Augusto apaga la luz y son las cinco. En un
rato va a sonar la chicharra y los chicos saldrán al recreo. Los separan doce
pisos, pero intentar dormir siesta en el cuarto es como tirarse atravesado en
el patio de la escuela. No sé qué pasa con el ruido, será que sube. No sé. Pero
si se descuida y sueña, Augusto termina siempre sentado en pupitres bajos,
tomando del bebedero o en la oficina del Director. Por eso, cuando está en su
casa, si ella se duerme como a esta hora, él prefiere armarse un cigarro e irse
al balcón, para encontrar ese punto frágil en que la marihuana se entremezcla
con la risa de los niños. Cierra los ojos y escucha, y fuma, y escucha, y sin
buscarlo sonríe, como si fuera un niño más, entre las nubes verdes. Podría
estar así horas, pero el recreo es corto y el cigarrillo también. Entonces
Augusto vuelve, como desde otro lugar; se estira, humedece los restos en la
canilla de afuera y lo entierra en la maceta. A Mathilda no le gusta que fume
en su casa, mucho menos en el balcón, que cualquiera puede verlo, u oler, dice.
Y enterarse de que, a propósito, elige la hora del recreo, sería imperdonable.
Augusto vuelve a entrar y desliza el panel
móvil para cerrar el balcón, se lava los dientes y echa desodorante. Se siente
algo solo y también compasivo. Va a la cocina, abre la heladera y se agacha
para alcanzar los cajones bajos, toma una hoja crujiente, verde chillón,
insurrecto, fosforescente, casi. La muerde. Es crocante. Se acerca a la caja de
la tortuga y la ubica junto a la tapa que hace de vaso. Piensa que la hoja es
lo más delicioso que probó en todo el día y se siente dadivoso al entregarla
completa. Mira a la tortuga. Sabe salir de la caja pero no lo hace. No está
hibernando, no es tiempo. No sale de vaga. Catalina es una tortuga vaga.
Augusto se inclina junto a la caja y ordena el papel de diario que usa de
alfombra. Se ve que Mathilda estuvo limpiando, porque la caja de Catalina
brilla. No hay manchones amarillos ni pedacitos de caca, restos de lechuga
vieja ni cáscaras de manzana. Parece que la tortuga recién se hubiera mudado.
Piensa que ojalá pudiera ser él, la tortuga de Mathilda. Que Mathilda lo
alimentara, que le limpiara sus cosas y dormir donde ella diga. Si es en cajita
no importa. Se imagina agazapado, en un rincón de la caja (tendría que ser caja
grande), mirando contra el rincón y encendiéndose un cigarro, y a Mathilda
retándolo en francés (porque, cuando se enoja, Mathilda habla en francés).
Sería muy difícil esconderse de Mathilda si viviera en una caja. De pronto, ser
Catalina no parece buena idea.
Algo de este pensamiento la tortuga habrá
advertido porque, en cuanto Augusto lo expande, Catalina ajusta las garras
achicharrando el papel, se incorpora, sale amenazante del caparazón duro,
añoso, baqueteado, y empieza a caminar hacia Augusto mirándolo fijo. Es obvio:
busca pelea. Augusto adivina sus intenciones y se aleja. La tortuga está
satisfecha. Ella sabe que Mathilda nunca va a abandonarla y sabe también que,
por definición, las tortugas son eternas. No hay razón para apurarse. Sólo debe
estar atenta y ahuyentar a los extraños que, como Augusto, Mathilda trae todo
el tiempo. Catalina es perceptiva: todos esos extraños creen que son
especiales. Algunos la tratan bien, la mayoría la ignora. Catalina no se
inmuta. Sabe que Mathilda sólo la quiere a ella. La conoce desde siempre y
nunca va a abandonarla.
Perpetua como los dioses, camina hacia la
delicia que Augusto le regaló; avanza una pata, la opuesta en diagonal, luego
igual pero invertidas. En el camino se encuentra con la tapita y se agacha a
beber, como un puma junto al arroyo, para saciar su garganta. Se incorpora
elegante y retoma el paso. Huele. Ya casi puede sentir en sus dientes el
craquetear jugoso de la lechuga y el gusto amargo entre las mejillas.
Augusto la respeta. Sabe que está
con Mathilda desde siempre y que es lo único que conserva. La Mathilda niña se
la guardó entre su ropa cuando, con su familia, abandonaron Cayena.
