lunes, 21 de diciembre de 2015

La transferencia


Podría haber dicho que, si existió algo, yo no lo sabía. O haberlo negado. O asentir y callarme, como hicieron varias. O solo callarme. Pero me largué a llorar delante de todas, y entonces cada una sacó la conclusión que quiso. Y lo peor fue la puesta en común que (supongo) vino después entre ellas, y de ahí habrá surgido —calculo, si no, ¿de dónde?— lo que Cynthia me preguntaba.
            —Es mentira —dije solamente.
Noté que esperaba más, pero lo que se decía de Martín tampoco era falso, y para empezar a defenderlo hubiera tenido que retacear datos, que me pareció más peligroso que dejarlo así. Además, tampoco estaba segura de que lo que Cynthia decía fuera mentira. Y no es que fuera a averiguarlo (ciertos temas es difícil, tocar con un novio).

Los padres, nunca supimos si se enteraron (salvo por la involucrada, la única que debía saberlo).
Cuando nació el bebé algunas dijeron de visitarlos, no para saludar, se entiende: querían ver si era pelirrojo.
Lo que es yo, me moría por comprobar que era rubio, moreno, azul, de cualquier color menos rojo. No fui a verlo. Nadie fue. No se…“estila”, digamos, que las docentes visiten a las madres cuando tienen un bebé. Tendría que esperar el rumor, verlo en algún acto, o aguantar  unos años hasta que fuera alumno.

Martín, mientras tanto, actuaba normal. Tanto, que yo dudaba del rumor. Con nosotras siempre había sido tan prolijo, que me costaba creer que con la madre de un alumno fuera a descuidarse tanto. Pero esas cosas pasan. Puede pasar.

Debía ser por septiembre cuando la vi parada en la puerta. Tenía al nene tapado con tela, como una tela que le colgaba del hombro y la ataba por detrás de la espalda. Iba con los brazos sueltos y se acomodaba el pelo. Pensé si el bebé sería pelirrojo. Lo tenía tapado.

—¿Acá es Plástica?
La pregunta era inútil: las latas con pinceles y las paredes de collages podían responderle solas. Le dije, en cambio:
—Sos la mamá de las mellizas, ¿no?
—De las mellizas —dijo asintiendo, mientras apretaba el bultito que le colgaba delante del torso.
—¿A quién buscás?
—A vos. A vos te buscaba, Luciana.
            Me hice la que acomodaba los acrílicos en la mesa mientras trataba de controlar los nervios, capaz treinta segundos, y quise llevar las cosas a lo formal:
            —¿Pasó algo con las nenas?
            —Nada. Las chicas están perfectas. Les encanta tu clase.
           —Qué suerte. Me alegro mucho. A mí también me gusta mucho enseñarles técnicas, porque a esa edad es cuando… —no podía creer la estupidez que estaba diciendo. Rogaba que sonara un teléfono, que llegara el de limpieza, o que ella empezara a hablar. Pero no lo hacía, solo acariciaba el bultito de tela que le colgaba adelante.
            Habré estado más o menos diez minutos hablándole de la clase, del arte y de las mellizas. La invité a acercarse a la pared del fondo, donde había colgado lo de las nenas, y podría haber seguido horas si no fuera porque el bebé empezó a ponerse molesto, a hacer ruiditos y a contonearse. Se puso a llorar. Esperaba que con los llantos la madre saliera a cambiarle el pañal, no sé por qué pensé en el pañal.
          —Tiene hambre —me dijo. No la invité a sentarse pero ella, sin pedir permiso, se acercó sola al escritorio, alejó un poco la silla y se acomodó ahí. Se desprendió el portador que le cruzaba la espalda y, con destreza, sin descubrir al bebé, se lo apoyó sobre un muslo mientras con la mano izquierda se desprendía todos los botones de la camisa blanca. No usaba corpiño. Tenía los pechos redondos y duros, llenos, como si fueran a explotar. Acomodó al bebé de costado y se lo acercó al cuerpo. El bebé se prendió a la teta, hábil, como un cachorro. Y seguía sin saber a qué habían venido.    

—Los hijos… —empezó ella.
—No tengo —le respondí. Me miró raro y siguió:
—No queríamos tener más. Bah, yo sí, mi marido no quería. ¿Sabías que se operó?
—No, ¿cómo iba a…?
—A lo mejor él te había contado.
—¿Quién?
—Mi marido. Me contó de ustedes. De la kermesse.
—No entiendo.
—Que mi marido me contó… lo que pasó en la kermesse de Fin de Año, el año pasado, cuando desaparecieron. Que la gente de limpieza los encontró, borrachos, en el cuarto de las escobas.
Eso era lo que se rumoreaba de esta mujer con Martín: que los había encontrado juntos, un año atrás, en actitud sospechosa. O era una especie de prueba o estaba loca. Quise tantearla. Le dije:
—Yo no desaparecí. Estuve toda la tarde en el puesto de los patitos.
Ella se inclinó y besó al bebé en la cabeza, a través de la tela. Siguió:
—No, Luciana. Ya no podés mentirme más. El bebé está empezando a crecer y se nota.
—¿Qué cosa se nota?
—Se nota… que es hijo tuyo.
Definitivo: estaba loca. No iba a contradecirla ni a decir nada. Solo esperaría a que se fuera. Pero seguía ahí, sentada, sin decirme a qué había venido. No aguanté más y le pregunté:
—¿Qué necesitabas?
—Que te hagas cargo de tu hijo, eso necesitamos. Que te lo lleves, que es tuyo.
—Pero ese bebé es hijo…
—Tuyo. Tuyo y de mi marido. Él no lo quiere, así que te lo traigo a vos.
—¿Pero cómo puede ser hijo de tu marido, si me dijiste que se…?
—A veces fallan esas operaciones.
Y, sin darme cuenta, estaba yo también entrando en el delirio:
—Sí, sabía. Sé que a veces igual… Pero tendríamos que verlo, porque yo, con este bebé, no tengo nada que… tendríamos que ver cómo…
Y mientras yo hablaba empezó a apartarlo de su pecho. Volvió a abrocharse la camisa y se paró. Caminaba hacia mí.
Cuando la tuve al lado, me dijo, señalando una cartera azul grandota que había dejado en la puerta:
—Ahí tenés sus cosas —y me pasó al bebé. Lo agarré. No podía dejárselo a esta demente. Pensaba seguirle el juego, despedirla y después ir con el bebé a Dirección, explicar todo. La Escuela llamaría al marido, o a la Policía, habría algún protocolo para estos casos, me imaginaba.
Lo sostuve mientras la veía alejarse.
Cuando quedamos solos me relajé en la silla. Desde donde estaba podía sentir cómo olía, una mezcla entre dulce y suave. Lo aparté un poco para observarlo: seguía envuelto en la tela y tenía puesto un gorro que le cubría hasta la frente. Así como estaba, me levanté, fui hasta la Dirección y expliqué lo que había pasado. Enseguida llegó el Comisario y una Asistente Social. Dijeron que llamarían al marido y que tomarían medidas.
La Asistente me hizo preguntas y anotó lo que iba diciendo. Yo lo sostenía en brazos. Contesté muy responsable, sin dejar de abrazarlo.
El bebé me miraba. Tenía los ojos tristes, y me miraba.

