recibir toda clase de gente, así que nada de esto le
llamó particularmente la atención. Se paró en la puerta y elevó ligeramente el
brazo izquierdo, señalando con su mano la mesita de fórmica con el mantel
bordeaux, indicando a la consultante que se ubicara su sitio.
La mujer se detuvo de espaldas a la
silla y empezó a doblarse, bajando el torso en busca del reposo, usando sus
rodillas como bisagras y apoyando las manos en la mesa para ayudarse. Rosa se
sentó enfrente, y notó que la mujer empezaba a cruzar los dedos de una mano con
los de la otra, mientras murmuraba una especie de cántico en voz grave, que
habrá durado unos diez minutos. Esto tampoco sorprendió a Rosa. Cuando hubo
terminado, separó las manos y levantando sus brazos flacos se descubrió la
cabeza. Era prácticamente calva, y algo en su rostro resultaba a Rosa familiar.
La vieja flaca aulló al aire y escupió sobre la mesa. Esto sí sorprendió a
Rosa. Pero la sorpresa fue superada por el susto al reconocer en el mismo
instante en que el escupitajo alcanzó el mantel bordeaux a la persona que tenía
enfrente: era la Turca.
La consultante, sin levantar la
vista, le dijo con voz cascada:
— ¿Te acordás de mí, Rosita?
— ¿Qué querés Turca? — dijo Rosa
simulando calma.
— Me estás cagando la clientela. Me
estoy fundiendo por tu culpa.
— Yo no te hice nada, es trabajo
nada más, no tiene nada que ver con vos. Además hace años que no tenés el
puesto, pensé que…
— Que estaba muerta. Casi, pero no.
Ahora atiendo únicamente en casa. Sólo cosas fuertes. Te doy quince días para
buscarte otra cosa. Si no te saco yo del medio, a mi forma.
— No me jodas, Turca. Estoy sola con
el Piqui. Veamos cómo podemos arreglar para no pisarnos.
— No vamos arreglar un carajo.
Quince días.
Y sin decir más, se levantó y dio
media vuelta. Viéndola caminar sin la capucha, decrépita, arrastrando las
chancletas, por una milésima de segundo Rosa sintió que la que estaba ahí no
era la Turca humana sino una versión intermedia entre su versión humana y su
versión muerta, como si de alguna forma hubiera quedado a mitad de camino. Sintió
un escalofrío. En cuanto la vieja cerró la puerta, instintivamente, Rosa cruzó
la pieza en dos pasos y corrió la cortina del Piqui. Estaba dormido.
Los quince días de preaviso pasaron
sin que Rosa moviera un dedo para reducir la clientela ni para contactarse con
la Turca. No eran épocas de vacas gordas, como para andar creyendo pavadas.
Pasaron quince más y Rosa ya se había olvidado de la visita. Pensó incluso que
capaz la vieja hasta se había muerto enserio y se lo había imaginado todo. A
veces con tanto humo y entonaciones se le confundían las cosas. Pero entonces
pasó lo del zaguán.
Rosa volvía con el Piqui, era
invierno y ya se había hecho de noche. Habían estado todo el día afuera,
visitando a la prima temprano, después al hospital para el control mensual del
neurólogo, y finalmente al dentista para que le viera al Piqui una muela que le
dolía. Estaban cansados y no veían la hora de llegar a casa.
Ya desde la esquina Rosa notó que el zaguán
tenía un resplandor raro, y a medida que se acercaba veía que era como de un
naranja que titilaba, hasta que al llegar se quedó paralizada en la vereda,
antes de subir el escalón. Al final del pasillo, sobre el suelo, alguien había
ubicado perpendicular a la puerta de su casa una hilera de velas negras muy
bajitas, todas encendidas, atravesada por otra fila corta sobre el cuarto
inferior de la hilera larga. Era una cruz invertida de velitas negras
encendidas. Sabía lo que significaba: el Portal al Lado Oscuro. Siempre había
pensado que era un bolazo hasta que lo vio. Era imposible mantenerse ecuánime
ante la imagen. No se animaba a atravesar la cruz para entrar a su casa porque
el mito, que tiene dos partes, es claro. La primera dice que quien las toca o les
pasa por encima encuentra la muerte. Pero a Rosa la horrorizaba más la segunda:
si las velas se consumen, quien habita la casa se vuelve muerto en vida. Su
razón había caído por completo. Rosa era todo susceptibilidad. Aguzó la vista y
le entró la taquicardia: casi todas las velas quedaban solo en cabito, y el
resto ya estaban consumidas.
Tenía que apurarse a apagar las que quedaban
prendidas antes de que fuera tarde. El mito se le había hecho carne.
Rosa corrió por el pasillo, se arrodilló en el
piso y empezó a soplarlas, pero no se apagaban. Entonces empezó a agitar las
manos y a llorar desesperada, escupiendo las velas, pero estaba tan nerviosa
que escupía y soplaba para cualquier lado, y las velas seguían consumiéndose.
El Piqui se había quedado parado en el escalón, sin entender nada. Al ver a su
madre tan desfasada, se asustó y empezó a gritar como un cerdo en pleno
degüelle, mientras se pegaba en los ojos con las dos palmas, como si no
quisiera ver, y se azotaba la cabeza contra la pared. Los vecinos salieron en
el momento en que le empezaba a dar la convulsión.
Rosa seguía arrodillada en el piso, soplando y
escupiendo, cuando una de sus vecinas la agarró de los hombros y la hizo
incorporarse. Alguien llamó a la ambulancia, que tardó cuarenta y cinco minutos.
Llegó justo cuando la última velita terminaba de apagarse. Le administraron al
Piqui un antiepiléptico y se lo llevaron a internar.
A partir de ese día el Piqui ya no habla, no se
levanta de la cama, come por una manguera y usa pañales. Lo estuvieron
estudiando como un mes, y cuando no hubo más que hacer se lo devolvieron a
Rosa, para que lo siguiera atendiendo en la casa. Los médicos le explicaron que
la convulsión le había destruido muchas neuronas y era probable que quedara así
para siempre.
Rosa dejó de trabajar de bruja y
empezó a rebozar milanesas y armar arrollados para la pollería. Sale solo para
entregarlos, hacer mandados o pagar cuentas.
Está juntando plata para
comprarse una cabra.
Griselda Perrotta