Enero en Buenos Aires es una
verdadera prueba. No hay nada más
concreto que la gota de transpiración rodando por la espalda y el sabor amargo
del primer mate a la mañana.
Paloma se plancha el vestido azul, el único
que tiene. Llegó a Retiro hace una semana con un bolsito, cargando una falda, su
pulóver, dos camisetas, un corpiño, tres bombachas y el vestido azul, las cosas
de higiene y los documentos. El papelito con la dirección lo guardó en el
bolsillo del pantalón que se puso para viajar.
Edith le dio bien con detalle las instrucciones para
tomarse el ciento quince, “el que va para Boedo, no el que va para el río”, le
dijo. Le dijo que se fijara bien, y que en Retiro tuviera cuidado. Mucho
cuidado. Edith sabe de las cosas que pueden pasarle a una chica tan joven que
pasó su vida en la selva cuando llega a Buenos Aires.
Hubiera ido a buscarla, pero
al fin y al cabo Paloma suyo no es nada, y no podía arriesgarse. Trabajar en
Buenos Aires sin papeles será fácil pero te lo cobran. A veces piensa si no sería
mejor limpiar, o cuidar viejos. Terminó
juntándose con los chinos. Los chinos siempre te dan trabajo. No te tratan ni
mal ni bien. Lo único que piden es que trabajes y te vayas, que no molestes. Por
lo menos te pagan siempre, y van a seguir estando. Con lo otro no se sabe.
Edith pasa el día sentada a la
entrada de una tienda de esas que venden de todo: pistolas de agua, maquillaje,
flotadores, termos, ungüentos. Y se llena. Tiene al lado de la banqueta unos
cuadradotes huecos donde hay que dejar las bolsas. Los chinos tienen miedo de
que la gente les robe, dicen que los argentinos son chorros. Edith piensa que tienen
razón, y sueña con que, un día, algún hombre de bigote de esos que vienen de la
provincia, se fije en ella y la haga señora. Hasta ese día seguirá sentada nueve horas en la banqueta, cambiando números por bolsas, comiendo lo que trae el
chino, que no se entiende qué es pero se fue acostumbrando.
Paloma le habló por carta. De
papel. Víctor volvió a buscar gente, y ahí le dio a Paloma el dato de la
pensión. Quién sabe qué habrán hablado. Víctor te ayuda pero al principio. Se
encarga de organizar, juntar, desmaleza, pero no es él, el que hace. Dispone pero
no hace. Si después se logra o no, depende de las personas.
Habrá juntado a escondidas,
Paloma, porque mandó la carta certificada; para que llegue seguro, se ve. Si no
hubiera mandado así, Edith hasta se hubiera hecho la que no recibió nada.
La tuvo en la silla, al lado de
la cama, dos días, hasta que se animó a abrirla. Sabía que iba a ser grave.
Mientras leía, los lagrimones redondos
le corrían el maquillaje, dejando un surco marcado de los ojos al escote. Le
decía que el Coyote estaba cada vez peor, que había empezado a pegarles y
que, además de llevar tipos, amenazaba con venderlas. A las tres. Le rogaba, le
imploraba que mandara para el pasaje hasta el puesto de correo, y que la
ayudara en Buenos Aires, así ella podía ver cómo hacía con las hermanas, que
todavía eran nenas; le decía también que iba a llamar a la pensión el martes 21
a las ocho y cuarto, que Víctor le había dicho que a esa hora la encontraba. Leyendo,
recordó que hay cosas peores que los chinos, que el ruido y que Buenos Aires.
Edith sabía lo de Paloma
porque vivía enfrente. Eran las únicas casas cercanas. Para el resto, lo de
Paloma era un rumor. Pero Edith sabía. Ella veía entrar al padre con tipos,
tarde, que se quedaban a veces veinte minutos, a veces un par de horas. Y cuando
Paloma fue creciendo, el padre, además de los tipos, la hizo meter en la zafra,
donde conoció a Edith, que cuando se podía también, trabajaba en la zafra, como
todos.
Ahí nadie interactuaba; se
cosechaba solo, comías cuando te decían, y después otra vez al camión, y a
casa. Punto. Paloma siempre buscaba sentársele cerca, se dio cuenta enseguida,
y la verdad no hizo nada. Pero bastó que una vez, una sola vez que la tuvo
enfrente, Paloma le clavara la mirada hasta que la obligó a verla, y entonces
Edith supo que Paloma sabía que ella sabía.
Víctor estaba a cargo del
grupo. Tampoco hablaba con nadie, salvo que hubiera problemas. Era como un capataz,
o algo así. Sin embargo, todo cambió cuando en el incendio no hizo nada para
salvar la cosecha, y se puso en cambio a sacar a la gente. Entre esa gente
estaban Edith y Paloma. A Víctor lo echaron. Todos pensaron que era porque no
había salvado la cosecha, pero un tiempito después se empezó a cuchichear que
el fuego lo había empezado él. Nadie quería preguntar. Fuera o no cierto, tenían
que seguir ahí.
Víctor dejó Las Ruinas y
volvió a los dos años, hecho un señor. A los que quisieron, se los llevó a la
tala. Edith y algunos se fueron con él. Paloma no. Al poco tiempo Edith se dio
cuenta que la tala era igual que la zafra y buscó de irse a Buenos Aires. A
Víctor mucho no le gustó pero tampoco hizo lío; no solo eso, sino que le dio
una mano contactándola con los chinos. Es raro, Víctor. Va, viene, lleva, trae,
presenta. Capaz hace lo que puede.
Así juntó a Edith y a Paloma.
Hoy Edith va a presentarle a
los chinos, que es lo único que conoce. Ahora comparten la pieza. Mientras
Paloma se mira en el pedazo de espejo que cuelga de la pared, Edith se acerca
y, acomodándole la vincha que le ata el pelo, le da un matecito tibio.
Griselda Perrotta