Griselda Perrotta


jueves, 26 de noviembre de 2015

Lo profundo (*)

          Nunca creí en la telequinesis, por un motivo muy simple: si yo no puedo mover cosas con la mente, entonces nadie. Porque mi mente es poderosa. Predice el clima y las catástrofes, por ejemplo. Una vez predije que tres bañistas iban a ahogarse ni bien rompiera la tormenta. Dos chicos y una chica. Y todavía la playa estaba vacía. Era temprano. Fue como una visión, no muy lejos de la costa, ahí no más, un poco más atrás de la primera rompiente, que es la última que se ve desde la orilla. La playa estaba vacía y había un sol. El típico sol de noviembre, que todavía no es verano pero casi. Los vi como un par de segundos, entre la cresta blanca, y al rato los tres flotando, también entre la espuma, pero ahora muertos, no manoteaban. Me paré rápido en la arena y los vi claro: flotaban. Entonces corrí a buscar ayuda hasta la choza blanca, que es lo más cerca que hay del mar. En seguida del primer golpe Ringo abrió, que en esa época ya tenía canas y vivía solo. Miró para el lado que yo le decía achicando los ojos, mientras manoteaba de memoria de al lado de la puerta los largavistas que siempre tenía ahí colgados, en la pared. Desde la choza, que es en el médano, se ve mar adentro mejor que desde la orilla. Se fijó donde le marqué y dijo que me lo debía haber imaginado, que no había nada. Y que además no hay bañistas en noviembre, que hay solo gente de acá, y que la gente de acá sabe que cuando las olas rompen así no hay que meterse. Miró con desprecio y cerró la puerta.
            Volví a la playa y me senté en el suelo, seguro de que en cualquier momento el mar iba a devolver los cuerpos hasta la orilla. En esa época pensaba que el mar siempre devuelve todo. Me quedé el resto de la mañana, pasé el mediodía y me dormí en la arena. Las clases habían recién terminado, los grandes trabajaban todo el día y yo no tenía nada que hacer.
            Cuando me desperté eran las cuatro. Lo supe por el sol. Acá nadie usa reloj, se sabe por el sol. Me desperecé un poco, me sacudí la arena y volví a casa por el camino largo. Pero no podía sacarme de la cabeza los tres cuerpos flotando, que las olas levantaban como pedazos de madera, para volver a golpearlos y vuelta abajo, y otra vez al aire, sin tregua. Como un castigo. Con maldad, casi. Es tremendo el mar, cuando se enoja. Tendría que estar prohibido nadar del todo, si me preguntan. Hay días que sí, como una laguna, a penas movida, pero otras… Lo observo desde siempre. Y por más que lo haya estudiado, y me lo hayan explicado mil veces, por más que tenga enmarcado un título que dice que soy oceanógrafo; aunque me haya memorizado perfecto cada lección, cada libro, y hasta tenga diploma de honor, cuanto más investigo, más termino ignorando cuál es la lógica del Mar. Yo y todos los Hombres. Porque esa lógica no existe. Ciclos largos, dicen algunos, tan largos que aún no pudimos contabilizarlos completos, ver un patrón. Yo, que contemplo desde chico, que lo viví en carne propia y que lo estudié en detalle, sé que el Mar es otra cosa. Que tiene vida propia, voluntad y gustos. Ama, odia, se enoja, saborea y, a veces, deglute. Como el día de los tres muertos.
            Fue dos meses después de la visión. Yo estaba en la plaza juntando leña, cuando un rayo rompió el cielo y para mí fue como un recuerdo, como si la descarga y el trueno hubieran activado algo que me transportó a la orilla, viendo otra vez los cuerpos volar, en el aire, azotados por las olas. Corrí a la playa. Era temprano pero era enero, que siempre alguien llega a la playa, aunque acá no haya mucho más que un bar con una despensa. No es zona de baño y no hay guardavidas. Es más: en la parte más despejada, que es donde van los turistas, hay carteles de madera que dicen, a mano, “PROHIBIDO BAÑARSE. PELIGRO”. Esos carteles los puso Ringo. No es que sean oficiales.
          A la gente no le importa, igual se mete. Ringo es como un monje, hizo su casa en el médano cuando todavía era muy joven. En esa misma playa perdió a su familia, de chico. Se había quedado dormido en una manta, sobre la arena, y cuando despertó vio a sus papás y a sus dos hermanas lejos, pidiendo ayuda en las olas altas. Él tenía cuatro años y en la playa no había nadie. Trataba de entrar al mar, pero cuando el agua le llegaba al pecho lo volvía a tirar al suelo y lo escupía hasta la orilla. Todo eso me lo contó él, el día después de la tormenta, cuando murieron los bañistas. Ese día, en cuanto vi el relámpago, solté la leña y corrí a la playa. Cuando me acercaba iba viendo, repetida, la escena de la visión. Exactamente la misma. Sólo que esta vez Ringo corría desde la choza, con una tabla en el brazo, e intentaba entrar al Mar. Pero el Mar no lo dejaba, como si a él quisiera salvarlo, o concentrarse en los otros. Hasta que se rindió. Lo vi sentarse en la arena, agotado, a ver los cuerpos volando. Le ofrecí ayuda, le dije que tal vez juntos podíamos. Todavía agitado, giró la cabeza y dijo “a veces no se puede; si el Mar los quiere para él, no se puede”. Ringo imponía respeto. Nadie sabía su historia. Todos (yo inclusive, hasta que él me la contó) pensábamos que era un loco. Me le senté al lado y miramos juntos, hasta que el Mar se los llevó del todo. La lluvia seguía cayendo pero yo ni la sentía.
