lunes, 20 de agosto de 2018

Sueños Verdes


Augusto apaga la luz y son las cinco. En un rato va a sonar la chicharra y los chicos saldrán al recreo. Los separan doce pisos, pero intentar dormir siesta en el cuarto es como tirarse atravesado en el patio de la escuela. No sé qué pasa con el ruido, será que sube. No sé. Pero si se descuida y sueña, Augusto termina siempre sentado en pupitres bajos, tomando del bebedero o en la oficina del Director. Por eso, cuando está en su casa, si ella se duerme como a esta hora, él prefiere armarse un cigarro e irse al balcón, para encontrar ese punto frágil en que la marihuana se entremezcla con la risa de los niños. Cierra los ojos y escucha, y fuma, y escucha, y sin buscarlo sonríe, como si fuera un niño más, entre las nubes verdes. Podría estar así horas, pero el recreo es corto y el cigarrillo también. Entonces Augusto vuelve, como desde otro lugar; se estira, humedece los restos en la canilla de afuera y lo entierra en la maceta. A Mathilda no le gusta que fume en su casa, mucho menos en el balcón, que cualquiera puede verlo, u oler, dice. Y enterarse de que, a propósito, elige la hora del recreo, sería imperdonable.
Augusto vuelve a entrar y desliza el panel móvil para cerrar el balcón, se lava los dientes y echa desodorante. Se siente algo solo y también compasivo. Va a la cocina, abre la heladera y se agacha para alcanzar los cajones bajos, toma una hoja crujiente, verde chillón, insurrecto, fosforescente, casi. La muerde. Es crocante. Se acerca a la caja de la tortuga y la ubica junto a la tapa que hace de vaso. Piensa que la hoja es lo más delicioso que probó en todo el día y se siente dadivoso al entregarla completa. Mira a la tortuga. Sabe salir de la caja pero no lo hace. No está hibernando, no es tiempo. No sale de vaga. Catalina es una tortuga vaga. Augusto se inclina junto a la caja y ordena el papel de diario que usa de alfombra. Se ve que Mathilda estuvo limpiando, porque la caja de Catalina brilla. No hay manchones amarillos ni pedacitos de caca, restos de lechuga vieja ni cáscaras de manzana. Parece que la tortuga recién se hubiera mudado. Piensa que ojalá pudiera ser él, la tortuga de Mathilda. Que Mathilda lo alimentara, que le limpiara sus cosas y dormir donde ella diga. Si es en cajita no importa. Se imagina agazapado, en un rincón de la caja (tendría que ser caja grande), mirando contra el rincón y encendiéndose un cigarro, y a Mathilda retándolo en francés (porque, cuando se enoja, Mathilda habla en francés). Sería muy difícil esconderse de Mathilda si viviera en una caja. De pronto, ser Catalina no parece buena idea.
Algo de este pensamiento la tortuga habrá advertido porque, en cuanto Augusto lo expande, Catalina ajusta las garras achicharrando el papel, se incorpora, sale amenazante del caparazón duro, añoso, baqueteado, y empieza a caminar hacia Augusto mirándolo fijo. Es obvio: busca pelea. Augusto adivina sus intenciones y se aleja. La tortuga está satisfecha. Ella sabe que Mathilda nunca va a abandonarla y sabe también que, por definición, las tortugas son eternas. No hay razón para apurarse. Sólo debe estar atenta y ahuyentar a los extraños que, como Augusto, Mathilda trae todo el tiempo. Catalina es perceptiva: todos esos extraños creen que son especiales. Algunos la tratan bien, la mayoría la ignora. Catalina no se inmuta. Sabe que Mathilda sólo la quiere a ella. La conoce desde siempre y nunca va a abandonarla.
Perpetua como los dioses, camina hacia la delicia que Augusto le regaló; avanza una pata, la opuesta en diagonal, luego igual pero invertidas. En el camino se encuentra con la tapita y se agacha a beber, como un puma junto al arroyo, para saciar su garganta. Se incorpora elegante y retoma el paso. Huele. Ya casi puede sentir en sus dientes el craquetear jugoso de la lechuga y el gusto amargo entre las mejillas.
            Augusto la respeta. Sabe que está con Mathilda desde siempre y que es lo único que conserva. La Mathilda niña se la guardó entre su ropa cuando, con su familia, abandonaron Cayena.
            Sus padres nunca pudieron contar la historia a Mathilda. Tenía entonces cuatro años y todo lo supo fue en primera persona: quedar sola en la selva durante muchos días (fueron solo tres, pero era una niña), hasta que los contactos de su padre pudieron rescatarla. Eso sí llegó a arreglarlo, nada más. Sólo Mathilda pudo salvarse. Recuerda poco del día en que la encontraron, recuerda, sí, que la encontraron llorando; y cuando la convencieron de abrir las manos, de tanto apretarlo, el caparazón de Catalina se le había clavado en las palmas, dejándole las marcas que hasta hoy conserva. No quería soltar su tortuga, es entendible: era lo único que tenía.
            Se la declaró “refugiada”, y así tuvo un devenir calmo. A los diecinueve quiso hacerse artista, pero nunca tuvo la vocación ni el ahínco. Terminó dando clases de dibujo en una escuela primaria, un par de horas a la semana. Allí lo conoció a Augusto, de maestranza. Tardó en contarle su historia. Nunca lo hace con los hombres, pero Augusto insistió tanto que terminó por hacerlo. Ella habla poco, casi nada, porque aunque sepa que Guayana es lejos y que, con sus padres muertos, la Represión la ha olvidado, si está dormida, cuando llueve fuerte o si está haciendo frío, despierta sobresaltada murmurando algo en francés. Murmura, solamente, y  luego vuelve a dormirse, pero son sus ojos perdidos, azules, disonantes, que emergen hacia la nada de esa piel oscura, brillosa. Los ojos perdidos son, lo que a Augusto hace saber que Mathilda sigue allí, en la selva, sola, tres días, aferrada a su tortuga.
          Aunque ella se muestre fuerte, él la encuentra vulnerable porque sabe de esas cosas. De cosas como esa, de perturbarse en sueños. O de que tiene un frasquito escondido en la heladera, adentro de un bowl naranja, en el fondo, donde guarda cartas a sus papás escritas con letra de nena, diciendo que los extraña y preguntándoles cuándo vuelven. Lo encontró de casualidad, un día, buscando algo para comer. Otra cosa que hace Mathilda es menospreciarlo delante de la tortuga. Pero solo delante suyo. El resto del tiempo lo trata bien. Cosas raras que él le tolera.
            Augusto empezó a adaptarse a todo este mundo extraño que implica estar con Mathilda.

