Aunque el ruido que hace un disparo
se desconozca, se reconoce igual. Era un disparo.
—¿No habría que llamar a la Policía?
—¿Para qué?
—Y que hagan algo…
—¿Algo de qué?
—No sé, ¡llevárselo!
—¿Y si fue ella?
—Te toca a vos.
Patricia mueve el caballo.
—¿Pero meternos, decís? Son cosas de ellos.
—La casa es nuestra.
—Bueno, pero si le alquilamos la habitación…
—A él se
la alquilamos.
—¿Y si está muerta?
—¿Quién?
—¡Ella!
Patricia, sin anunciarlo, se come un peón.
—Esas no sirven para nada —dice Valeria
despreciando la movida, mientras ve a su hermana acomodar la defensa junto al
resto de las piezas blancas que, desde ayer, le viene ganando.
—Los hombres muertos tampoco.
—¿Qué decís?
—De Omar. Que ahora, muerto, no va a servirnos
de nada.
—No entiendo.
—Las cosas. Que no va a poder ocuparse más de
las cosas.
—¿Eso
te preocupa?
—Jaque.
—La reina no es jaque, Patricia. Solamente el
rey.
—¿Y no es este, el rey?
—No. Esa es la reina.
—¿Y si te como la reina qué pasa?
—Pst…¡nada!
—¿Entonces qué hacemos?
—Y, o movés esa torre a la izquierda, o…
—Con el disparo, digo.
—¿Vos decís que fue ella? Habría que subir a
hablarle a él, entonces.
—Pero si fue ella…él…
—Es raro, que ahora no se oya nada.
—“Oiga”, se dice, “no se oiga”.
—Ah, mirá vos, pensé que era “oya”.
—Es “oiga”.
—¿Y estos peones gigantes qué son? Hay pocos.
—“Alfiles”, dice la caja.
—¿Y cómo se mueven?
—Habría que subir.
—O llamar a la Policía…
—No sé qué les vas a decirles…
— “Qué vas a decirles”
—¡Vos! ¿Yo por qué?
— “Qué vas a decirles”, se dice. No, “qué les vas a decirles”.
—Ah, mirá vos, no me lo recordaba.
—Te como la torre. No tenés más. ¿Gané?
—El rey, tenés que comerte. Sólo el rey gana.
—Pierde.
—Sí, pierde. No te hagas la piola.
—¿Te pagó el mes?
—¿Quién?
Valeria cierra el puño y levanta rígido el
índice, señalando a la planta alta.
—No.
—¡Patricia!
—¡¿Qué?!
—¿Y ahora a quién le cobramos?
—¡Y, a ella! Si vive acá, también.
—¿Decís que se quedará?
—Tocan timbre
. —No escuché…
—¡Pero sí, te digo que tocan! ¡Y hace rato, ya!
Registra los golpes y entonces reacciona:
—¡Ay, qué animal! ¡¿Quién golpea así?!
Desde la puerta llega una voz clara,
contundente:
—¡Policía! ¡Llamaron vecinos, que
oyeron disparos!
Con fastidio, Valeria camina a la
puerta desatándose el delantal.
—¿Quién es?
—Policía, señora. Los vecinos
reportaron disparos. Por favor abra.
Por la hendija, con la cadenita
puesta, la mujer, sin saludar antes, le dice:
—Uno solo.
—¿Cómo dice?
—Uno solo. Disparo. Uno solo, hubo.
No disparo…s, como dice usted. Uno solo. Disparo.
—Por favor, abra la puerta y nos
explica qué pasó.
—Es que no sé qué pasó.
Desde la ventana, Marconi divisa
sobre la mesa un tablero de ajedrez y el perfil de unas pantuflas. Sin sacar la
vista del cuadro, le pregunta:
—¿Está sola?
—Tengo derechos.
—Señora, tenemos que entrar.
—Es mi morada. Tengo derechos.
Marconi hace un gesto al costado y
Valeria ve salir, por detrás, a otro oficial que va hasta el patrullero y dice
algo por radio. Al rato siente que el vidrio de la puerta trasera se rompe.
Después no escucha nada más.
Cuando vuelve en sí, está echada en el sillón.
Una chica vestida de policía le apoya un paño frío en la cabeza, mientras otra
vestida de médica le toma el pulso.
Un poco más lejos, parados, hay dos oficiales
con armas que escriben sobre papeles. De casualidad, casi, escucha que el más
joven le dice al otro, mientras señala el tablero:
—Está fallado. Tiene dos pares de
reinas.
Griselda Perrotta