Beto de chico podía predecir cosas inútiles, y
durante un tiempo se creyó mentalista. Una vez dijo que iba a acabarse la
mayonesa en pleno armado de los tomates rellenos para la cena de Navidad, y sí.
Ya en la escuela, un día al primer recreo adelantó la crisis de las tizas para
el segundo piso del edificio, y al rato fue de locos ver niños por los pasillos,
pidiendo de aula en aula trocitos de las usadas. Con las mujeres fue igual.
Supo que Elvira se haría tetuda a poco de empezar la secundaria. Se ponía pesado avisando; tan pesado, que la
gente lo ignoraba. Y después, cuando lo que Beto había dicho pasaba, no se
sorprendían tanto como él hubiera querido, ni de la cosa, ni de sus facultades.
Aunque estoy siendo injusta. Lo inútil no eran las cosas que Beto predecía sino
la predicción en sí misma. Por un lado, porque las víctimas o beneficiarios (su
madre el 24 a la tarde, las maestras en la escuela, o la propia Elvira al ver
sus tetas) iban a darse cuenta más o menos enseguida de lo que él predecía. Por
el otro, porque las cosas que predecía eran obvias, o pequeñas; o tenían
solución rápida; o no tenían vuelta atrás, que es lo mismo. Pero había otro
motivo por el que a la gente no le divertía la cuestión, y es que a nadie la
gusta tener cerca un sabiondo. Un smartass,
como decía Miss Claudia, su profesora de inglés. Clodia, quería que le dijeran. Era de Lanús, pero quería que le
dijeran Clodia.
La carrera de mentalista de Beto terminó pronto,
al entender que, si realmente tenía poderes, hubiera podido predecir que ese
viernes a la tarde cuando, como todas las tardes, entró a fumar al baño del de
Maestranza, Clodia lo iba a estar esperando con la blusa abierta y le iba a
decir: “Mirá nene, las mías son más grandes que las de Elvira”.
Griselda Perrotta