            Cuando ya no se vio más nada, flotando, volando, nada, de golpe, juro que fue de golpe, el viento cambió de rumbo y el Mar se quedó quieto. El agua se puso verde, con lomitas bajas de espuma, como voladitos blancos, y la lluvia paró. Yo había visto al Mar así mil veces, pero nunca había visto el cambio: de la violencia más salvaje hasta esa calma inquietante. Me dio miedo.
          Sin mirarme, dijo: “era verdad, los habías visto”. Asentí. “Te espero mañana temprano, vamos a conversar”.
Al día siguiente llegué a su choza a las ocho. La puerta estaba abierta y Ringo ya me esperaba. Me recibió con mate y bizcochitos de grasa. Me aclaró que él no era un loco y me contó su historia. Después me dijo para que me había invitado: que si podía predecir cosas, dijo, tenía que desarrollar el don y ayudarlo a él; que, siendo yo de la zona, era mi responsabilidad. Me contó que, además de lo que todos sabían —que es que Ringo era pescador—, en el Mar salvaba, por año, alrededor de treinta personas. Las que el Mar le permitía, solamente. Descreí la cifra pero no el hecho. Yo mismo lo había visto salvar familias enteras.
            Ringo me habló del Mar; dijo que es un ente vivo, un nombre propio, que solo la arena compensa. La arena, la nada en la que reposa, el cúmulo pasivo, sin vida. Y dijo que el Mar siempre quiere cosas.
            Sentado ahí, escuchándolo, con las canas transparentes y los ojos azules, achinados, no parecía ningún loco. Salvo por lo del talento, lo de desarrollarlo. ¿Cómo iba a hacerlo? “Practicando”, me dijo. Practicando. Y me enseñó técnicas “que amplían el espectro mental”, dijo. Como ejercicios de meditación que tenía que hacer todo el tiempo. Y algo habrá funcionado, porque al tiempo empecé a adivinar cosas, como qué iba a cocinar mi madre, o el clima. Tal vez eran ciclos, no sé, como los del Mar; tal vez, por ejemplo, todos los segundos martes del mes mi mamá cocinaba sopa, aunque ella no lo supiera; o tal vez yo había aguzado el olfato y percibía de antes la lluvia. Algo había conseguido, es cierto, pero eran cosas comunes, al alcance de todo el mundo. Como si estuviera alerta, no más. No como algo místico o superior, sino cosa de observar. Como la vez de los bañistas, no. Eso no lo repetí nunca.
            A veces pienso que lo de los bañistas fue un sueño, o un medio sueño. Capaz había visto a esos chicos caminando por el pueblo y los escuché comentar que volverían en enero; capaz la tormenta se repetía siempre para esa fecha; la verdad, no lo recuerdo, pero es posible.
            Ringo, en cambio, no estaba tan convencido. Dice que tengo poderes. Que una vida en el Mar y los mismos ejercicios que me enseñó y él practica, no lo hicieron predecir ni un cuarto de lo que yo puedo. Que es mi deber desarrollarlos y usarlos para ayudar. Que si lo intento en serio, y practico, un día podré yo arrebatar cosas al Mar, hacerlas volar por el aire y volverlas hasta la orilla. Solo con la consciencia.
Pasaba horas practicando, al principio, tratando de sacar del agua, con la mente concentrada, cosas que él iba y tiraba. Era imposible. Y a veces Ringo hasta se enojaba y me llamaba irresponsable, “por no intentarlo con ganas”, me decía.
Tal vez para refutarlo, porque yo quería estudiar, o porque me estaba volviendo loco, me convertí en hombre de ciencia.
Estudié con los mejores, en los mejores lugares a los que pude acceder. Y al principio, durante unos años, parecía estar funcionando. Creía empezar a entender por qué el Mar es Mar. Sin embargo, cuando avanzaba en los textos, cuando buscaba cotejar esas teorías prolijas contra mi propia experiencia, volvía a dudar, y la soberbia me asqueaba, la de mis profesores, que buscaban, inocentes, poner nombre a lo innombrable. Ninguno, estaba seguro, podría sostener con Ringo una conversación del Mar y salir ganando.
Ya graduado, comprobé que no se dicen con tinta las cosas del Universo. Entonces empecé, sin darme cuenta, a coquetear con los dioses. Y fue peor. Porque tampoco ellos quisieron revelarme los secretos que buscaba, sino que, al revés, terminaron desmintiendo cada palabra que ya sospechaba falsa. Cuando me vi organizando un viaje clandestino a Irlanda para interceptar sirenas, supe que había ido muy lejos. Quizás fuera cierto y las sirenas existen; pero, incluso así, si las hubiera encontrado, no hubiera sabido qué hacer con eso. Mis compañeros de viaje me tildaron de cobarde, y tal vez tengan razón. Mi límite estuvo ahí.
Quedé entonces suspendido entre los libros y la fe. Y las respuestas no están.
Con más dudas que al comienzo, vuelvo a encontrarme a Ringo, esperando que me reciba y que esta obsesión por el Mar no me termine devorando.  
Griselda Perrotta