         Son las siete de la tarde. A las ocho entra al trabajo y tiene que salir ya. No quisiera despertarla. Mathilda duerme de lado. La curva de la cintura es aguda, filosa, remarcada por la luz que atraviesa el vidrio. Está desnuda y es hermosa. No quiere despertarla pero debe hacerlo: Mathilda traba la puerta con llave y le hace cerrar los ojos para que no vea dónde la esconde, cada vez que la visita. Algunas manías, como esta, le hacen pensar que  Mathilda está loca. Pero es tan hermosa que a quién le importa.
            Augusto se sienta al costado de la cama y empieza a acariciarle el muslo mientras le besa el cuello. Mathilda se vuelve y queda enfrentada, dice algo hacia adentro y logra entreabrir los ojos.
            —Tengo que irme —se disculpa Augusto, sonriendo.
Ah oui. Et Catalina?
—En su caja.
Mathilda se levanta, se despereza y le pide que cierre los ojos. Augusto escucha un movimiento, algo que se abre, ruido de papel, como una bolsa, un cierre, y luego sí, las llaves chocando. Abre los ojos y vuelve a verla. Mathilda es hermosa. Si fuera un poco más temprano intentaría traerla a la cama, para volver a estar juntos. Pero no hay tiempo. Además sabe que a Mathilda no le gusta que él se quede. Tampoco puede faltar al trabajo. Ya es tarde.
Desnuda y sin encender las luces, atraviesa el palier que va a la entrada. Augusto la sigue, sumido en el vaivén de su cuerpo, en su piel y esos rulos negros, duros, marcados, que le caen hasta la espalda. Su olor está en todas partes y Augusto levita en eso, en esa atmósfera espesa que se conforma en Mathilda, ignorando si algún día podrá bajar, o si ella estará esperando.
         Lo despide, “au revoir mon chéri” y un beso en cada mejilla. Ninguna cita, no queda encuentro pendiente, ni siquiera una llamada.
           Mathilda abre la puerta de entrada y camina a la cocina con la cabeza gacha, desnuda, pisando a tientas. Augusto gira el pescuezo para espiar sobre el hombro, no quiere que ella lo vea, sabe que le molesta que aún no se haya ido, pero igual llega a verla: con la mitad del cuerpo plateado por la luz de la ventana, Mathilda se inclina al suelo y, en cuclillas, acaricia a la tortuga, que ha venido hasta su encuentro.
            Augusto entiende que sobra.
Manotea del bolsillo, deja los trescientos pesos en el jarrón como siempre, y al salir cierra la puerta. 

