La fiesta de Mauricio se pone de lo más brava.
Es la mejor de todas porque, como su papá es rico, contrata los mejores
planners y animadores, para que al nene no le falte nada. Quiere un poco lavar
culpa, porque durante los primeros años, cuando Mauricio era chiquito, estaba
todo el día dale que te dale trabajando y trabajando, para hacer mucha mucha
plata. Pero ahora que está grande, pudo parar un poco y dedicarse a su familia.
De chiquito nadie quería juntarse con Mauricio
porque, además de malcriado y egoísta, era (y sigue siendo) bastante lento,
prejuicioso y berrinchero, todas cualidades que no gustan a los niños —ni a los
grandes, para ser francos—. Y además, como habla mal, en ese entonces todos los
chicos lo cargaban. Tiene un problema con la erre que, en lugar de hacer la erre,
hace para adentro con los dientes y saca los colmillos como un vampiro, o como
si le estuviera haciendo a otro “hannnnnnnvre nene”; entonces en lugar de decir
por ejemplo “dirigente” dice una cosa así como “divigente”, con la v corta
suavecita y los dientes para afuera. Su papá, como dijimos, estaba muy ocupado
trabajando y nunca se molestó en dar cuenta de esta anormalidad que las
maestras marcaban, por lo que Mauricio creció y creció hasta que el defecto
quedó asentado, y ahora no puede decir cosas simples como povsupuesto, vevdad o
divevsión, sin que por lo bajo los demás chicos rían. Y es que, aunque Mauricio
no lo sepa, si bien es cierto que ahora está rodeado de otros nenes, esos nenes
no es que lo aprecien, ni que lo quieran, porque esos chicos que se juntan con
él, en realidad, no son sus amigos. Mauricio amigos no tuvo nunca.
Cuando su papá ya tuvo más tiempo y le armó el
primer cumpleaños, fue de lo más triste, porque a esa fiesta no vino nadie.
Pero Mauricio ni se mosqueaba. Como si no le importara nada, si venían, si no
venían; se pasó la tarde jugando solo en el pelotero gigante; se bancó
sentadito, con la piernas cruzadas, la obra de teatro infantil; hizo todos los
personajes del juego de los tres cerditos (la mamá, el lobo y los tres
chanchos); pidió que lo ayudaran a agarrar solo todos los globos de la fiesta
para ver si salía volando —lo cual, por supuesto, no ocurrió—; y finalmente se
cantó el cumpleaños a sí mismo, se aplaudió, fue hasta el espejo para besar su
imagen reflejada, volvió a la mesa y apagó las velitas. Luego trató de
auto-llevarse en andas pero, como es físicamente imposible levantar algo y ser
ese algo levantado al mismo tiempo, cayó al piso como torre de yenga. Torta no
quiso, porque dice que lo dulce no le llama. Todo esto transcurrió ante la
mirada atónita de los animadores, la dueña del salón y el padre de Mauricio,
que así caía en la cuenta de que su hijo era un freak. Las causas, vaya uno a
saber, pensó el tipo; y en todo caso, es más difícil trabajarlas que construir
a partir de ellas —porque, si algo puede decirse del papá de Mauricio, es que un
hombre pro-activo—; y así comenzó a idear alrededor del niño una imaginario
abstracto, confortable e indolente. Algo compatible con su hijo, pero que fuera
funcional. Luego el tiempo diría qué puede hacer uno con personalidad
semejante. Lo importante era elaborar algo a lo que Mauricio pudiera
amalgamarse, pasando desapercibido, casi; pero que fuera algo grande; y, por
extraño que suene, hay siempre un grupo, conjunto o franja de gente, a la cual
lo que uno hace resultará atractivo, si se invierte en ello tiempo y dinero
suficiente. Y así fue con Mauricio.