(*) Premio Accésit Concurso de Cuentos 2015 - Colegio Público de Abogados de la Capital Federal


sábado, 7 de noviembre de 2015

jueves, 29 de octubre de 2015

Agua

Escribo mucho del mar, que puedo porque a mí los erizos nunca me tocan, ni esas como aguavivas de cola larga, que están lejos e igual llegan, esas tampoco. Puedo entrar tranquila, pisar la arena desde que es blanda y se hace dura y después blanda de vuelta, y después nada. Ya floto hasta donde no hay olas. O sí hay pero no rompen. Es todo igual de celeste, sin blanco, que es de la sal cuando rompen. Inmenso es igual (más, seguro) pero ya floto, y acá tampoco me tocan los erizos ni las aguavivas largas.
Griselda Perrotta


martes, 6 de octubre de 2015

Un ejército de ángeles

         Chorro en vida, chorro por toda la Eternidad. Así me explicaron. Es que el Universo tiene una astucia perfecta para apoderarse de las cosas, para hacerlas suyas y que las cosas pasen. Si no es caos. Nadie quiere caos.
Les dije que no era chorro; era punga, que no es igual. Lo mío era un arte. Yo era un rey, en Once. A veces me pasaba una hora entera siguiendo a alguien, hasta que se distraía mirando peluches atados por los bracitos para elegirle uno al sobrino; a la gorda, hasta que se agachaba en una manta para estirar la calza con las dos manos; o a las pendejas, que venían en grupo a buscar mallas, que les dijeron que es la misma y que acá sale al costo. Son momentos sublimes. Los cazás al toque, cuando tenés arte, como tenía yo.
De lunes a viernes hay que cuidarse porque la gente está avispada, vienen todos a buscar mercadería, con el tiempo justo; se sortean unos a otros, esquivan los carros llenos de paquetes, paquetes colgando del cuello, paquetes en la cabeza, bolsos gigantes, carteras; y los puestos, sortean los puestos, les pasan por encima, sin pisar ni un guante, ni un calzoncillo, ni un trencito a pilas; y los de la comida, que se consigue peruana, coreana, en baldes, te lo sirven con cucharón, en un descartable blando, que se empieza a deformar ni bien el caldo lo toca; y se sientan en el suelo, en escalones, en el cordón; y comen ahí, solos, en pareja, en familia; o a veces parados en la puerta del negocio, mientras un otro o una otra van y siguen comprando; porque hay que apurarse para embalar todo y subirlo al micro antes que cierre la lista, y de ahí otra vez a Retiro, o no importa adonde, lo importante es que la mercadería salga hoy, porque si no perdiste el día; y por encima de todo eso, la gente pasa, sin pisarse, sin patearse, sin joderse; con el ruido, con la mugre, con el vértigo y los empujones. Caminan rápido pero el pulso es lento. De lunes a viernes Once tiene ritmo de baguala. Parece cumbia pero es baguala. Para entenderlo hay que pararse un rato, un rato largo, a mirar callado, o meterse entre la gente, caminar así, rápido, como los demás, esquivando, salteando, puenteando; para sentirlo, el lamento dormido del busca, que sigue, aunque le duela la espalda, aunque tenga hambre, aunque esté cansado; que toca, pregunta, y agradece que al final no llovió; que saca cuentas en el aire, mejor que un trajeado de Yale, y en un segundo decide qué, cuánto y cómo; el lamento dormido del chino, del boliviano, del judío, del peruano, del ruandés, del ucraniano; que son horas de colectivo, días de micro, meses en barco; que dejó raíces, troncos, copas; que dejó todo y se vino; que se vino a Once, porque le dijeron que acá está la plata, que acá nadie pregunta; porque acá la ley es el billete; acá todo se consigue, todo se negocia, todo se puede; todo se dice, todo se calla, todo se condena y todo se perdona. Porque no hay tiempo para boludear. A las seis son todos calabaza, y al rato se cortan los ruidos, no hay más bocinazos, las luces se apagan, las cortinas bajan, las mesitas se pliegan, los bolsos se llenan con lo que no se vendió, los olores amainan, las calles se vacían, y Once descansa. De lunes a viernes.
Los sábados es otra historia.  Los sábados no viene la chica del polirrubro a buscar estiquers, el rasta a buscar hilo encerado, ni la encargada a reponer medias. Los sábados vienen las pibas lindas de Caballito a buscar remeras nuevas, que acá salen la mitad; el gordo de Villa Urquiza, que quiere ropa de fútbol pero no piensa gastar tanto; la pituca de Palermo, que busca para la nuera una cartera barata; la señorita eficiencia, que de Belgrano no sale pero medias y bombachas las compra acá por docena. Todos lo saben, y los sábados a la mañana Once se prepara para recibirlos; los locales, las calles, los puestos, los manteros. Son los mismos pero se preparan: cambian la chicha por el Levité, la quinoa por garrapiñada, el pan de yema por las galletitas, las sopapas por juguetes chinos, las plantillas por ropa de perros. Todos lo saben. Los pungas también.
Esos días eran gloriosos. Alambre y yo trabajábamos juntos. Hacíamos “minitas”, que son las más fáciles. Habíamos desarrollado una técnica, un arte total, que era agarrar a las menos despechugadas, sobre todo en verano, porque la mina que en verano se tapa para venir a Once es por un solo motivo: no quiere que los negros la miren. La pone nerviosa, a la minita, la mirada del negro. Pero hay que entenderla, a la minita. La mirada del negro no es pavada. La mirada del negro atraviesa la tela, se mete entre el escote, y es como si a la distancia te estuviera lamiendo con los ojos, el negro. Creeme que es así. Una minita no tolera, tanto derroche, tanto sexual, en plena calle, así de mañana, si lo único que quería era ahorrarse unos pesos. Y entonces con Alambre teníamos un know-how, cuando elegíamos a una, que yo la empezaba a mirar y la minita se ponía nerviosa, y estaba tan preocupada por taparse las tetas que se olvidaba de agarrarse la cartera, y entonces Alambre iba y les sacaba el celular, o la billetera; son tan boludas que vienen con billetera. Y si las veía medio hostiles, así de las que se dejaban mirar las tetas, aplicaba el grado dos, que era infalible: les relojeaba la cajeta; y ahí sí que se ponían histéricas; como si uno tuviera rayosequis, y entonces igual que la minita sentía, yo también sentía, a la distancia, el desprecio de la minita que me mandaba una mirada de asco y me llegaba pero como una cachetada, mirá, y en todo ese eso que pasaba entre yo y la minita, el Alambre ya le había pungueado algo. Después cambiábamos, Alambre las distraía y yo actuaba. Hasta que me la dieron.
La cosa se puso fea, con el rollo de la inseguridad, parecía que era todo igual, todo lo mismo, y entonces avisaron que ahí basta, pero no dimos bola, y me largaron, y me la dieron, un sábado, casi al mediodía. Pienso que capaz me vendió Alambre, porque justo esa mañana de la nada me había dicho “Oreja, a la tumba yo no vuelvo”; o no sé, capaz tuve mala suerte, pero fue raro. Seguíamos a la minita y la minita entró al boliche a buscarse algo; vi que Alambre la seguía; pensé que él iba a hacer y yo campaneaba, pero el gil de golpe le arranca la cartera, me la tira a mí y raja. Yo lo veo y rajo atrás con la cartera, apretándola en la axila, y en la esquina uno me cruza patada a la rodilla y caigo, y la gente me empieza a caer encima y me entran a dar, y uno patea mal y ahí quedo. Raro que pase algo así en Once.
No me quejo. Tenía que ser. Velorio, la vieja destrozada, mi mujer diciendo que yo no era chorro; la van a ver de la televisión, a algunos les parece mal que me mataran aunque hubiera sido, y mi mujer que insistía que no, que yo no era, y que se arma una cosa mediática de meses de que si estuvo bien, o si estuvo mal, o qué mierda, y decían que “pobres contra pobres”. Pero estaban diciendo “negros contra negros”. Una confusión genial, tan genial que parecía armada. Ahí empecé a entender. Y me quedé un rato para ver en qué terminaba. Y fui entendiendo. Cuando te morís entendés todo. Sos la yuta, la minita, Alambre, tu mujer, el peruano y la piba de los estiquers. Sos todos y entendés por qué las cosas pasan.