Griselda Perrotta




sábado, 28 de abril de 2018

El Desdén

De chico me gustaba llegar primero a todas partes. Si era antes de la hora, mejor, y me sentaba aparte a mirar cómo terminaban de prepararse los lugares, las personas y las cosas.
Ya a los seis, mamá me mandaba solo a todos lados. Decía que acá no pasaba nada. Pero eso era mentira, en todas partes pasan cosas. Más en un balneario, sobre todo en invierno —aunque, en realidad, El Desdén no es un balneario—. No sé a quién se lo decía. A mí me lo decía. Y cuando me pedía algo que era un descuido (eso lo entiendo ahora), cerraba con: “total acá no pasa nada”. Yo no sé si mamá sabía del Moka. No debía saber, porque cuando el Moka te agarraba, te decía muchas cosas, cosas feas, pero la más fea era que, si contabas, iba a aparecerse en tu casa para matarlos a todos. Por eso lo del Moka era un secreto, nuestro, entre los chicos. No hablábamos de él. Pero si estábamos por los acantilados o en la playa, y el Moka pasaba caminando, por ejemplo, todos nos quedábamos duros, nenas y varones, hasta que terminaba de pasar, y después algunos se ponían a llorar solos o se iban corriendo. Y a veces no es que el Moka nos mirara, ni nada. Otras veces sí. Pero no hacía falta.
El Moka era sobrino de Leonor, la del fondo. Había venido a vivir con ella a El Desdén, nadie sabía por qué. Bastante más grande que nosotros. No sé bien cuánto, pero cuando los de la Comunión del noventa teníamos siete, que es cuando empezamos el curso de la parroquia en Cangrejos, él ya manejaba la camioneta de Garmendia, con papeles. Lo sé porque una vez la Policía lo vino a buscar y, cuando le pidió documentos, él dijo que tenía nada más el registro. Estaba Morales, de Los Cangrejos, y también otros dos que eran de la Capital, lo sé porque Morales se lo dijo al Moka. Ese día se lo llevaron. Era otoño y ya hacía frío.
Cada uno trató de averiguar por su cuenta. No nos importaba por qué se lo habían llevado; queríamos saber si volvía. Fuimos juntados los datos, y al final supusimos que el Moka le había hecho algo malo a una “puki”, como les decimos acá a los que vienen por el día en verano. Parece que cuando volvieron a la Ciudad la chica contó, y al Moka lo denunciaron.
Cuando saltó en el balneario los grandes lo defendían. Lo que es yo, que los adultos lo defendieran al Moka no me afectaba. Lo que no podía soportar era que lo defendiera mi madre. Es verdad, yo nunca había contado, ni a ella ni a nadie. Pero igual. Ahora que puedo, me pregunto qué estaban pensando para decir que una nena de once años era “una puta como todas las de ciudad”, que el Moka era “un chico decente”, que “seguro ella estaba inventando todo, putita”, y que “si no, merecido lo tenía, por puta, con esa malla tan chica, culpa de la madre”. Todo eso decían. Yo había llegado temprano a la Peña y los escuchaba de adentro el placard, en la casa de Garmendia, que hasta hoy, y a su edad, es quien manda en El Desdén.
Cuando los escuché, me pasó de golpe imaginarme a la nena y al Moka, y al Moka haciéndole cosas. Yo me acordaba de esa nena: rulos negros hasta los hombros, ojos azules, boca chiquita rosa oscuro, casi roja, y la piel blanca, como lustrosa. Casi no venían turistas. Iban todos a Los Cangrejos. Pero con el tiempo ahí se fue llenando, y algunos empezaron a venir para acá porque decían que era tranquilo. Los de ciudad confunden estancado con tranquilo. Estancado no es tranquilo. Estancado es agua sucia, peces muertos, moscas volando, gusanos, peste. Eso es estancado. Eso es El Desdén. No hay escuela, médico, iglesia, intendente ni policía. Para esas cosas hay que irse hasta Los Cangrejos, que queda a diez kilómetros. La nuestra fue la primera camada en hacer la primaria y tomar la Comunión. Todo eso lo armó Garmendia. Eso, y el transporte. Garmendia y Leonor se entendían. Sospecho que capaz él sabía por qué el Moka se había mudado a El Desdén.
A poco de llegar, nuestros padres, Leonor y Garmendia decidieron que en la semana el Moka nos llevaba a Los Cangrejos hasta la escuela, y los sábados al curso de Comunión, los que los padres querían. Viajábamos en silencio, el Moka adelante, los chicos atrás. Por momentos se daba vuelta y reía como un demente. No nos dejaba llorar. Si alguno lloraba, tenía un palo largo con un cortaplumas atado y amenazaba desde adelante. Nunca nos tocaba con el filo, pero igual pueden pasar cosas. Aunque en el fondo no quisiera lastimarnos con ese palo, igual pueden pasar cosas. Así Rosario perdió un ojo: mientras el Moka estaba torcido, con el palo estirado, se cruzó un perro y chocamos. El perro murió, el Moka soltó el volante, la camioneta impactó en un tronco y Rosario perdió el ojo. Ahí sí todos lloramos, hasta el Moka, que salió del auto y se sentó en una roca. Después se fijó si la camioneta arrancaba y agarró cosas del baúl. Hizo una fogata, quemó el palo y apagó todo con el agua de tomar, la del bidón. Cuando eso estuvo, con el codo rompió los vidrios de la camioneta, que cayeron todos sobre el suelo y los asientos, y nos dijo que nos sentáramos encima. Todos llorábamos. Subió a la camioneta el cuerpo del perro y seguimos.
Cuando llegamos a Los Cangrejos manejaba como loco, directo hasta la Salita. Salió corriendo, haciéndose el que lloraba, y lo escuchamos contar que un perro se le había atravesado, que perdió el control, que le parecía que algunos estábamos lastimados, pedía ayuda, pedía perdón, se arrodillaba en el piso. Los chicos sabíamos que estaba actuando, porque un rato antes lo habíamos visto llorar en serio y, cuando el Moka lloraba en serio, no era así. Cuando lloraba en serio se tiraba de los pelos para arriba con las dos manos, chillaba fuerte y le colgaban mocos. Mentía. Lo comprobamos cuando abrió la puerta, antes que la gente llegara para ayudarnos, y nos puso la misma mirada de siempre, sucia, retorcida, y le agregó media sonrisa. Ni falta hizo que lo diga: nadie podía contar.
