Nunca
creí en la telequinesis, por un motivo muy simple: si yo no puedo mover cosas
con la mente, entonces nadie. Porque mi mente es poderosa. Predice el clima y
las catástrofes, por ejemplo. Una vez predije que tres bañistas iban a ahogarse
ni bien rompiera la tormenta. Dos chicos y una chica. Y todavía la playa estaba
vacía. Era temprano. Fue como una visión, no muy lejos de la costa, ahí no más,
un poco más atrás de la primera rompiente, que es la última que se ve desde la
orilla. La playa estaba vacía y había un sol. El típico sol de noviembre, que
todavía no es verano pero casi. Los vi como un par de segundos, entre la cresta
blanca, y al rato los tres flotando, también entre la espuma, pero ahora
muertos, no manoteaban. Me paré rápido en la arena y los vi claro: flotaban.
Entonces corrí a buscar ayuda hasta la choza blanca, que es lo más cerca que
hay del mar. En seguida del primer golpe Ringo abrió, que en esa época ya tenía
canas y vivía solo. Miró para el lado que yo le decía achicando los ojos,
mientras manoteaba de memoria de al lado de la puerta los largavistas que
siempre tenía ahí colgados, en la pared. Desde la choza, que es en el médano,
se ve mar adentro mejor que desde la orilla. Se fijó donde le marqué y dijo que
me lo debía haber imaginado, que no había nada. Y que además no hay bañistas en
noviembre, que hay solo gente de acá, y que la gente de acá sabe que cuando las
olas rompen así no hay que meterse. Miró con desprecio y cerró la puerta.
Volví a la playa y me senté en el suelo,
seguro de que en cualquier momento el mar iba a devolver los cuerpos hasta la
orilla. En esa época pensaba que el mar siempre devuelve todo. Me quedé el
resto de la mañana, pasé el mediodía y me dormí en la arena. Las clases habían
recién terminado, los grandes trabajaban todo el día y yo no tenía nada que
hacer.
Cuando me desperté eran las cuatro.
Lo supe por el sol. Acá nadie usa reloj, se sabe por el sol. Me desperecé un
poco, me sacudí la arena y volví a casa por el camino largo. Pero no podía sacarme
de la cabeza los tres cuerpos flotando, que las olas levantaban como pedazos de
madera, para volver a golpearlos y vuelta abajo, y otra vez al aire, sin tregua.
Como un castigo. Con maldad, casi. Es tremendo el mar, cuando se enoja. Tendría
que estar prohibido nadar del todo, si me preguntan. Hay días que sí, como una
laguna, a penas movida, pero otras… Lo observo desde siempre. Y por más que lo
haya estudiado, y me lo hayan explicado mil veces, por más que tenga enmarcado
un título que dice que soy oceanógrafo; aunque me haya memorizado perfecto cada
lección, cada libro, y hasta tenga diploma de honor, cuanto más investigo, más
termino ignorando cuál es la lógica del Mar. Yo y todos los Hombres. Porque esa
lógica no existe. Ciclos largos, dicen algunos, tan largos que aún no pudimos contabilizarlos
completos, ver un patrón. Yo, que contemplo desde chico, que lo viví en carne
propia y que lo estudié en detalle, sé que el Mar es otra cosa. Que tiene vida
propia, voluntad y gustos. Ama, odia, se enoja, saborea y, a veces, deglute.
Como el día de los tres muertos.
Fue dos meses después de la visión.
Yo estaba en la plaza juntando leña, cuando un rayo rompió el cielo y para mí fue
como un recuerdo, como si la descarga y el trueno hubieran activado algo que me
transportó a la orilla, viendo otra vez los cuerpos volar, en el aire, azotados
por las olas. Corrí a la playa. Era temprano pero era enero, que siempre
alguien llega a la playa, aunque acá no haya mucho más que un bar con una
despensa. No es zona de baño y no hay guardavidas. Es más: en la parte más
despejada, que es donde van los turistas, hay carteles de madera que dicen, a
mano, “PROHIBIDO BAÑARSE. PELIGRO”. Esos carteles los puso Ringo. No es que
sean oficiales.
A la gente no le importa, igual se
mete. Ringo es como un monje, hizo su casa en el médano cuando todavía era muy
joven. En esa misma playa perdió a su familia, de chico. Se había quedado
dormido en una manta, sobre la arena, y cuando despertó vio a sus papás y a sus
dos hermanas lejos, pidiendo ayuda en las olas altas. Él tenía cuatro años y en
la playa no había nadie. Trataba de entrar al mar, pero cuando el agua le llegaba
al pecho lo volvía a tirar al suelo y lo escupía hasta la orilla. Todo eso me
lo contó él, el día después de la tormenta, cuando murieron los bañistas. Ese
día, en cuanto vi el relámpago, solté la leña y corrí a la playa. Cuando me
acercaba iba viendo, repetida, la escena de la visión. Exactamente la misma.
Sólo que esta vez Ringo corría desde la choza, con una tabla en el brazo, e
intentaba entrar al Mar. Pero el Mar no lo dejaba, como si a él quisiera salvarlo, o concentrarse en los otros. Hasta que se
rindió. Lo vi sentarse en la arena, agotado, a ver los cuerpos volando. Le
ofrecí ayuda, le dije que tal vez juntos podíamos. Todavía agitado, giró la cabeza
y dijo “a veces no se puede; si el Mar los quiere para él, no se puede”. Ringo
imponía respeto. Nadie sabía su historia. Todos (yo inclusive, hasta que él me
la contó) pensábamos que era un loco. Me le senté al lado y miramos juntos, hasta
que el Mar se los llevó del todo. La lluvia seguía cayendo pero yo ni la
sentía.
