martes, 4 de julio de 2017

El cruce (*)


No la mira como si fuera la hija. Dice que es el padre pero no la mira como si fuera la hija. No soy tarada. Tampoco me importa, cosas de ellos. Solo necesito que me crucen. Qué calor que hace, se nota que acá no llueve, la tierra está seca y llena de pozos, me estoy partiendo la espalda. Es la única forma. Acostada en el doble fondo, bajo la cama de los cerdos. El olor es insoportable pero hay que aguantar. Podría ser peor, podría chorrear la paja, por ejemplo.
Paramos. No puede ser tan pronto. No podemos haber llegado al puesto tan pronto. No puede ser bueno que nos hayan parado. Paran camiones con animales cuando los registran. No puede ser bueno que nos hayan parado. ¿Dónde estará Silvio? Entramos al galpón separados, hombres, mujeres, y después de a uno para subir. Los hombres fueron con Marcos y las mujeres con ella, con la chica que trajo ayer y dijo que era la hija. Aunque estuvieras con alguien entrabas solo, acá abajo uno está solo. Si pasa algo también, solo. No se hacen cargo de nada y eso te lo avisan. No puede ser bueno que nos hayan parado. Ojalá Marcos y la hija puedan seguir sin que revisen.
Si revisan estamos muertos. A la guerrilla no se la engaña. Estás con ellos o estás muerto. ¿Quién nos mandó a elegir África? ¿No había suficiente muerte en América? ¿No alcanzaban el hambre, el sida y la malaria en español? No. Teníamos que salvar el mundo. África. Como si acá el hambre, el sida y la malaria fueran distintos de los que había allá, a mil, dos mil, cuatro mil kilómetros de casa. Tenía que ser África. Demasiado jóvenes y demasiado idiotas. Pensábamos que el guardapolvo blanco nos haría inmunes. La guerrilla no escucha razones. Cuando ataca una aldea arrasa con todo, hombres, mujeres, niños, animales. Y médicos, claro. ¿Por qué no iban a llevarnos también a nosotros? Valemos igual que el resto: nada. No valemos nada. Un número más, una estadística, un lindo artículo en las revistas, héroes de cartulina. Éramos los próximos. Van barriendo al revés de las agujas del reloj. Al revés de todo. Marcos vino con el dato de que éramos los siguientes cuando trajo el cargamento, el mes pasado. ¿Qué íbamos a hacer, si lo más probable es que fuera cierto? Al menos que iban a llegar. Al menos eso. Si bastaba con ver a lo lejos la humareda de las chozas incendiadas, y si el viento era a favor hasta los gritos, a veces, se escuchaban.
Ojalá Marcos pueda esquivar la requisa. Si no estamos muertos. Dijo que nos sacaba con la entrega del mes si le dejábamos lo nuestro. Lo de la sala y lo de la gente, el sembrado, los animales. Así Marcos se va armando lo que tiene. Es poderoso. Sé que no se llama Marcos, pero quiere que le digamos así. En otras aldeas habrá sido Jean Luque, Vicenzo, Jabahia o vaya a saber qué. No tiene acento, habla con todos los matices juntos. Es imposible saber su origen o adivinar la edad. Había que decidir para el día siguiente, dice que para cruzar el puesto tiene que arreglar cosas. Ahí sí tiene arreglado. El tema es la ruta. La ruta, es el problema. Si te agarran en la ruta.
Marcos o como se llame no es tan distinto de la guerrilla. También hizo lo suyo a costillas de la gente. Por lo menos él no te mata. Acá la lucha es entre guerrilla y carroña. La lucha baja, la que mata, viola, quema y destroza, a la gente que solo busca vivir un día mientras espera el siguiente. Como nosotros desde que llegamos a la aldea. Silvio me convenció de venir. Yo quería ir a Francia. Pero no. Teníamos que ser grandiosos, distintos. Y acá estamos. En el doble fondo de la cama de los cerdos, esperando, rezando, yo soy atea pero se entiende, rezando para pasar el puesto.
No puede ser bueno que hayamos parado tan pronto. No puede ser bueno que por las hendijas vea tres hombres en musculosa olfateando, altos como montañas. No puede ser bueno que el del medio gire la escopeta e impacte la culata contra la madera, ni que yo sienta el golpe. No puede ser bueno que el listón se haya quebrado y me esté mirando fijo. No puede ser bueno.