Yo no me había lastimado. Mientras esperaba que revisaran a los demás, entré a la escuela para hacer tiempo. Paseando, terminé parado delante del mueble de piso a techo que era la biblioteca. Yo nunca la había visto, los de El Desdén no teníamos acceso a todo. En la semana era directo al aula y después vuelta a la camioneta. Era la primera vez que veía tantos libros. Los colores, una dimensión nueva, como un mundo dentro del mundo en el que se existe. Y el olor me lo confirmaba: eso que estaba viendo era de otro lugar. Jacinta, que trabajaba, que sigue trabajando ahí, se me puso al lado, me apoyó una mano en el hombro y se estiró para arañar, con la otra, un libro rojo, chiquito. No recuerdo cuál era, pero ese día empecé a leer. Escondía los libros como se esconde la llave del botiquín en un lugar pobre. Leía de noche, en general, pero también de día si estaba solo. Me los llevaba a casa entre la ropa, de a dos a veces, y Jacinta me buscaba ella para hacer el recambio.
A partir del accidente el Moka fue un héroe en El Desdén. Nunca entendí cómo. Ya no sólo era llevarnos, ahora también se le pedía opinión sobre cuestiones nuestras, como horarios, comidas, gustos. Los padres nuestros decían que el Moka era quien más nos conocía. Hasta que la Policía se lo llevó.
La tarde de ese día que al Moka se lo llevaron fue como un duelo ahí, entre los grandes. Ni eso. Ni eso. Porque cuando en El Desdén uno moría, lo único que se hacía era llevarlo a Cangrejos y todo, la misa, el llanto, el entierro, era en Cangrejos. Y lo más importante: el muerto quedaba allá. Lo mismo con los enfermos. Cuando fue lo del Moka, en cambio, no. Corrieron todos donde Leonor para decirle que contaba con ellos. Mientras tanto, estábamos sorprendidos. Del apoyo y de que nadie, ni uno solo de los grandes, preguntara a nosotros por el Moka. Ya luego, no había reunión donde el asunto no fuera tema central. A mí me molestaba mucho. Más que a los otros. Quería contar lo que había pasado, pero me decían que estaba loco, que el Moka podía volver, que lo dejara así. Yo pensaba diferente. No me importaba. Creía que si mi madre, si todas las madres, los padres no sé, pero las madres, se enteraban del Moka, iban a abrazarnos fuerte y pedirnos perdón ellas, y entonces ya no íbamos a tener que callarnos, ni tener sensación de secreto cuando alguien lo nombraba al Moka. Eso pensaba. Hasta el día de lo de Garmendia, en la Peña, que estaba escondido y los grandes decían, tan frescos, que la nena era una “putita” y que, como fuera, lo merecía.
Fue como verlos, y se me cruzó lo primero: que la nena era como yo, aunque fuera puki, ella y yo éramos lo mismo. Entonces pensé lo segundo: que yo también sería una putita y que también me lo merecía. Pero fue menos de un segundo. Enseguida me entró una furia desde la panza y la amenaza del Moka me importó tres carajos; y casi salgo desde el placard de Garmendia, contándoles lo del Moka, lo que nos hacía, y de la amenaza. Pero no lo hice. Entre el murmullo pude distinguir clara la voz de mi madre diciendo, por encima de las otras: “es IMposible que el Moka haya hecho una cosa así; y si lo hizo, vaya a saber cómo fue; es IMposible; IMposible. Yo estoy segura que el Moka ya va a volver, y va a seguir ocupándose de los chicos como siempre. No sabemos lo que pasó con esa puki; y tampoco es cosa nuestra”. Pero sí era cosa suya. Si había pasado, era cosa de todos en El Desdén. Ahora que soy padre, me pregunto cómo es posible que no quisieran saber. Me acomodé en el placard hasta el final de la Peña. Nadie se dio cuenta de que faltaba.
Como ya no estaba el Moka, Leonor, ella, a pedido de Garmendia, se ocupó de llevarnos a Los Cangrejos.
Ya más tranquilo cuando el Moka no estaba, haciendo el curso del cura, llegó la primera Confesión. Tanto se había dicho del secreto, los ojos de dios y la mentira, que a mí me parecía que lo del Moka era algo importante que en ese momento tenía que contar. Tal vez fue lo solemne, la intimidad del confesionario, tal vez el tono discreto. Tal vez. Era el último de la fila, no por algo en particular; sólo me había puesto al final.
Habían terminado todos y esperaban en el patio jugando a las escondidas. Se escuchaban, desde adentro, los pies corriendo golpear contra el suelo, las risas mezcladas, las voces. Arrodillado en el escalón, con las manos entrecruzadas, conté al cura, con detalles, cada atrocidad del Moka. En un mismo pulso y sin llorar. Del cura no esperaba palabras. Solo quería contarlo. Escuchó mi historia en silencio, sin sorprenderse, como el relato de una guerra lejana en la que se anuncian los muertos, sin ser capaz de imaginar, de imaginar realmente, los cadáveres apilados, las viudas, los huérfanos, los moscas sobre los cuerpos, las casas destruidas, los animales sueltos. Sin ser capaz de ver, en definitiva, la muerte que se relata. Cuando terminé estaba aliviado, hasta libre, pero entonces el cura torció la cabeza y, sin correr la ventanita, sin mirarme, dijo: “Eduardo, hay que perdonar. Diez padrenuestros y veinte avemarías.” Esa tarde le dije a mi mamá que no quería tomar la Comunión. Fui la vergüenza de ella, de El Desdén y de toda mi generación.
Un tiempo después terminamos la primaria. Ninguno siguió estudiando porque para eso había que mudarse a Pampas, y nosotros teníamos que trabajar. Trabajar en la pesquera, que era, y sigue siendo, lo único en El Desdén. De no ser por la pesquera, El Desdén no existiría.
De grande me casé con Rosario. Nos besamos una tarde y seguimos hasta hoy. Yo trabajo en la pesquera y ella cuida a nuestro hijo, que todavía es bebé. Desde que estamos juntos nunca, ni una sola vez, nombramos al Moka. 
Griselda Perrotta