Cuando ya no se vio más nada,
flotando, volando, nada, de golpe, juro que fue de golpe, el viento cambió de
rumbo y el Mar se quedó quieto. El agua se puso verde, con lomitas bajas de
espuma, como voladitos blancos, y la lluvia paró. Yo había visto al Mar así mil
veces, pero nunca había visto el cambio: de la violencia más salvaje hasta esa calma inquietante. Me dio miedo.
Sin mirarme, dijo: “era verdad, los
habías visto”. Asentí. “Te espero mañana temprano, vamos a conversar”.
Al día siguiente llegué a su choza a las ocho.
La puerta estaba abierta y Ringo ya me esperaba. Me recibió con mate y
bizcochitos de grasa. Me aclaró que él no era un loco y me contó su historia.
Después me dijo para que me había invitado: que si podía predecir cosas, dijo, tenía
que desarrollar el don y ayudarlo a él; que, siendo yo de la zona, era mi
responsabilidad. Me contó que, además de lo que todos sabían —que es que Ringo era
pescador—, en el Mar salvaba, por año, alrededor de treinta personas. Las que
el Mar le permitía, solamente. Descreí la cifra pero no el hecho. Yo mismo lo
había visto salvar familias enteras.
Ringo me habló del Mar; dijo que es
un ente vivo, un nombre propio, que solo la arena compensa. La arena, la nada en
la que reposa, el cúmulo pasivo, sin vida. Y dijo que el Mar siempre quiere
cosas.
Sentado ahí, escuchándolo, con las
canas transparentes y los ojos azules, achinados, no parecía ningún loco. Salvo
por lo del talento, lo de desarrollarlo. ¿Cómo iba a hacerlo? “Practicando”, me
dijo. Practicando. Y me enseñó técnicas “que amplían el espectro mental”, dijo.
Como ejercicios de meditación que tenía que hacer todo el tiempo. Y algo habrá
funcionado, porque al tiempo empecé a adivinar cosas, como qué iba a cocinar mi
madre, o el clima. Tal vez eran ciclos, no sé, como los del Mar; tal vez, por
ejemplo, todos los segundos martes del mes mi mamá cocinaba sopa, aunque ella no
lo supiera; o tal vez yo había aguzado el olfato y percibía de antes la lluvia.
Algo había conseguido, es cierto, pero eran cosas comunes, al alcance de todo
el mundo. Como si estuviera alerta, no más. No como algo místico o superior, sino
cosa de observar. Como la vez de los bañistas, no. Eso no lo repetí nunca.
A veces pienso que lo de los
bañistas fue un sueño, o un medio sueño. Capaz había visto a esos chicos
caminando por el pueblo y los escuché comentar que volverían en enero; capaz la
tormenta se repetía siempre para esa fecha; la verdad, no lo recuerdo, pero es
posible.
Ringo, en cambio, no estaba tan
convencido. Dice que tengo poderes. Que una vida en el Mar y los mismos
ejercicios que me enseñó y él practica, no lo hicieron predecir ni un cuarto de
lo que yo puedo. Que es mi deber desarrollarlos y usarlos para ayudar. Que si
lo intento en serio, y practico, un día podré yo arrebatar cosas al Mar, hacerlas volar por el aire y volverlas
hasta la orilla. Solo con la consciencia.
Pasaba horas practicando, al principio,
tratando de sacar del agua, con la mente concentrada, cosas que él iba y
tiraba. Era imposible. Y a veces Ringo hasta se enojaba y me llamaba
irresponsable, “por no intentarlo con ganas”, me decía.
Tal vez para refutarlo, porque yo quería
estudiar, o porque me estaba volviendo loco, me convertí en hombre de ciencia.
Estudié con los mejores, en los mejores lugares
a los que pude acceder. Y al principio, durante unos años, parecía estar
funcionando. Creía empezar a entender por qué el Mar es Mar. Sin embargo, cuando
avanzaba en los textos, cuando buscaba cotejar esas teorías prolijas contra mi
propia experiencia, volvía a dudar, y la soberbia me asqueaba, la de mis
profesores, que buscaban, inocentes, poner nombre a lo innombrable. Ninguno,
estaba seguro, podría sostener con Ringo una conversación del Mar y salir
ganando.
Ya graduado, comprobé que no se dicen con tinta
las cosas del Universo. Entonces empecé, sin darme cuenta, a coquetear con los
dioses. Y fue peor. Porque tampoco ellos quisieron revelarme los secretos que
buscaba, sino que, al revés, terminaron desmintiendo cada palabra que ya
sospechaba falsa. Cuando me vi organizando un viaje clandestino a Irlanda para interceptar
sirenas, supe que había ido muy lejos. Quizás fuera cierto y las sirenas existen;
pero, incluso así, si las hubiera encontrado, no hubiera sabido qué hacer con eso.
Mis compañeros de viaje me tildaron de cobarde, y tal vez tengan razón. Mi
límite estuvo ahí.
Quedé entonces suspendido entre los libros y la
fe. Y las respuestas no están.
Con más dudas que al comienzo, vuelvo a
encontrarme a Ringo, esperando que me reciba y que esta obsesión por el Mar no
me termine devorando.
Griselda Perrotta
(*) Premio Accésit Concurso de Cuentos 2015 - Colegio Público de Abogados de la Capital Federal