Con la
periferia lista, que llevó casi un año armarle, lo primero que hizo su padre
fue determinar el target. Elaboró un listado de niños prospecto, acordes a ser
seducidos por la personalidad inerte del niño y de la red que a su alrededor el
hombre había tramado. Muy a su pesar, notó que los compañeros que podían
interesarse en estar cerca de Mauricio no eran los que tuvieran por su hijo
algún tipo de interés (amigos, si se quiere), ni tampoco los que disfrutaran
alguna cosa en particular como grupo colectivo, ni ninguna de las cosas que él,
como empresario que era, buscaba en ese listado. Lo que unía a esos niños, el
hilo que, más que unirlos, los enhebraba como columna penosa, era que ellos, al
igual que Mauricio, eran chicos excluidos con los que nadie quería juntarse.
Por motivos diferentes —algunos mentales, otros emocionales, muchísimos
conductuales (que ahora está tan de moda), o del tipo que fuere—. Como sea,
eran niños que ni entre ellos querían juntarse. Entonces el papá de Mauricio
supo, con sus años de experiencia, que para reunirlos había que armarse un
motivo, un evento o una causa a la que no pudieran resistir. El próximo
cumpleaños sería el momento indicado.
Fue así que, sumado a gastarse como mil en cotillón
del bueno y asegurarse a los mejores payasos del mercado, el señor —además de
invitar a ese conjunto lacroso que conformaba la lista, para asegurarse la
asistencia (con la que el año anterior no había contado, pese a haberlos
también participado del evento)—, esta vez decidió ofrecerles, a cambio de
estar presentes, algún regalito, lugares privilegiados en la fiesta, porción
extra de torta, roles con nombre pomposo (como Subsecretario de la Piñata,
Vicedirector Adjunto del Subibaja o Gerente de la Wii), por más que esos niños
fueran los más troncos, brutos y sociópatas del condado.
Entonces, más allá del cómo, y gracias a la
estrategia, Mauricio contó en su fiesta de cumpleaños con un montón de chicos a
los que los demás no querían invitar a las suyas; o que, cuando eran invitados,
quedaban rápidamente al margen. Eran nada menos que el 30% de los chicos de la
escuela. Un número alto. Con ese 30% Mauricio empezó su plataforma, y el evento
de una sola vez se empezó a tratar en las sombras bajo el genérico “La Fiesta
de Mauricio”.
Año a año, cada vez más subnormales llegan sin
ser convocados por Mauricio ni su papá. La invitación fue yendo de boca en
boca, de troncho en troncho, hasta que no hubo un outsider en toda la ciudad
que no estuviera presente. Y el que no lo está, es porque sobrepasa los altos
niveles de insensatez que se mueven en la Fiesta. Y eso que estamos hablando de
un nivel alto. Muy alto.
Con el tiempo, el papá de Mauricio se sintió liberado
de no tener que ofrecer más extras a cambio de la presencia. Los tronchos ya vienen
solos, hasta contentos, y se ofrecen los extras entre ellos: el que invita le
exige al convidado, como una catarata de la mediocridad plena. Y Mauricio,
chocho. Su Fiesta siempre en la cima.
Y lo que es mejor, ya a nadie le importa ni
Mauricio, ni su papá ni el cumpleaños, sino la Fiesta en sí misma, que se
convirtió en el motivo propio de la asistencia, sin nada que festejar ni nadie
a quien agasajar. La Fiesta es lo único que importa. Y tan metidos están todos,
que en lugar de seguir insistiendo en el motivo, o en el homenajeado, cosas que
claramente a nadie ya importan, el papá de Mauricio fue vivo y, anticipándose a
que él no siempre va a estar, porque bueno, aunque sea rico y poderoso, algún
día va a morirse, como cualquier cristiano, se encargó de dejar todo armadito
para que la Fiesta de su nene no se termine nunca —o al menos es su deseo; lo
que luego ocurra, solodioslosabe—.
Para hacerlo, se dejó de
rodeos y empapeló la ciudad con carteles del color del sol que invitan al niño
gris a seguir participando, y para que no queden dudas, dice: “Si se sienten
apartados, si nunca los han querido, si de ahora en adelante muy bien la
quieren pasar; vengan, vengan, no demoren, los estamos esperando. Lentos, malos,
ignorantes, brutos y maleducados, a la Fiesta de Mauricio, están todos
invitados”.
Griselda Perrotta