jueves, 15 de febrero de 2018

Frontera - puntos de venta

Frontera se consigue en Peces de Ciudad tienda online y también en:

→ Colastiné Libros (Mendoza 2620, Belgrano)
Libros del pasaje (Thames 1762, Palermo)
Hocus Pocus (Defensa 1323, San Telmo) 
→ Nivangio (Colombres 946, Boedo)
→ La Vaca Mariposa. (Palermo) 
→ Caburé Libros (México 620, San Telmo)
→ Librería del Conti (Av. Libertador 8151, Nuñez)
→ Factotum Libros (Mitre 1054, Berazategui)
→ Cantamañanas (Paunero 1421, San Miguel)
→ Supermercado Libros (17 # 1541 e/63 y 64, La Plata)


miércoles, 20 de diciembre de 2017

las máscaras de hierro

Conozco el sabor del sulfato en las piedras
El andar torpe de los faisanes
Me entrego a la ferocidad del sol y sus cicatrices
Ignoro la calma

Soy el pueblo atrapado entre un puerto y la gran ciudad
Señal de ruta que la intemperie oxida
Venado muerto
degollado
que adorna las paredes de un club

Mis heridas ya no sangran, pero con la humedad
todavía
duelen

Una bruja adivinó mi desgracia hace tanto que a veces lo olvido
Lo olvido y pienso que el mundo es nuestro
Lo olvido:
no hay mundo
no hay nuestro
Solo reflectores lejanos
Luces de ciudad que encandilan
Que no dejan descansar, y lo intento
Juro que intento la oscuridad,
mi reposo
Antes del baldazo frío,
del talco en la cara
Antes que los hilos vuelvan a tensarse y otra vez toque la escena
repetida
de un pájaro y las canciones más bellas

Pájaro que es historia y bandera
Que sabe
Sabe
Que lo que sus alas tocan no es cielo y se le va en eso la vida
Saber si hay un cielo
Qué hay más allá

Más allá de las máscaras de hierro
De los almohadones y el temor
Más allá de la malentendida piedad
Piedad
¡Cuántas vidas se apagan en tu nombre!
¿Cuánto falta para que mi cabeza también ruede?
Anhelo el silencio
Mi propia tumba me rechaza
Mi madre
Los hijos que me faltaron
y un dios
responsable de todas las cosas, por el que grito
todavía
Y otra vez mis heridas sangran
y estoy acá
El veneno me recorre y no es justo

Pólvora quemada a los pies de un cañón
El pájaro se mece en la rama
Tirita
Busca el nido que falta
Espera su bala en el pecho
Sentado
La espera
Griselda Perrotta

domingo, 17 de diciembre de 2017

FRONTERA - cuarta edición

Presentamos la cuarta edición de mi libro FRONTERA. Podés conseguirlo en:

→ Peces de Ciudad (venta online) 
→ Librería del Conti (Av. Libertador 8151, Nuñez)
→ Colastiné Libros (Mendoza 2620, Belgrano)
 Libros del pasaje (Thames 1762, Palermo)
 Hocus Pocus (Defensa 1323, San Telmo)
→ Nivangio (Colombres 946, Boedo)
→ Caburé Libros (México 620, San Telmo)
→ Factotum Libros (Mitre 1054, Berazategui)
→ Cantamañanas (Paunero 1421, San Miguel)
→ Supermercado Libros (17 # 1541 e/63 y 64, La Plata)

→ La Vaca Mariposa. (Palermo)

jueves, 5 de octubre de 2017

La Fortaleza (*)

            Mi historia empieza en una terraza. No recuerdo los detalles pero sí los colores, que son también los olores cuando pienso en mis abuelos. En esa terraza.
          No se abandona la patria cuando no quiere soltarte. Cuando es así, cuando la patria no quiere soltarte, la patria se hace una fortaleza. Como una embajada chiquita dentro de ese otro país siempre extranjero, ajeno. Hostil. Fortaleza impenetrable, en una terraza cualquiera de cualquier barrio porteño.
            Esa es la historia que vengo a contar.

          Mis abuelos eran la terraza. La terraza y salsa de tomate, albahaca y picante. Mucho picante. Picante en el huevo, en la pizza, en las pastas. Picante con agua y aceite. Comían eso a veces: picante, agua y aceite. Pipireata. Mamá decía que con eso paleaban el hambre en Italia. Que se llenaban de aceite, agua y picante para engañar al hambre. Para engañar al tiempo, que se hace más largo cuando es con hambre. Mi madre también nació en Italia y vivió cinco años allá, los primeros cinco, hasta que mi abuelo mandó traer a las tres: hija, esposa, madre / madre, abuela, suegra / nieta, nuera, bisabuela.
         Mi historia es la historia de tres mujeres que un día subieron a un barco siguiendo el designio del mismo varón que años atrás las había dejado.
Dos décadas después llegué yo.
Otra mujer, mismo destino.

