sábado, 28 de abril de 2018

El Desdén

De chico me gustaba llegar primero a todas partes. Si era antes de la hora, mejor, y me sentaba aparte a mirar cómo terminaban de prepararse los lugares, las personas y las cosas.
Ya a los seis, mamá me mandaba solo a todos lados. Decía que acá no pasaba nada. Pero eso era mentira, en todas partes pasan cosas. Más en un balneario, sobre todo en invierno —aunque, en realidad, El Desdén no es un balneario—. No sé a quién se lo decía. A mí me lo decía. Y cuando me pedía algo que era un descuido (eso lo entiendo ahora), cerraba con: “total acá no pasa nada”. Yo no sé si mamá sabía del Moka. No debía saber, porque cuando el Moka te agarraba, te decía muchas cosas, cosas feas, pero la más fea era que, si contabas, iba a aparecerse en tu casa para matarlos a todos. Por eso lo del Moka era un secreto, nuestro, entre los chicos. No hablábamos de él. Pero si estábamos por los acantilados o en la playa, y el Moka pasaba caminando, por ejemplo, todos nos quedábamos duros, nenas y varones, hasta que terminaba de pasar, y después algunos se ponían a llorar solos o se iban corriendo. Y a veces no es que el Moka nos mirara, ni nada. Otras veces sí. Pero no hacía falta.
El Moka era sobrino de Leonor, la del fondo. Había venido a vivir con ella a El Desdén, nadie sabía por qué. Bastante más grande que nosotros. No sé bien cuánto, pero cuando los de la Comunión del noventa teníamos siete, que es cuando empezamos el curso de la parroquia en Cangrejos, él ya manejaba la camioneta de Garmendia, con papeles. Lo sé porque una vez la Policía lo vino a buscar y, cuando le pidió documentos, él dijo que tenía nada más el registro. Estaba Morales, de Los Cangrejos, y también otros dos que eran de la Capital, lo sé porque Morales se lo dijo al Moka. Ese día se lo llevaron. Era otoño y ya hacía frío.
Cada uno trató de averiguar por su cuenta. No nos importaba por qué se lo habían llevado; queríamos saber si volvía. Fuimos juntados los datos, y al final supusimos que el Moka le había hecho algo malo a una “puki”, como les decimos acá a los que vienen por el día en verano. Parece que cuando volvieron a la Ciudad la chica contó, y al Moka lo denunciaron.
Cuando saltó en el balneario los grandes lo defendían. Lo que es yo, que los adultos lo defendieran al Moka no me afectaba. Lo que no podía soportar era que lo defendiera mi madre. Es verdad, yo nunca había contado, ni a ella ni a nadie. Pero igual. Ahora que puedo, me pregunto qué estaban pensando para decir que una nena de once años era “una puta como todas las de ciudad”, que el Moka era “un chico decente”, que “seguro ella estaba inventando todo, putita”, y que “si no, merecido lo tenía, por puta, con esa malla tan chica, culpa de la madre”. Todo eso decían. Yo había llegado temprano a la Peña y los escuchaba de adentro el placard, en la casa de Garmendia, que hasta hoy, y a su edad, es quien manda en El Desdén.
Cuando los escuché, me pasó de golpe imaginarme a la nena y al Moka, y al Moka haciéndole cosas. Yo me acordaba de esa nena: rulos negros hasta los hombros, ojos azules, boca chiquita rosa oscuro, casi roja, y la piel blanca, como lustrosa. Casi no venían turistas. Iban todos a Los Cangrejos. Pero con el tiempo ahí se fue llenando, y algunos empezaron a venir para acá porque decían que era tranquilo. Los de ciudad confunden estancado con tranquilo. Estancado no es tranquilo. Estancado es agua sucia, peces muertos, moscas volando, gusanos, peste. Eso es estancado. Eso es El Desdén. No hay escuela, médico, iglesia, intendente ni policía. Para esas cosas hay que irse hasta Los Cangrejos, que queda a diez kilómetros. La nuestra fue la primera camada en hacer la primaria y tomar la Comunión. Todo eso lo armó Garmendia. Eso, y el transporte. Garmendia y Leonor se entendían. Sospecho que capaz él sabía por qué el Moka se había mudado a El Desdén.