*****

En la Facultad aprendí muchas cosas. Aprendí por ejemplo que el pene promedio mide dieciséis centímetros y que la vagina es un músculo elástico, que el ser humano posee resiliencia innata y que una herida atendida a tiempo previene la muerte. Claramente, quienes me enseñaron esas cosas no estaban pensando en lo que ocurre cuando un adulto enajenado viola a una nena de siete años delante de su madre sin atención médica inmediata.
Las mujeres estamos todas arrodilladas en el piso, atadas con una cadena que nos une de pies y manos, formando una serie de círculos invertidos atados en línea desde la base. Sólo podemos mirar hacia arriba. Las ancianas no resisten y la línea recta empieza a desmoronarse. Las que nos sosteníamos perdemos el equilibrio cuando la madre de Agna trata de incorporarse usando toda su fuerza para asistir a su hija, que yace tendida, con las piernas abiertas en un charco de sangre. Se oye un disparo. La madre de Agna se desploma y todas volvemos a caer amontonadas al suelo. Entre varios vuelven a ordenarnos. Otra vez la hilera armada. El asesino nos apunta con ametralladora. ¿De dónde sacan tantas armas? No creo que quieran matarnos a todas, a algunas van a vendernos, por otras pedirán rescate, si no lo consiguen podrán matarnos luego, antes de convertirnos en sus juguetes y tal vez nos maten igual, incluso si lo consiguen. Sólo tres podríamos ser rescatadas por los dioses-institución que mandan: las dos monjas y yo. Ciencia y Fe. Es fácil reconocernos, nos delatan la ropa y la piel. Las tres miramos al suelo; sospecho que, igual que yo, las monjas prefieren morir a ser llevadas al cautiverio. Pero ellas tienen su dios; al menos tienen su dios a quien ofrecer este infierno, a quien ofrecer siquiera la duda de no vivir, que para ellas es pecado.
El destino es cierto para el resto, las que no sirvan para algo: el horror hasta la muerte. Agna de ejemplo. Creo que el hombre no quería matarla, lo noto en su cara, veo desde acá un destello, como preocupación o pena, diría que es preocupación. Es un hombre joven. Tal vez nunca antes había lastimado a una nena, tal vez le preocupa otra cosa. Agna es muy chiquita, su cuerpo es mínimo, como un perrito flaco. No se mueve.
Los gritos de las mujeres se suman a otros dos hombres de la guerrilla, los que estaban custodiando a los varones, que se acercan al escucharlas. Las monjas y yo callamos. Las demás son todo llanto. Los dos que llegaron golpean fuerte al que atacó a Agna mientras la señalan, uno en el abdomen y otro en la mandíbula. Lo reprenden en su idioma, no entiendo qué dicen pero me doy cuenta. Tal vez frustró los planes de la guerrilla de venderla bien, no sé. La guerrilla, igual que la Iglesia, igual que los nuestros, necesita financiación. El joven mira hacia abajo, acepta la reprimenda. Los varones capturados quedaron solos en la misma posición que nosotras, pies y manos juntos, enfrentándonos, a unos treinta metros. Con dificultad estiro el cuello buscando a Silvio. Lo veo totalmente echado, en la punta, tiene la boca llena de sangre y tierra, como si le hubieran pateado la mandíbula. Es tonto Silvio, desde acá veo en su mano la credencial. Anoche estuvimos hasta tarde tejiendo hipótesis sin terminar de nombrarlas, de lo que hoy podría salir mal. No eran tantas las opciones. O cruzábamos el puesto o nos atrapaban antes. Nos atraparon antes. Los dos sabemos que es mejor morir que terminar cautivos esperando el rescate. No lo sabíamos antes de llegar, lo supimos acá. Fuimos dándonos cuenta de todo lo que podía salir mal y nadie nos había dicho. Llegamos a la conclusión más terminal anoche, en la tienda: pacto suicida, hasta nos reímos de llamarlo así (tanto como puede uno reírse de semejante cosa). Yo no me atreví. Veo que Silvio tampoco, y no solo eso, el muy idiota trató de zafar mostrando la credencial. Si será idiota.