           Lo que más recuerdo de mis abuelos es la terraza. Mujeres lavando a mano, tendiendo en sogas, disponiendo compras, cenas y almuerzos. Hombres durmiendo la siesta. Mujeres no. Hombres trabajando afuera. Mujeres dentro y afuera. Hombres violentos. Mujeres también.
Violentos todos. Estridentes. Demasiado para esa ciudad chata, homogénea, que se desparramaba al otro lado de La Fortaleza.
Vida urbana y traicionera, liviana, común. Vida de papeles y de cemento, sin aromas, sin color. Vida urbana.

         La vida urbana mató a mi abuela, eso dijeron los médicos. Hubo diagnóstico y todo. Simplemente empezó a enloquecer después de bajar del barco. Cuarenta días con su suegra y la nena en un depósito del Puerto. Diez años de conventillo. Trabajos denigrantes. Pobreza. Inmundicia diez años y después la fortuna. Su casa grande, su castillo. Poder comprar…lo que había.  
En la ciudad no hay gallinas ni pipireu. El cerdo es una pasta rosada que se corta en fetas y va a casa en un papel. Los huevos siempre están pasados, los zapatos aprietan. El piso es duro y se vive aislado. No hay tribus en la ciudad y el ruido lo tapa todo.

El castillo, la fortaleza. Un día tuvo eso, mi abuela. Espacio, escaleras, muchas habitaciones. Y su propio gallinero en la terraza.
Colombres y Venezuela, barrio de Boedo.
Allí, en mi infancia, yo veía torcer pescuezos y desplumar animales.
Yo. Niña bien de jumper almidonado y camisita blanca, colegio de monjas porque eso sí, había que ascender. Para eso (si no para qué) mi abuelo había dejado a sus mujeres solas tanto tiempo. Hay que justificar esa movida.
Y así lo hicimos.

Fue implacable mi madre: nosotros no llevaríamos la vida de mis abuelos (la suya). Seríamos gente fina. Uñas pintadas, jeans de marca, clases de piano. Tacos altos, hombreras y permanente —eran los ochenta y eso se llevaba—.
Gatopardo, The Embers, Ray Ban. Cancha de tenis y paté de foie.

Pero no se abandona la patria.

No se abandona la patria cuando la patria no quiere soltarte y más si se almuerza en La Fortaleza.
Ahí, con esos mismos adornos, uniforme de escuela privada y carteras de charol, nosotros, descendientes primeros del pueblo de mis abuelos, éramos la envidia de cualquier bistreaux: alivi scachiati, alivi arrustuti, pipireu, brasholi, milinshana. Mejores que cualquier frasco por más cool que sea la etiqueta.
Porque las etiquetas mienten: la comida de mis abuelos no se escribe. Se dice. Como una canción que se aprende de oído.

Porque la comida es la patria y son mentira las palabras cuando se habla de la patria.
La tierra de mis abuelos no tiene registros. No había tiempo para esas cosas y en la Argentina fue igual.
La historia de mis abuelos se dice.
A eso vengo.
Griselda Perrotta

(*) Mención Especial en el VIII Concurso Literario de la Sociedad Italiana de San Pedro.
  Publicado en la Antología del VIII Concurso de Cuentos y Relatos de Inmigrantes.


martes, 1 de agosto de 2017

Reseña en "El Furgón"

Acá se pierden amores, se ríe y se llora.” GustavoGrazioli leyó mi libro FRONTERA y escribió esta reseña para El Furgón, ala digital de Revista Sudestada
Dice:
Ese paseo por los talleres de Alberto Laiseca no quedó en el recuerdo de alguien que intentó escribir. Perrotta va hasta el máximo con algunas de las enseñanzas del “Conde Lai” y el leitmotiv de vivir para escribir se cuela, consciente o no, por los poros de cada uno de esos narradores. No hay pose ni reventados postmodernos. Hay vidas tratando de zafar las ausencias condenatorias y un lenguaje que no se calla.” 
La reseña completa en este link.


martes, 4 de julio de 2017

El cruce (*)