Sus padres nunca pudieron contar la
historia a Mathilda. Tenía entonces cuatro años y todo lo supo fue en primera
persona: quedar sola en la selva durante muchos días (fueron solo tres, pero
era una niña), hasta que los contactos de su padre pudieron rescatarla. Eso sí
llegó a arreglarlo, nada más. Sólo Mathilda pudo salvarse. Recuerda poco del
día en que la encontraron, recuerda, sí, que la encontraron llorando; y cuando
la convencieron de abrir las manos, de tanto apretarlo, el caparazón de
Catalina se le había clavado en las palmas, dejándole las marcas que hasta hoy
conserva. No quería soltar su tortuga, es entendible: era lo único que tenía.
Se la declaró “refugiada”, y así
tuvo un devenir calmo. A los diecinueve quiso hacerse artista, pero nunca tuvo
la vocación ni el ahínco. Terminó dando clases de dibujo en una escuela
primaria, un par de horas a la semana. Allí lo conoció a Augusto, de
maestranza. Tardó en contarle su historia. Nunca lo hace con los hombres, pero
Augusto insistió tanto que terminó por hacerlo. Ella habla poco, casi nada,
porque aunque sepa que Guayana es lejos y que, con sus padres muertos, la
Represión la ha olvidado, si está dormida, cuando llueve fuerte o si está
haciendo frío, despierta sobresaltada murmurando algo en francés. Murmura,
solamente, y luego vuelve a dormirse,
pero son sus ojos perdidos, azules, disonantes, que emergen hacia la nada de
esa piel oscura, brillosa. Los ojos perdidos son, lo que a Augusto hace saber
que Mathilda sigue allí, en la selva, sola, tres días, aferrada a su tortuga.
Aunque ella se muestre fuerte, él la
encuentra vulnerable porque sabe de esas cosas. De cosas como esa, de
perturbarse en sueños. O de que tiene un frasquito escondido en la heladera,
adentro de un bowl naranja, en el fondo, donde guarda cartas a sus papás
escritas con letra de nena, diciendo que los extraña y preguntándoles cuándo vuelven.
Lo encontró de casualidad, un día, buscando algo para comer. Otra cosa que hace
Mathilda es menospreciarlo delante de la tortuga. Pero solo delante suyo. El
resto del tiempo lo trata bien. Cosas raras que él le tolera.
Augusto empezó a adaptarse a todo
este mundo extraño que implica estar con Mathilda.
Son las siete de la tarde. A las
ocho entra al trabajo y tiene que salir ya. No quisiera despertarla. Mathilda
duerme de lado. La curva de la cintura es aguda, filosa, remarcada por la luz
que atraviesa el vidrio. Está desnuda y es hermosa. No quiere despertarla pero
debe hacerlo: Mathilda traba la puerta con llave y le hace cerrar los ojos para
que no vea dónde la esconde, cada vez que la visita. Algunas manías, como esta,
le hacen pensar que Mathilda está loca.
Pero es tan hermosa que a quién le importa.
Augusto se sienta al costado de la
cama y empieza a acariciarle el muslo mientras le besa el cuello. Mathilda se
vuelve y queda enfrentada, dice algo hacia adentro y logra entreabrir los ojos.
—Tengo que irme —se disculpa
Augusto, sonriendo.
—Ah oui. Et Catalina?
—En su caja.
Mathilda se levanta, se despereza y le pide que
cierre los ojos. Augusto escucha un movimiento, algo que se abre, ruido de
papel, como una bolsa, un cierre, y luego sí, las llaves chocando. Abre los
ojos y vuelve a verla. Mathilda es hermosa. Si fuera un poco más temprano
intentaría traerla a la cama, para volver a estar juntos. Pero no hay tiempo.
Además sabe que a Mathilda no le gusta que él se quede. Tampoco puede faltar al
trabajo. Ya es tarde.
Desnuda y sin encender las luces, atraviesa el
palier que va a la entrada. Augusto la sigue, sumido en el vaivén de su cuerpo,
en su piel y esos rulos negros, duros, marcados, que le caen hasta la espalda.
Su olor está en todas partes y Augusto levita en eso, en esa atmósfera espesa
que se conforma en Mathilda, ignorando si algún día podrá bajar, o si ella
estará esperando.
Lo despide, “au revoir
mon chéri” y un beso en cada mejilla. Ninguna cita, no queda
encuentro pendiente, ni siquiera una llamada.
Mathilda abre la puerta de entrada y
camina a la cocina con la cabeza gacha, desnuda, pisando a tientas. Augusto
gira el pescuezo para espiar sobre el hombro, no quiere que ella lo vea, sabe
que le molesta que aún no se haya ido, pero igual llega a verla: con la mitad
del cuerpo plateado por la luz de la ventana, Mathilda se inclina al suelo y,
en cuclillas, acaricia a la tortuga, que ha venido hasta su encuentro.
Augusto entiende que sobra.
Manotea del bolsillo, deja los trescientos
pesos en el jarrón como siempre, y al salir cierra la puerta.
Griselda Perrotta