martes, 2 de agosto de 2016

El impostor

Tener un hermano es grave. Pero compartir el vientre es aberrante. “¡Es un error!”, gritaba cuando vi que el idiota empezaba a separarse. Debíamos estar en el día cinco. “¡Es un error!”, más fuerte, pero nadie escuchaba. Miré alrededor y era tarde: estábamos implantados.
Para la primera ecografía el impostor ya tenía su propia bolsa, formada, enterita. Y más: tenía un corazón suyo, que le latía y todo. Me indigné. Estaba preocupado pero no tanto. Sabía que, en cuanto lo viera en la pantalla, mamá iba a darse cuenta de la estafa; ella se iba a dar cuenta de que su hijo era yo. ¿Acaso las madres no saben todo? Pero no. La muy traidora se puso feliz. ¡Feliz! De que me estuvieran usurpando el útero, ¡mi útero! Quise avisarle, grité más fuerte, pero no escuchaba. ¿Dicen que madre e hijo se comunican? Pavadas. Yo hablaba y ella, como una idiota, se acariciaba la panza todo el día, y encima hablaba en plural, como si los dos fuéramos hijos. Le empecé a dar acidez, para que aprenda. La reventé como por tres meses. El imbécil ya tenía dos huecos que parecían ojos pero todavía no los abría. No se animaba, calculo. Sabía que todavía yo no llegaba, pero en algún momento sí, ya iba a ver, cuando tuviera brazos, cuando tuviera piernas. Le iba a reventar la bolsa a patadas. Pedí hablar con alguien pero ni respondieron. Tenía poco tiempo: había que deshacerse del farsante antes del parto. Después iba a ser más difícil. Trataba de sacar todo lo que podía del cordón y que a él le quedara poco, pero nada. Noté que además de bolsa tenía su propio cordón. Las había pensado todas.
Ahí sí empecé a asustarme. Como fuera, me iba a defender. Ya pasaban cuatro meses. Yo tenía las piernas fuertes. Empecé a patearlo al tramposo, con furia. Quería romperle la bolsa y después, con los brazos, que ya tenía, iba a partirle la cara. Pero no pasaba nada. Yo pateaba y él seguía, ahí, comiendo, fresco. Y mamá, mamá peor, cuando yo pateaba ¡se ponía contenta! Y decía “¡mirá, mirá, se están moviendo!” Y entonces otra gente, extraños que yo no conocía, le ponían las manos en la panza, y yo sentía esas manos, que a veces estaban frías y me desconcentraban. Yo no me estaba moviendo. Estaba tratando de matar al infiltrado antes de que fuera tarde.
Y ahí, recién ahí, me di cuenta de lo peor: no íbamos a entrar los dos. Me asusté mucho. Alguno tenía que morir. Tenía que asegurarme que fuera él. Seguía pateando con fuerza pero no podía alcanzarlo. Bastardo. En un momento el roñoso me empezó a mostrar el pito. Yo me sentía muy solo. Cada vez que mamá iba al médico, o a controlarse, todo era algarabía, todo era dicha. Nadie se daba cuenta de lo grave que estaba pasando adentro. Cuando a mamá le pasaban el gel frío por la panza yo ya empezaba a mover los brazos, para que cuando me vieran se dieran cuenta de que tenía algo importante para decir. Pero cuando aparecía en la pantalla agitándome desesperado, escuchaba a los idiotas decir “¡Ay qué lindo! ¡Está saludando!” Saludando. Estaba pidiendo auxilio. Desesperado, pidiendo auxilio.  
Y en un momento, como a los seis, el traidor abrió los ojos y me miró raro, con odio. Noté que no me tenía miedo. Se estaba burlando. Él sabía, y yo sabía, los dos sabíamos, pero sobre todo él sabía, que el único hijo de mamá era yo, y que él era un ocupante. Desde ese día me clavaba la mirada todo el tiempo, para controlarme, se ve. Ya estábamos tan gigantes que no había más lugar. Y no lo decía yo. Lo decía el médico. Los dos escuchamos cuando le dijo a mamá “no hay lugar para los dos”. ¡Pero si yo sabía! ¡Lo sabía de hacía un montón! Y no quería ni pensar, si había podido escabullirse hasta la panza, lo que este nosferatu nos iba a hacer si salía. No podía permitirlo. ¿Qué hacer? Estaba abrumado. Un
esperpento como éste era capaz de matarnos.
El médico dijo que no había lugar y mamá se preocupó. Le preguntó qué podía pasar, y ahí paré la oreja, porque capaz daba alguna idea. Y me la dio. Le dijo varias cosas que podían pasar, yo escuchaba y no podía intervenir. Hasta que dijo que “en caso de existir una presión desigual del cuerpo del feto en la membrana, ésta puede romperse en forma prematura y causar riesgo”. Mamá pidió que le explicara más y ahí entendí: si se abría alguna de las bolsas cuando estábamos en la panza, el habitante podía morir. Tenía que ser él.  
También dijo que, si para la siguiente ecografía empeoraba, iban a programar una cesárea antes de la fecha estimada. No entendí mucho, pero tampoco podía arriesgarme a que naciéramos los dos vivos.
Puse todo en destruirlo. Lo empujé, mirando fijo, constante, para que recibiera. Al principio el impostor me enfrentaba, pero de a poco empezó a ceder, porque yo empujaba con todo y a él se tenía que apachurrar, así, cada vez más. Tenía que lograrlo antes de la siguiente ecografía.
Y un día pasó. Vi cómo su bolsa se empezaba a rasgar, como un papel. No, como un papel no. Como una tela. No, no. Como un churrasco. Eso, como un churrasco. Él entendió enseguida lo que le estaba pasando. A mamá le llevó más; recién cuando sintió el líquido chorreándole entre las piernas. Fuimos los tres al hospital y pasó algo que no esperaba: le abrieron la panza con un cuchillo y nos sacaron a los dos. Fue todo rápido. Yo todavía no estaba listo, el imbécil tampoco. Yo lloraba, gritaba, quería avisarles que me dejaran, que afuera íbamos a morir, pero no me hicieron caso.
Nos separaron de mamá y nos metieron en dos cajas transparentes, con una luz fuerte, nos llenaron de cables, con ropa y pañales. Hacía frío, todo era blanco y de metal. Mamá venía, se sentaba y lloraba. Yo también lloraba porque no quería verla triste. Pero el bastardo ni se movía, y cada tanto venían corriendo y empezaban a cambiar sus cables; se ve que lo controlaban de cerca, por peligroso. Hasta que un día se escuchó un ruido finito, seguido, vinieron todos corriendo y lo estuvieron revisando, después le sacaron todo, lo envolvieron y lo llevaron, desenchufaron su lado, le sacaron la cajita y le apagaron la luz. Ese día mamá estuvo todo el tiempo al lado mío, llorando fuerte. Yo estaba contento porque por fin se habían dado cuenta que el otro era un infiltrado. Quería salir. Tenía que consolarla. Al principio no entendía por qué ella estaba tan triste, pero un día mientras lloraba gritó algo así como “¡muerto por quééééééééé!”, así largo dijo, ééééééééééé, y entendí que al irritante no se lo habían llevado. Había muerto. Ahí me sentí mejor. Pero mamá seguía triste, se ve que la había engañado y ella también creyó que era el hijo.
Me puse bien para ayudarla y como a la semana ya me empezaron a sacar. Mamá me agarraba a upa. A los dos meses más o menos vinieron todos, me revisaron, y vi al médico firmar papeles. Después una chica me dio a mamá y vinimos juntos a casa.