Cuando dejo de seguir el tema y me doy cuenta de que soy todos, en cosa formal así de sentarse ante una pantalla, me informan que por mis dotes y habilidades había sido asignado a formar parte del Ejército de Compensación Zonal.
Viene entonces una instancia de adaptación, de comprensión, de asir yo las Cosas, las Cosas con mayúsculas, así, Cosas. Y entiendo qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos, qué hacemos y para qué estamos. Que en vida es solo un tiempito, un rato, nada más, para ver en qué es que uno despunta, y entonces sí, entonces después te recuperan para arrancar.
            Y así fue que a mí me ponen a hacer esto. Ahora soy parte del Ejército de Compensación Zonal.
Me explican que el mundo está dividido en una cantidad finita, increíblemente numerosa pero finita, de zonas de atribución; y me explican también que en el mundo existe, de un modo eterno e invariable, una cantidad definida de objetos asignada a cada zona. La zona tiene una cantidad puntual de cada objeto que existe en el Universo. En términos prácticos, significa, por ejemplo, que el área delimitada por las calles Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín, en la Ciudad de Buenos Aires, contiene en total la cantidad de seis mil cucharas de postre. El Ejército de Compensación Zonal busca mantener el equilibrio que el conjunto total de individuos de la zona posee de cada objeto. La cantidad dentro de la zona debe mantenerse constante, o el equilibrio del Universo correría peligro. Es decir que si, por ejemplo, una familia de cuatro personas que vive en el sexto piso de un departamento ubicado en Viamonte y Ayacucho adquiere un nuevo juego de cubiertos que viene con cuatro cucharas de postre, de algún modo hay que hacer desaparecer otras cuatro cualesquiera del perímetro que delimitan Paraguay, Riobamba, Tucumán y Junín. Cuatro cualesquiera, viejas o nuevas, no importa, para que sigan siendo, siempre, las mismas seis mil. Y así con todos los objetos que hay en cada hogar, oficina, negocio, dependencia, plaza, todo, con todo pero con todo todo. Si es susceptible de apreciación material, fue contabilizado en las Cuentas Eternas y debe conservar su equilibrio, o el Mundo estalla. Qué digo el Mundo. El Todo estalla. No es joda.
Así, dada mi sutileza en el arte de ubicar objetos deseados y apoderarme de ellos sin sospechas de sus legítimos tenedores, y en vista de mi acabado conocimiento de la zona, fui asignado al Ejército de Compensación Zonal del perímetro delimitado por las calles Castelli, Sarmiento, Larrea y Bartolomé Mitre. Once.
Las tareas son de tiempo completo, absoluto. Acá no hay descanso, porque los Ángeles no dormimos. A la mañana se nos entrega una lista del día, y somos los encargados de hacer desaparecer de la zona los objetos sobrantes. Cada uno tiene asignados hasta tres; más sería imposible. En general yo hago tapas de frascos, biromes y DNIs. La tarea consiste en localizar el ítem en la cantidad requerida, extraerlo, y llevarlo a la Cámara de Compensación Total de Todas las Cosas del Universo, donde se encargan de hacer el clearing para que, no bien despunta el sol en cada zona, el Balance Absoluto sea perfecto. Los objetos que allí reciben son reciclados, reacondicionados, reubicados, remozados o perfeccionados. Nunca destruidos. Eso generaría una cantidad de vacío que diosmelibre.
Por si quedan dudas, la sospecha es acertada: nada se crea. Es todo mentira. Las fábricas, la producción, el empleo, todas ilusiones generadas por enormes y poderosas maquinarias divinas que nos hacen creer que son los hombres los que mueven el mundo. Explicarlo en términos humanos es demasiado extenso y complejo, si no imposible, al menos para esta narración. Pero juro que es así.
Los Ángeles solemos operar en momentos de distracción de los individuos, pero no siempre se puede. A veces el tiempo apremia y hacemos desaparecer los objetos prácticamente delante de sus ojos. En muchos casos la víctima es tildada de distraída, o se le indica tomar vitaminas, o pastillas para la memoria. Hay gente que tiene la sensación de padecerlo con más frecuencia, pero no. Es solo que esas personas tienen mayor porcentaje del cerebro activo, y por eso perciben lo que a otros se les escapa. Los Ángeles de la Compensación no hacemos diferencias.
        Es un buen trabajo. Mejor que el que tenía en vida. Además, cumplo un rol fundamental en el engranaje del Ser. Y me encanta.
Griselda Perrotta


jueves, 10 de septiembre de 2015

Vidas nuevas

Enero en Buenos Aires es una verdadera prueba. No hay nada más concreto que la gota de transpiración rodando por la espalda y el sabor amargo del primer mate a la mañana.

Paloma se plancha el vestido azul, el único que tiene. Llegó a Retiro hace una semana con un bolsito, cargando una falda, su pulóver, dos camisetas, un corpiño, tres bombachas y el vestido azul, las cosas de higiene y los documentos. El papelito con la dirección lo guardó en el bolsillo del pantalón que se puso para viajar.
Edith le dio bien con detalle las instrucciones para tomarse el ciento quince, “el que va para Boedo, no el que va para el río”, le dijo. Le dijo que se fijara bien, y que en Retiro tuviera cuidado. Mucho cuidado. Edith sabe de las cosas que pueden pasarle a una chica tan joven que pasó su vida en la selva cuando llega a Buenos Aires.
Hubiera ido a buscarla, pero al fin y al cabo Paloma suyo no es nada, y no podía arriesgarse. Trabajar en Buenos Aires sin papeles será fácil pero te lo cobran. A veces piensa si no sería mejor limpiar, o cuidar viejos. Terminó juntándose con los chinos. Los chinos siempre te dan trabajo. No te tratan ni mal ni bien. Lo único que piden es que trabajes y te vayas, que no molestes. Por lo menos te pagan siempre, y van a seguir estando. Con lo otro no se sabe.
Edith pasa el día sentada a la entrada de una tienda de esas que venden de todo: pistolas de agua, maquillaje, flotadores, termos, ungüentos. Y se llena. Tiene al lado de la banqueta unos cuadradotes huecos donde hay que dejar las bolsas. Los chinos tienen miedo de que la gente les robe, dicen que los argentinos son chorros. Edith piensa que tienen razón, y sueña con que, un día, algún hombre de bigote de esos que vienen de la provincia, se fije en ella y la haga señora. Hasta ese día seguirá sentada nueve horas en la banqueta, cambiando números por bolsas, comiendo lo que trae el chino, que no se entiende qué es pero se fue acostumbrando.