No la mira como si fuera la hija. Dice que es el padre pero no la mira como si fuera la hija. No soy tarada. Tampoco me importa, cosas de ellos. Solo necesito que me crucen. Qué calor que hace, se nota que acá no llueve, la tierra está seca y llena de pozos, me estoy partiendo la espalda. Es la única forma. Acostada en el doble fondo, bajo la cama de los cerdos. El olor es insoportable pero hay que aguantar. Podría ser peor, podría chorrear la paja, por ejemplo.
Paramos. No puede ser tan pronto. No podemos haber llegado al puesto tan pronto. No puede ser bueno que nos hayan parado. Paran camiones con animales cuando los registran. No puede ser bueno que nos hayan parado. ¿Dónde estará Silvio? Entramos al galpón separados, hombres, mujeres, y después de a uno para subir. Los hombres fueron con Marcos y las mujeres con ella, con la chica que trajo ayer y dijo que era la hija. Aunque estuvieras con alguien entrabas solo, acá abajo uno está solo. Si pasa algo también, solo. No se hacen cargo de nada y eso te lo avisan. No puede ser bueno que nos hayan parado. Ojalá Marcos y la hija puedan seguir sin que revisen.
Si revisan estamos muertos. A la guerrilla no se la engaña. Estás con ellos o estás muerto. ¿Quién nos mandó a elegir África? ¿No había suficiente muerte en América? ¿No alcanzaban el hambre, el sida y la malaria en español? No. Teníamos que salvar el mundo. África. Como si acá el hambre, el sida y la malaria fueran distintos de los que había allá, a mil, dos mil, cuatro mil kilómetros de casa. Tenía que ser África. Demasiado jóvenes y demasiado idiotas. Pensábamos que el guardapolvo blanco nos haría inmunes. La guerrilla no escucha razones. Cuando ataca una aldea arrasa con todo, hombres, mujeres, niños, animales. Y médicos, claro. ¿Por qué no iban a llevarnos también a nosotros? Valemos igual que el resto: nada. No valemos nada. Un número más, una estadística, un lindo artículo en las revistas, héroes de cartulina. Éramos los próximos. Van barriendo al revés de las agujas del reloj. Al revés de todo. Marcos vino con el dato de que éramos los siguientes cuando trajo el cargamento, el mes pasado. ¿Qué íbamos a hacer, si lo más probable es que fuera cierto? Al menos que iban a llegar. Al menos eso. Si bastaba con ver a lo lejos la humareda de las chozas incendiadas, y si el viento era a favor hasta los gritos, a veces, se escuchaban.
Ojalá Marcos pueda esquivar la requisa. Si no estamos muertos. Dijo que nos sacaba con la entrega del mes si le dejábamos lo nuestro. Lo de la sala y lo de la gente, el sembrado, los animales. Así Marcos se va armando lo que tiene. Es poderoso. Sé que no se llama Marcos, pero quiere que le digamos así. En otras aldeas habrá sido Jean Luque, Vicenzo, Jabahia o vaya a saber qué. No tiene acento, habla con todos los matices juntos. Es imposible saber su origen o adivinar la edad. Había que decidir para el día siguiente, dice que para cruzar el puesto tiene que arreglar cosas. Ahí sí tiene arreglado. El tema es la ruta. La ruta, es el problema. Si te agarran en la ruta.
Marcos o como se llame no es tan distinto de la guerrilla. También hizo lo suyo a costillas de la gente. Por lo menos él no te mata. Acá la lucha es entre guerrilla y carroña. La lucha baja, la que mata, viola, quema y destroza, a la gente que solo busca vivir un día mientras espera el siguiente. Como nosotros desde que llegamos a la aldea. Silvio me convenció de venir. Yo quería ir a Francia. Pero no. Teníamos que ser grandiosos, distintos. Y acá estamos. En el doble fondo de la cama de los cerdos, esperando, rezando, yo soy atea pero se entiende, rezando para pasar el puesto.
No puede ser bueno que hayamos parado tan pronto. No puede ser bueno que por las hendijas vea tres hombres en musculosa olfateando, altos como montañas. No puede ser bueno que el del medio gire la escopeta e impacte la culata contra la madera, ni que yo sienta el golpe. No puede ser bueno que el listón se haya quebrado y me esté mirando fijo. No puede ser bueno.