En mi habitación además de mi cuna hay otra vacía y muchas cosas repetidas. Yo creo que ella pensaba que el monstruo se iba a salvar y venía a vivir con nosotros. Por suerte de esa zafé.
Mamá siempre estuvo triste, ella es triste. Fueron dos años y sigue triste. Pero nada más cuando hay otra gente. Cuando estamos solos no.
Me gustaría que mamá no hiciera esas cosas raras, como comprar dos juguetes, o usar tres platos en la mesa aunque sólo seamos dos, ella y yo.
Para que siga contenta yo en casa hago como que lo veo en la cuna, acostado, y le hablo, o en la cena cuando ella se da vuelta a buscar algo me como rápido lo del plato que sería para el farsante, cosas así. Cuando estamos solos ella dice “ustedes, ustedes”, como si la bestia compartiera y nos atendiera a los dos. Pero lo hace si no hay nadie. En el jardín, el supermercado, en el doctor, con gente del trabajo, con las amigas o los abuelos nunca pero nunca le habla al fantasma. Solamente se pone rara y la ven triste, y todos comentan que mamá es triste porque el otro se murió días después de nacer.
¿Y yo? ¿No alcanzo yo, que estoy vivo, que soy el hijo? ¿Para qué quería a ese impostor?  Igual algo le habrá hecho en la cabeza a mamá, se ve que tenía poderes, porque sigue convencida de que el monstruo vive acá. Y cuando estamos solos por eso es que está contenta. Sí, ya sé, que yo la ayudo, comiéndole la comida, desarmando su cuna, dejando juguetes en lados raros, como el mueble de las escobas o la mesita de luz, para que ella los encuentre. Pero no me animo a decirle. Tengo miedo de que mamá empiece a ser triste también en casa. Voy a seguir así, haciendo mis cosas y las cosas del monstruo, para que mamá no se entere de que se fue para siempre. Total soy fuerte y puedo.
Griselda Perrotta