Paloma le habló por carta. De papel. Víctor volvió a buscar gente, y ahí le dio a Paloma el dato de la pensión. Quién sabe qué habrán hablado. Víctor te ayuda pero al principio. Se encarga de organizar, juntar, desmaleza, pero no es él, el que hace. Dispone pero no hace. Si después se logra o no, depende de las personas.
Habrá juntado a escondidas, Paloma, porque mandó la carta certificada; para que llegue seguro, se ve. Si no hubiera mandado así, Edith hasta se hubiera hecho la que no recibió nada.
La tuvo en la silla, al lado de la cama, dos días, hasta que se animó a abrirla. Sabía que iba a ser grave.
Mientras leía, los lagrimones redondos le corrían el maquillaje, dejando un surco marcado de los ojos al escote. Le decía que el Coyote estaba cada vez peor, que había empezado a pegarles y que, además de llevar tipos, amenazaba con venderlas. A las tres. Le rogaba, le imploraba que mandara para el pasaje hasta el puesto de correo, y que la ayudara en Buenos Aires, así ella podía ver cómo hacía con las hermanas, que todavía eran nenas; le decía también que iba a llamar a la pensión el martes 21 a las ocho y cuarto, que Víctor le había dicho que a esa hora la encontraba. Leyendo, recordó que hay cosas peores que los chinos, que el ruido y que Buenos Aires.

Edith sabía lo de Paloma porque vivía enfrente. Eran las únicas casas cercanas. Para el resto, lo de Paloma era un rumor. Pero Edith sabía. Ella veía entrar al padre con tipos, tarde, que se quedaban a veces veinte minutos, a veces un par de horas. Y cuando Paloma fue creciendo, el padre, además de los tipos, la hizo meter en la zafra, donde conoció a Edith, que cuando se podía también, trabajaba en la zafra, como todos.
Ahí nadie interactuaba; se cosechaba solo, comías cuando te decían, y después otra vez al camión, y a casa. Punto. Paloma siempre buscaba sentársele cerca, se dio cuenta enseguida, y la verdad no hizo nada. Pero bastó que una vez, una sola vez que la tuvo enfrente, Paloma le clavara la mirada hasta que la obligó a verla, y entonces Edith supo que Paloma sabía que ella sabía.
Víctor estaba a cargo del grupo. Tampoco hablaba con nadie, salvo que hubiera problemas. Era como un capataz, o algo así. Sin embargo, todo cambió cuando en el incendio no hizo nada para salvar la cosecha, y se puso en cambio a sacar a la gente. Entre esa gente estaban Edith y Paloma. A Víctor lo echaron. Todos pensaron que era porque no había salvado la cosecha, pero un tiempito después se empezó a cuchichear que el fuego lo había empezado él. Nadie quería preguntar. Fuera o no cierto, tenían que seguir ahí.
Víctor dejó Las Ruinas y volvió a los dos años, hecho un señor. A los que quisieron, se los llevó a la tala. Edith y algunos se fueron con él. Paloma no. Al poco tiempo Edith se dio cuenta que la tala era igual que la zafra y buscó de irse a Buenos Aires. A Víctor mucho no le gustó pero tampoco hizo lío; no solo eso, sino que le dio una mano contactándola con los chinos. Es raro, Víctor. Va, viene, lleva, trae, presenta. Capaz hace lo que puede.
Así juntó a Edith y a Paloma. 

Hoy Edith va a presentarle a los chinos, que es lo único que conoce. Ahora comparten la pieza. Mientras Paloma se mira en el pedazo de espejo que cuelga de la pared, Edith se acerca y, acomodándole la vincha que le ata el pelo, le da un matecito tibio.     
Griselda Perrotta


viernes, 21 de agosto de 2015

Pequeñas visiones

Beto de chico podía predecir cosas inútiles, y durante un tiempo se creyó mentalista. Una vez dijo que iba a acabarse la mayonesa en pleno armado de los tomates rellenos para la cena de Navidad, y sí. Ya en la escuela, un día al primer recreo adelantó la crisis de las tizas para el segundo piso del edificio, y al rato fue de locos ver niños por los pasillos, pidiendo de aula en aula trocitos de las usadas. Con las mujeres fue igual. Supo que Elvira se haría tetuda a poco de empezar la secundaria. Se ponía pesado avisando; tan pesado, que la gente lo ignoraba. Y después, cuando lo que Beto había dicho pasaba, no se sorprendían tanto como él hubiera querido, ni de la cosa, ni de sus facultades. 
Aunque estoy siendo injusta. Lo inútil no eran las cosas que Beto predecía sino la predicción en sí misma. Por un lado, porque las víctimas o beneficiarios (su madre el 24 a la tarde, las maestras en la escuela, o la propia Elvira al ver sus tetas) iban a darse cuenta más o menos enseguida de lo que él predecía. Por el otro, porque las cosas que predecía eran obvias, o pequeñas; o tenían solución rápida; o no tenían vuelta atrás, que es lo mismo. Pero había otro motivo por el que a la gente no le divertía la cuestión, y es que a nadie la gusta tener cerca un sabiondo. Un smartass, como decía Miss Claudia, su profesora de inglés. Clodia, quería que le dijeran. Era de Lanús, pero quería que le dijeran Clodia.
La carrera de mentalista de Beto terminó pronto, al entender que, si realmente tenía poderes, hubiera podido predecir que ese viernes a la tarde cuando, como todas las tardes, entró a fumar al baño del de Maestranza, Clodia lo iba a estar esperando con la blusa abierta y le iba a decir: “Mirá nene, las mías son más grandes que las de Elvira”. 
Griselda Perrotta 