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En la Facultad aprendí muchas cosas. Aprendí por ejemplo que el pene promedio mide dieciséis centímetros y que la vagina es un músculo elástico, que el ser humano posee resiliencia innata y que una herida atendida a tiempo previene la muerte. Claramente, quienes me enseñaron esas cosas no estaban pensando en lo que ocurre cuando un adulto enajenado viola a una nena de siete años delante de su madre sin atención médica inmediata.
Las mujeres estamos todas arrodilladas en el piso, atadas con una cadena que nos une de pies y manos, formando una serie de círculos invertidos atados en línea desde la base. Sólo podemos mirar hacia arriba. Las ancianas no resisten y la línea recta empieza a desmoronarse. Las que nos sosteníamos perdemos el equilibrio cuando la madre de Agna trata de incorporarse usando toda su fuerza para asistir a su hija, que yace tendida, con las piernas abiertas en un charco de sangre. Se oye un disparo. La madre de Agna se desploma y todas volvemos a caer amontonadas al suelo. Entre varios vuelven a ordenarnos. Otra vez la hilera armada. El asesino nos apunta con ametralladora. ¿De dónde sacan tantas armas? No creo que quieran matarnos a todas, a algunas van a vendernos, por otras pedirán rescate, si no lo consiguen podrán matarnos luego, antes de convertirnos en sus juguetes y tal vez nos maten igual, incluso si lo consiguen. Sólo tres podríamos ser rescatadas por los dioses-institución que mandan: las dos monjas y yo. Ciencia y Fe. Es fácil reconocernos, nos delatan la ropa y la piel. Las tres miramos al suelo; sospecho que, igual que yo, las monjas prefieren morir a ser llevadas al cautiverio. Pero ellas tienen su dios; al menos tienen su dios a quien ofrecer este infierno, a quien ofrecer siquiera la duda de no vivir, que para ellas es pecado.
El destino es cierto para el resto, las que no sirvan para algo: el horror hasta la muerte. Agna de ejemplo. Creo que el hombre no quería matarla, lo noto en su cara, veo desde acá un destello, como preocupación o pena, diría que es preocupación. Es un hombre joven. Tal vez nunca antes había lastimado a una nena, tal vez le preocupa otra cosa. Agna es muy chiquita, su cuerpo es mínimo, como un perrito flaco. No se mueve.
Los gritos de las mujeres se suman a otros dos hombres de la guerrilla, los que estaban custodiando a los varones, que se acercan al escucharlas. Las monjas y yo callamos. Las demás son todo llanto. Los dos que llegaron golpean fuerte al que atacó a Agna mientras la señalan, uno en el abdomen y otro en la mandíbula. Lo reprenden en su idioma, no entiendo qué dicen pero me doy cuenta. Tal vez frustró los planes de la guerrilla de venderla bien, no sé. La guerrilla, igual que la Iglesia, igual que los nuestros, necesita financiación. El joven mira hacia abajo, acepta la reprimenda. Los varones capturados quedaron solos en la misma posición que nosotras, pies y manos juntos, enfrentándonos, a unos treinta metros. Con dificultad estiro el cuello buscando a Silvio. Lo veo totalmente echado, en la punta, tiene la boca llena de sangre y tierra, como si le hubieran pateado la mandíbula. Es tonto Silvio, desde acá veo en su mano la credencial. Anoche estuvimos hasta tarde tejiendo hipótesis sin terminar de nombrarlas, de lo que hoy podría salir mal. No eran tantas las opciones. O cruzábamos el puesto o nos atrapaban antes. Nos atraparon antes. Los dos sabemos que es mejor morir que terminar cautivos esperando el rescate. No lo sabíamos antes de llegar, lo supimos acá. Fuimos dándonos cuenta de todo lo que podía salir mal y nadie nos había dicho. Llegamos a la conclusión más terminal anoche, en la tienda: pacto suicida, hasta nos reímos de llamarlo así (tanto como puede uno reírse de semejante cosa). Yo no me atreví. Veo que Silvio tampoco, y no solo eso, el muy idiota trató de zafar mostrando la credencial. Si será idiota.
No hay niños varones en las hileras, los reclutan desde el vamos para su causa. Las niñas en cambio serán vendidas, en paquete con el resto de las mujeres que sirvan para aumentar el precio. Clavo la vista en mi compañero, en algún momento quizás mire acá. Estamos juntos en esto, tal vez no logremos sobrevivir pero estamos juntos.  
Las mujeres gritan, los varones gritan. Ruegos, perros ladrando, los raptores que pelean. Todo es polvo, sangre, angustia. No puedo seguir mirando, busco que eso se vuelva arrullo, como un zumbido que acune, así lo intento mientras mis ojos se cierran.
Qui sont les médecins! —ataca una voz ronca que invade, sombría. Qui sont les médecins. Quiénes son los médicos. No quiero mirar. Las opciones son tres y no quiero mirar pero tengo que abrir los ojos, quiero saber qué está pasando. El convocante pelea a los guardias de los varones mientras señala a Silvio tirado en suelo, inservible. Con solo verlo es obvio que Silvio es el médico, por su aspecto, y que no podrá ayudar a nadie, por cómo está. Deduzco que la reprimenda es por haberlo golpeado, no se golpea a los que pueden servir. El hombre alterna reprimenda y convocatoria. Nadie va a delatarme, lo sé. Todas estamos perdidas. El hombre imparte una instrucción a su gente. Nos desatan por un momento y separan de la hilera a cuatro de las mujeres: Cougra, las dos monjas y yo.
Cougra está de ocho meses, sigo su embarazo desde el comienzo. Como a tantas otras aquí, le enseñé los cuidados básicos para proteger al bebé y para protegerse a ella misma, hice todo lo que pude, todo lo que supe. Y sin embargo no es suficiente. No hay dato que ayude a Cougra contra la punta del Ka-Bar que le apoyan en la panza.
Qui son les médecins! —repite lúgubre. Nadie responde. Cougra llora y grita, la punta la está lastimando. Trato de callarme, estamos igual todas muertas, pero domina el impulso, maldita vocación y el juramento hipocrático, malditos médecins y maldita institución.
— ¡Yo! —intento gritar pero sale un hilito, mi garganta está seca, estoy débil y con sed. Las miradas de todas las cabezas que pueden moverse se apoyan en mí.
Qui son les médecins!
— ¡Yo! —insisto moviendo las manos. Me devuelven caras vacías. Entonces comprendo: no entienden qué digo. Grito, ahora sí: — C’ést moi!
El líder la suelta a Cougra. Otros dos me agarran de los hombros y me empujan hasta ubicarme donde está Agna, me arrodillo delante suyo y mis rodillas se empantanan en el charco de barro que se armó con la tierra y su sangre. Estoy más allá del llanto, esto supera todo. Tomo la muñeca de Agna entre mis manos, palpo su pecho, le toco la panza, busco su respiración. Agna está muerta.
Elle est morte —digo al aire. Está muerta.
El hombre toma por detrás al que la atacó, lo inmoviliza y le traza con el cuchillo una línea curva a la altura del cuello. El joven cae, se retuerce un poco y su sangre es como un río que sirve de advertencia al resto, de que acá hay reglas claras y quien no las cumple muere. Pienso que también para ellos, en este momento, la vida ha de ser dura. Pas de médecin pour lui. Il est aussi mort. Su mirada se apaga, los ojos se le cerraron. Ahora sí, para él no hay médico y está muerto también.
Miro alrededor. Todo es desierto. ¿Escapar a dónde? ¿Para qué? Si no morimos por estas bestias seremos cena de animales salvajes y no sé qué es peor. Por suerte tengo todavía entre la ropa mi pastilla. Espero que Silvio tenga la suya.

Griselda Perrotta

(*) Mención en el Concurso Nacional 60º Aniversario organizado por el Colegio de Médicos de Lomas de Zamora. Incluido en la antología Relatos Médicos.