No hay niños varones en las hileras, los reclutan desde el vamos para su causa. Las niñas en cambio serán vendidas, en paquete con el resto de las mujeres que sirvan para aumentar el precio. Clavo la vista en mi compañero, en algún momento quizás mire acá. Estamos juntos en esto, tal vez no logremos sobrevivir pero estamos juntos.  
Las mujeres gritan, los varones gritan. Ruegos, perros ladrando, los raptores que pelean. Todo es polvo, sangre, angustia. No puedo seguir mirando, busco que eso se vuelva arrullo, como un zumbido que acune, así lo intento mientras mis ojos se cierran.
Qui sont les médecins! —ataca una voz ronca que invade, sombría. Qui sont les médecins. Quiénes son los médicos. No quiero mirar. Las opciones son tres y no quiero mirar pero tengo que abrir los ojos, quiero saber qué está pasando. El convocante pelea a los guardias de los varones mientras señala a Silvio tirado en suelo, inservible. Con solo verlo es obvio que Silvio es el médico, por su aspecto, y que no podrá ayudar a nadie, por cómo está. Deduzco que la reprimenda es por haberlo golpeado, no se golpea a los que pueden servir. El hombre alterna reprimenda y convocatoria. Nadie va a delatarme, lo sé. Todas estamos perdidas. El hombre imparte una instrucción a su gente. Nos desatan por un momento y separan de la hilera a cuatro de las mujeres: Cougra, las dos monjas y yo.
Cougra está de ocho meses, sigo su embarazo desde el comienzo. Como a tantas otras aquí, le enseñé los cuidados básicos para proteger al bebé y para protegerse a ella misma, hice todo lo que pude, todo lo que supe. Y sin embargo no es suficiente. No hay dato que ayude a Cougra contra la punta del Ka-Bar que le apoyan en la panza.
Qui son les médecins! —repite lúgubre. Nadie responde. Cougra llora y grita, la punta la está lastimando. Trato de callarme, estamos igual todas muertas, pero domina el impulso, maldita vocación y el juramento hipocrático, malditos médecins y maldita institución.
— ¡Yo! —intento gritar pero sale un hilito, mi garganta está seca, estoy débil y con sed. Las miradas de todas las cabezas que pueden moverse se apoyan en mí.
Qui son les médecins!
— ¡Yo! —insisto moviendo las manos. Me devuelven caras vacías. Entonces comprendo: no entienden qué digo. Grito, ahora sí: — C’ést moi!
El líder la suelta a Cougra. Otros dos me agarran de los hombros y me empujan hasta ubicarme donde está Agna, me arrodillo delante suyo y mis rodillas se empantanan en el charco de barro que se armó con la tierra y su sangre. Estoy más allá del llanto, esto supera todo. Tomo la muñeca de Agna entre mis manos, palpo su pecho, le toco la panza, busco su respiración. Agna está muerta.
Elle est morte —digo al aire. Está muerta.
El hombre toma por detrás al que la atacó, lo inmoviliza y le traza con el cuchillo una línea curva a la altura del cuello. El joven cae, se retuerce un poco y su sangre es como un río que sirve de advertencia al resto, de que acá hay reglas claras y quien no las cumple muere. Pienso que también para ellos, en este momento, la vida ha de ser dura. Pas de médecin pour lui. Il est aussi mort. Su mirada se apaga, los ojos se le cerraron. Ahora sí, para él no hay médico y está muerto también.
Miro alrededor. Todo es desierto. ¿Escapar a dónde? ¿Para qué? Si no morimos por estas bestias seremos cena de animales salvajes y no sé qué es peor. Por suerte tengo todavía entre la ropa mi pastilla. Espero que Silvio tenga la suya.

Griselda Perrotta

(*) Mención en el Concurso Nacional 60º Aniversario organizado por el Colegio de Médicos de Lomas de Zamora. Incluido en la antología Relatos Médicos.