                               

miércoles, 5 de agosto de 2015

Al abrigo del humedal

Los castores destrozan bosques para construir diques, sirviéndose únicamente de sus dientes incisivos. A partir de entonces, todo a su alrededor empieza a ser agua, difusa como es el agua, y donde antes se podía se podía transitar, ahora hay agua con castores. A la larga el ecosistema que los albergaba muere, y sólo quedan finalmente el agua y los castores. Construyen allí sus casas, que se llaman madrigueras; guardan alimento para usar en tiempos duros; y, sobre todo, se resguardan de otras especies que los depredan, como los osos o los lobos. Viven en grupos solitarios, enghettados en sus humedales. Quienes habitan en zonas donde los castores son fauna autóctona fundan en las leyes de la naturaleza esta costumbre perversa de estropear al resto. Yo creo que es maldad, y que quienes conviven con ellos no se atreven a desafiarlos. Los entiendo. Yo tampoco me atrevería a desafiar a una rata de un metro de largo que pesa veinticinco kilos y es capaz de derribar un árbol con sus dientes. Si eso no es la personificación del Demonio, entonces no sé qué es.
El castor es también uno de los pocos animales que sigue creciendo durante toda su vida. Una vida, recordemos, dedicada a la destrucción.
Empezaron lejos, en el Norte, hace millones de años, cuando el hombre aún no existía. Los de esa época se llamaban castores de Kellogg.  Eran gigantes, brutos y mucho más feos que los de ahora. Luego fueron mutando, haciéndose más amables, para llamar menos la atención y seguir devastando a gusto.
Los Castores destruyen su entorno. ¿Qué especie del reino animal destruye su entorno? Los Castores son la única, aparte del Hombre. Aunque, claro, el Hombre también es, desde el comienzo, la personificación del Demonio.
Al principio era confuso, pero a esta altura llevo ya tiempo investigando, he también observado, y sé por eso que mis conclusiones son firmes.
Como decía, los primeros Castores aparecieron en el Norte y tienen, desde su llegada, un plan claro: aniquilar el Planeta para erradicar a todas las demás especies, cepillando el terreno tramo a tramo, hasta quedar ellos solos. Así ha sido desde la Prehistoria, y fueron siempre consistentes con su objetivo.
Tenían para hacerlo toda la Eternidad, y por eso, simplemente, ir de Norte a Sur les parecía un buen plan. Pero entonces llegó el Hombre y los Castores temieron. No al principio. Hubiera sido ridículo temer, al principio. Nadie hubiera imaginado que, con magníficas bestias peludas de colmillos filosos, gigantescos seres alados surcando el cielo, o monstruosas fieras cubiertas de escamas, fuera el Hombre, ese bípedo inútil, incapaz de incorporarse al ciclo vital, quien finalmente triunfara. Los Castores subestimaron al Hombre y les salió caro. No entendieron que, al igual que ellos, también el Hombre había sido provisto del don de la Maldad, aunque en un grado más puro y refinado. Y como si eso fuera poco, le dieron ventaja. En tiempos de la Glaciación, cuando el extermino fue casi absoluto, la Ayuda Extraordinaria lo hizo subsistir, permitiendo que su contextura frágil continuara a pesar de todo. Eso debería, al menos, haberles generado a los Castores cierta sospecha. Pero no. Ni cuenta se dieron de que un ser lampiño, sin garras ni colmillos, mal podía, por sí solo, sobrevivir. Poco a poco, los Castores vieron con horror cómo el Hombre iba diezmando sin piedad, sin necesidad, de puro gusto casi, hasta que todos, animales, plantas, todos, empezaron a volverse más pequeños, a esconderse y a persistir. Pero los Castores no. Fueron astutos y supieron quedarse al margen, para pasar desapercibidos.
Es difícil entenderlo en retrospectiva; pensar cómo habrá sido ese primer período en que Hombres y Castores convivieron, cuando el Castor era aún inmenso y daba miedo. A poco de convivir, los Castores entendieron que, si el Hombre los veía como una amenaza, iba a buscar eliminarlos. Por eso, al  ver el poder ilimitado que el Hombre estaba adquiriendo, los Castores decidieron con cautela cambiar de maniobra: dejaron de atacar y se hicieron más pequeños.
Así estuvieron siglos, practicando solamente su estrategia, sin llamar la atención, preparando el regreso.
           Los siglos, sin embargo, se les hacían eternos —a pesar de durar cien años, como lo habían hecho siempre—. Veían al Hombre cada vez más fortalecido, a costas de todo el resto y, sintiéndose estafados, empezaron, sí, a sospechar. Entonces exigieron una explicación. Exigieron primeramente que se les hiciera saber por qué se había asignado a otra especie, más lenta y fofa, como era el Hombre, el territorio que hacía millones de años les habían prometido a ellos. Dijeron dudar incluso de que haber cambiado su Estrella por la promesa de un planeta propio hubiera sido buena idea. Fueron tiempos de reclamo sindical, paros y movilizaciones en el mundo de los Castores. Durante siglos, los Castores talaron a reglamento, sólo los árboles necesarios para que la evolución y Darwin, lacayo preferido del Diablo, no les achicaran los dientes. Vivían tranquilos acolchados en sus madrigueras, y parecían incluso acoplados a la mismísima Creación que habían venido a eliminar. Al punto que el Demonio temió también él por su Plan, y la necesidad de negociar se le hizo inminente.
         Satán no podía permitirse volver a perder la Tierra. Añoraba aquellos tiempos en que todo era lava y caos, antes de cometer la estupidez de apostar por Planetas, para finalmente perderlos todos a manos de la Luz.  Fue así que buscó acercarse, intentando más bien un tono tibio, que al menos apaciguara el enojo de los Rebeldes. Trató de convencer a los Castores de que sólo había querido animarlos; de que sin competencia no hay incentivo; de que no podían en serio considerar amenazante la presencia del Hombre. Hasta ahí los Castores lo escuchaban. Aunque dudando un poco, lo escuchaban. Pero qué torpeza los dictadores cuando la soberbia los puede y olvidan que el único método para controlar a un imbécil es la Demagogia. Y en su discurso ensalzado, erotizado consigo mismo, el Diablo se olvidó de seguir repitiendo a los Castores cada dos o tres frases que eran ellos lo más grande del Universo, y en cambio empezó a quejarse. Les dijo el muy zapato que llevaban en la Tierra millones de años y que aún no habían sido capaces de conquistarla; que no les iba a venir mal una sacudida, y que a ver si se despertaban.