A poco de llegar, nuestros padres, Leonor y Garmendia decidieron que en la semana el Moka nos llevaba a Los Cangrejos hasta la escuela, y los sábados al curso de Comunión, los que los padres querían. Viajábamos en silencio, el Moka adelante, los chicos atrás. Por momentos se daba vuelta y reía como un demente. No nos dejaba llorar. Si alguno lloraba, tenía un palo largo con un cortaplumas atado y amenazaba desde adelante. Nunca nos tocaba con el filo, pero igual pueden pasar cosas. Aunque en el fondo no quisiera lastimarnos con ese palo, igual pueden pasar cosas. Así Rosario perdió un ojo: mientras el Moka estaba torcido, con el palo estirado, se cruzó un perro y chocamos. El perro murió, el Moka soltó el volante, la camioneta impactó en un tronco y Rosario perdió el ojo. Ahí sí todos lloramos, hasta el Moka, que salió del auto y se sentó en una roca. Después se fijó si la camioneta arrancaba y agarró cosas del baúl. Hizo una fogata, quemó el palo y apagó todo con el agua de tomar, la del bidón. Cuando eso estuvo, con el codo rompió los vidrios de la camioneta, que cayeron todos sobre el suelo y los asientos, y nos dijo que nos sentáramos encima. Todos llorábamos. Subió a la camioneta el cuerpo del perro y seguimos.
Cuando llegamos a Los Cangrejos manejaba como loco, directo hasta la Salita. Salió corriendo, haciéndose el que lloraba, y lo escuchamos contar que un perro se le había atravesado, que perdió el control, que le parecía que algunos estábamos lastimados, pedía ayuda, pedía perdón, se arrodillaba en el piso. Los chicos sabíamos que estaba actuando, porque un rato antes lo habíamos visto llorar en serio y, cuando el Moka lloraba en serio, no era así. Cuando lloraba en serio se tiraba de los pelos para arriba con las dos manos, chillaba fuerte y le colgaban mocos. Mentía. Lo comprobamos cuando abrió la puerta, antes que la gente llegara para ayudarnos, y nos puso la misma mirada de siempre, sucia, retorcida, y le agregó media sonrisa. Ni falta hizo que lo diga: nadie podía contar.
Yo no me había lastimado. Mientras esperaba que revisaran a los demás, entré a la escuela para hacer tiempo. Paseando, terminé parado delante del mueble de piso a techo que era la biblioteca. Yo nunca la había visto, los de El Desdén no teníamos acceso a todo. En la semana era directo al aula y después vuelta a la camioneta. Era la primera vez que veía tantos libros. Los colores, una dimensión nueva, como un mundo dentro del mundo en el que se existe. Y el olor me lo confirmaba: eso que estaba viendo era de otro lugar. Jacinta, que trabajaba, que sigue trabajando ahí, se me puso al lado, me apoyó una mano en el hombro y se estiró para arañar, con la otra, un libro rojo, chiquito. No recuerdo cuál era, pero ese día empecé a leer. Escondía los libros como se esconde la llave del botiquín en un lugar pobre. Leía de noche, en general, pero también de día si estaba solo. Me los llevaba a casa entre la ropa, de a dos a veces, y Jacinta me buscaba ella para hacer el recambio.
A partir del accidente el Moka fue un héroe en El Desdén. Nunca entendí cómo. Ya no sólo era llevarnos, ahora también se le pedía opinión sobre cuestiones nuestras, como horarios, comidas, gustos. Los padres nuestros decían que el Moka era quien más nos conocía. Hasta que la Policía se lo llevó.
La tarde de ese día que al Moka se lo llevaron fue como un duelo ahí, entre los grandes. Ni eso. Ni eso. Porque cuando en El Desdén uno moría, lo único que se hacía era llevarlo a Cangrejos y todo, la misa, el llanto, el entierro, era en Cangrejos. Y lo más importante: el muerto quedaba allá. Lo mismo con los enfermos. Cuando fue lo del Moka, en cambio, no. Corrieron todos donde Leonor para decirle que contaba con ellos. Mientras tanto, estábamos sorprendidos. Del apoyo y de que nadie, ni uno solo de los grandes, preguntara a nosotros por el Moka. Ya luego, no había reunión donde el asunto no fuera tema central. A mí me molestaba mucho. Más que a los otros. Quería contar lo que había pasado, pero me decían que estaba loco, que el Moka podía volver, que lo dejara así. Yo pensaba diferente. No me importaba. Creía que si mi madre, si todas las madres, los padres no sé, pero las madres, se enteraban del Moka, iban a abrazarnos fuerte y pedirnos perdón ellas, y entonces ya no íbamos a tener que callarnos, ni tener sensación de secreto cuando alguien lo nombraba al Moka. Eso pensaba. Hasta el día de lo de Garmendia, en la Peña, que estaba escondido y los grandes decían, tan frescos, que la nena era una “putita” y que, como fuera, lo merecía.
Fue como verlos, y se me cruzó lo primero: que la nena era como yo, aunque fuera puki, ella y yo éramos lo mismo. Entonces pensé lo segundo: que yo también sería una putita y que también me lo merecía. Pero fue menos de un segundo. Enseguida me entró una furia desde la panza y la amenaza del Moka me importó tres carajos; y casi salgo desde el placard de Garmendia, contándoles lo del Moka, lo que nos hacía, y de la amenaza. Pero no lo hice. Entre el murmullo pude distinguir clara la voz de mi madre diciendo, por encima de las otras: “es IMposible que el Moka haya hecho una cosa así; y si lo hizo, vaya a saber cómo fue; es IMposible; IMposible. Yo estoy segura que el Moka ya va a volver, y va a seguir ocupándose de los chicos como siempre. No sabemos lo que pasó con esa puki; y tampoco es cosa nuestra”. Pero sí era cosa suya. Si había pasado, era cosa de todos en El Desdén. Ahora que soy padre, me pregunto cómo es posible que no quisieran saber. Me acomodé en el placard hasta el final de la Peña. Nadie se dio cuenta de que faltaba.
Como ya no estaba el Moka, Leonor, ella, a pedido de Garmendia, se ocupó de llevarnos a Los Cangrejos.
Ya más tranquilo cuando el Moka no estaba, haciendo el curso del cura, llegó la primera Confesión. Tanto se había dicho del secreto, los ojos de dios y la mentira, que a mí me parecía que lo del Moka era algo importante que en ese momento tenía que contar. Tal vez fue lo solemne, la intimidad del confesionario, tal vez el tono discreto. Tal vez. Era el último de la fila, no por algo en particular; sólo me había puesto al final.
Habían terminado todos y esperaban en el patio jugando a las escondidas. Se escuchaban, desde adentro, los pies corriendo golpear contra el suelo, las risas mezcladas, las voces. Arrodillado en el escalón, con las manos entrecruzadas, conté al cura, con detalles, cada atrocidad del Moka. En un mismo pulso y sin llorar. Del cura no esperaba palabras. Solo quería contarlo. Escuchó mi historia en silencio, sin sorprenderse, como el relato de una guerra lejana en la que se anuncian los muertos, sin ser capaz de imaginar, de imaginar realmente, los cadáveres apilados, las viudas, los huérfanos, los moscas sobre los cuerpos, las casas destruidas, los animales sueltos. Sin ser capaz de ver, en definitiva, la muerte que se relata. Cuando terminé estaba aliviado, hasta libre, pero entonces el cura torció la cabeza y, sin correr la ventanita, sin mirarme, dijo: “Eduardo, hay que perdonar. Diez padrenuestros y veinte avemarías.” Esa tarde le dije a mi mamá que no quería tomar la Comunión. Fui la vergüenza de ella, de El Desdén y de toda mi generación.
Un tiempo después terminamos la primaria. Ninguno siguió estudiando porque para eso había que mudarse a Pampas, y nosotros teníamos que trabajar. Trabajar en la pesquera, que era, y sigue siendo, lo único en El Desdén. De no ser por la pesquera, El Desdén no existiría.
De grande me casé con Rosario. Nos besamos una tarde y seguimos hasta hoy. Yo trabajo en la pesquera y ella cuida a nuestro hijo, que todavía es bebé. Desde que estamos juntos nunca, ni una sola vez, nombramos al Moka. 
Griselda Perrotta