Para qué. Los Castores se pusieron como locos. Llamaron a un paro de tala por tiempo indeterminado y exigieron al Diablo la firma de un Convenio de Programación de la Toma del Planeta, donde querían hacerlo comprometerse por escrito a entregar la Tierra a los Castores cuando la destrucción de ecosistemas hubiera finalizado. El Diablo un poco se asustó, y no sólo eso sino que hasta se sintió un boludo por haber sido presa de sus pasiones. Todo el mundo sabe que los líderes no pueden permitirse tamaño error. Avispado de la macana, sintió entonces el temor egoísta de que los Castores se sublevaran, y tener que empezarlo todo de vuelta con otra especie. Eso hubiera podido llevarle varios millones de años más, y no estaba dispuesto a esperar tanto. Pero, además de bajar los humos porque si no se le retobaba la indiada, también un poco le dio ternura, la ingenuidad de estas ratitas de cola larga. ¿De veras pensaban que Él, único poderoso y verdadero Señor, les iba dar el dominio absoluto de algo, aunque fuera de una pequeñísima porción del Universo como era la Tierra? ¿No habían acaso imaginado los Castores que, incluso si algo se les asignaba, ese algo no sería de los Castores sino para los Castores, y que el único dueño en papeles sería el Diablo?  Pero entonces recordó que eran ratas, y que por eso las había elegido. Recompuesto, el Diablo recordó que necesitaba a los Castores. Un verdadero déspota sólo logra su meta cuando cuenta con el apoyo de las masas más numerosas e ignorantes. Y fue así que esperó la ocasión para apaciguar a las fieras.
Era diciembre y los Castores estaban reunidos en Asamblea General, como todos los últimos viernes de cada mes. Para la ocasión, los machos se habían pintado con barro el pelaje de los cachetes y, dado que era reunión de Solsticio, como todos los diciembres, habían convocado al Diablo. Las hembras cuidaban de las crías y los machos entonaban ritmos ancestrales reunidos en ronda y dando pequeños saltitos alrededor de un tronco. Estuvieron así toda la mañana. Promediando el mediodía, un viento cálido empezó a envolver el humedal, de a poco, cada vez más, hasta que los pelos de los Castores empezaron a enredarse. Era un Chinook. El sol rompió la cubierta de nubes, todo se volvió rosa y un susurro copó el aire, cada vez más fuerte, hasta convertirse en sinfonía de silbatos que hizo a los Castores callar y detenerse. Cuando estuvieron prestos, el viento se detuvo y el Diablo se hizo ver. Erguido en dos patas, tomó la forma difusa de un enorme castor rojo con cuernos en la cabeza, el gesto grave, la postura soberbia. Les dirigió una mirada condescendiente e hinchando el pecho, con tono de autoridad, dijo:
            — Los papeles no son necesarios. La Tierra es de los Castores. Siempre tuvieron mi palabra.
        Comenzó la Asamblea. Sentados en ronda, hablando durante horas, el Diablo convenció a los Castores de que traer al Hombre había sido necesario. No sé bien qué excusa dio, pero los Castores quedaron convencidos de la cosa.
            Lo cierto es que, aunque no fuera a confesarlo, el Diablo sí tenía una buena razón para introducir en la Tierra una especie tanto o más destructiva que estos roedores, y era que necesitaría a alguien capaz de eliminar a los Castores una vez que los ecosistemas hubieran desaparecido. Siempre existía la posibilidad de que el roñoso de Darwin y su malparida evolución permitieran a estos alieníjenas mutar y empezar a vivir en una Tierra sin vida. Era una posibilidad remota, pero aun así existía, y Darwin lo amenazaba con eso cada vez que discutían por cuestiones de lo más domésticas. Igual lo necesitaba: le había llevado milenios dar con un ser tan espurio y rebuscado, que además estuviera dispuesto a trabajar para él con tal de ser nombrado en la historia “Padre de la Evolución”. Cómo puede la fama cegar al alma frágil. A cambio de un simple reconocimiento en la memoria general de un pequeño planeta, Satán consiguió que Charles se sumiera a las huestes de su Plan, junto con los otros. Por supuesto que a los Castores no les dijo esto, sino que les inventó alguna pavada que los otros, por ratas, creyeron.
           Para reencausarlos en el camino del Mal, y ya establecida de un modo permanente la existencia de los Hombres en la Tierra, el Diablo propuso a los Castores una ventaja estratégica sobre ellos, a la que no pudieron resistirse: mudar un grupo que comenzara a trabajar desde el Sur del Planeta.
        Si esto se cumplía, el trabajo de los Castores se vería reducido a la mitad ya que, atacando el territorio desde dos frentes simultáneos, sería mucho más fácil destruirlo. Les dijo que él personalmente se encargaría de arreglar el traslado con unos contactos personales, y que comenzarían a trabajar en el punto más austral del Planeta: La Tierra del Fuego.
            Los Castores escuchaban como escuchan las masas, es decir: con suerte, la mitad de los presentes entendía la mitad de lo que estaba escuchando. El más viejo del grupo, un roedor gordo de pelo grueso y blanco, con los dientes ya gastados de tanto roer, se alzó en dos patas, carraspeó para aclararse la garganta, y habló por el grupo:
            — Pero, ¿y los Hombres? ¿no van a tratar de eliminarnos?
            — De los hombres me ocupo yo — dijo Satán.  
           El líder de los Roedores iba a decirle que con eso no era suficiente, que necesitaba alguna garantía, algo más que su palabra; que ya habían estado en esa situación y los habían traicionado sin explicaciones. Todo eso iba a decir el líder de los Castores. Pero en cuanto juntó aire, ni llegó a abrir la boca que, junto a su pie derecho, vio una rama redonda, cortita y jugosa a la que no pudo resistirse. La tentación fue tan grande que, antes de emitir palabra siquiera, cayó sobre sus propias pompis, tomó la ramita y empezó a roer. Viendo al jeque reposar, los demás se relajaron, suponiendo que sus intereses estaban protegidos y no había nada que temer.
          Entonces el Diablo, satisfecho de su gestión, volvió a convertirse en viento cálido para desparecer entre las rocas.
         Aunque no viene al caso, algo parecido ocurrió entre el Diablo y los Hombres, que luego de una reunión similar terminaron creyendo que el mundo les pertenece.
          A los Castores les han mentido. Ni más ni menos que a los Hombres. Temo el día en que la batalla final llegue; en que los últimos roedores, nuevamente feroces y gigantescos, se enfrenten a hombres ya del todo salvajes, cruciales y desbordados. Será una batalla a todo o nada, buscando cada grupo acabar por completo con el otro, para poder hacerse entonces del Planeta. Claro que no será un Planeta amable, verde y rebosante, como hoy lo conocemos. Será un mundo cubierto de agua, no habrá vida vegetal y no quedarán animales. Entre el Hombre y los Castores se habrán ocupado de destruir toda especie viviente. Y ya no importará quien gane, los Castores o los Hombres. Quien sea, el Diablo habrá conquistado.
         Sé que el destino de los Castores es extinguirse. Sé que el mismo espera a los Hombres. Ignoro aún, sin embargo, qué estará buscando el Diablo.
Griselda Perrotta