No la mira como si fuera la hija. Dice
que es el padre pero no la mira como si fuera la hija. No soy tarada. Tampoco
me importa, cosas de ellos. Solo necesito que me crucen. Qué calor que hace, se
nota que acá no llueve, la tierra está seca y llena de pozos, me estoy partiendo
la espalda. Es la única forma. Acostada en el doble fondo, bajo la cama de los
cerdos. El olor es insoportable pero hay que aguantar. Podría ser peor, podría chorrear
la paja, por ejemplo.
Paramos. No puede ser tan pronto. No podemos
haber llegado al puesto tan pronto. No puede ser bueno que nos hayan parado.
Paran camiones con animales cuando los registran. No puede ser bueno que nos
hayan parado. ¿Dónde estará Silvio? Entramos al galpón separados, hombres,
mujeres, y después de a uno para subir. Los hombres fueron con Marcos y las
mujeres con ella, con la chica que trajo ayer y dijo que era la hija. Aunque
estuvieras con alguien entrabas solo, acá abajo uno está solo. Si pasa algo
también, solo. No se hacen cargo de nada y eso te lo avisan. No puede ser bueno
que nos hayan parado. Ojalá Marcos y la hija puedan seguir sin que revisen.
Si revisan estamos muertos. A la
guerrilla no se la engaña. Estás con ellos o estás muerto. ¿Quién nos mandó a elegir
África? ¿No había suficiente muerte en América? ¿No alcanzaban el hambre, el
sida y la malaria en español? No. Teníamos que salvar el mundo. África. Como si
acá el hambre, el sida y la malaria fueran distintos de los que había allá, a
mil, dos mil, cuatro mil kilómetros de casa. Tenía que ser África. Demasiado
jóvenes y demasiado idiotas. Pensábamos que el guardapolvo blanco nos haría
inmunes. La guerrilla no escucha razones. Cuando ataca una aldea arrasa con
todo, hombres, mujeres, niños, animales. Y médicos, claro. ¿Por qué no iban a llevarnos
también a nosotros? Valemos igual que el resto: nada. No valemos nada. Un
número más, una estadística, un lindo artículo en las revistas, héroes de
cartulina. Éramos los próximos. Van barriendo al revés de las agujas del reloj.
Al revés de todo. Marcos vino con el dato de que éramos los siguientes cuando
trajo el cargamento, el mes pasado. ¿Qué íbamos a hacer, si lo más probable es
que fuera cierto? Al menos que iban a llegar. Al menos eso. Si bastaba con ver
a lo lejos la humareda de las chozas incendiadas, y si el viento era a favor
hasta los gritos, a veces, se escuchaban.
Ojalá Marcos pueda esquivar la requisa.
Si no estamos muertos. Dijo que nos sacaba con la entrega del mes si le
dejábamos lo nuestro. Lo de la sala y lo de la gente, el sembrado, los
animales. Así Marcos se va armando lo que tiene. Es poderoso. Sé que no se
llama Marcos, pero quiere que le digamos así. En otras aldeas habrá sido Jean
Luque, Vicenzo, Jabahia o vaya a saber qué. No tiene acento, habla con todos
los matices juntos. Es imposible saber su origen o adivinar la edad. Había que
decidir para el día siguiente, dice que para cruzar el puesto tiene que
arreglar cosas. Ahí sí tiene arreglado. El tema es la ruta. La ruta, es el
problema. Si te agarran en la ruta.
Marcos o como se llame no es tan
distinto de la guerrilla. También hizo lo suyo a costillas de la gente. Por lo
menos él no te mata. Acá la lucha es entre guerrilla y carroña. La lucha baja,
la que mata, viola, quema y destroza, a la gente que solo busca vivir un día mientras
espera el siguiente. Como nosotros desde que llegamos a la aldea. Silvio me
convenció de venir. Yo quería ir a Francia. Pero no. Teníamos que ser
grandiosos, distintos. Y acá estamos. En el doble fondo de la cama de los
cerdos, esperando, rezando, yo soy atea pero se entiende, rezando para pasar el
puesto.
No puede ser bueno que hayamos parado
tan pronto. No puede ser bueno que por las hendijas vea tres hombres en musculosa
olfateando, altos como montañas. No puede ser bueno que el del medio gire la
escopeta e impacte la culata contra la madera, ni que yo sienta el golpe. No
puede ser bueno que el listón se haya quebrado y me esté mirando fijo. No puede
ser bueno.
*****
En la Facultad aprendí muchas cosas.
Aprendí por ejemplo que el pene promedio mide dieciséis centímetros y que la
vagina es un músculo elástico, que el ser humano posee resiliencia innata y que
una herida atendida a tiempo previene la muerte. Claramente, quienes me
enseñaron esas cosas no estaban pensando en lo que ocurre cuando un adulto enajenado
viola a una nena de siete años delante de su madre sin atención médica inmediata.
Las mujeres estamos todas arrodilladas
en el piso, atadas con una cadena que nos une de pies y manos, formando una
serie de círculos invertidos atados en línea desde la base. Sólo podemos mirar
hacia arriba. Las ancianas no resisten y la línea recta empieza a desmoronarse.
Las que nos sosteníamos perdemos el equilibrio cuando la madre de Agna trata de
incorporarse usando toda su fuerza para asistir a su hija, que yace tendida,
con las piernas abiertas en un charco de sangre. Se oye un disparo. La madre de
Agna se desploma y todas volvemos a caer amontonadas al suelo. Entre varios
vuelven a ordenarnos. Otra vez la hilera armada. El asesino nos apunta con
ametralladora. ¿De dónde sacan tantas armas? No creo que quieran matarnos a
todas, a algunas van a vendernos, por otras pedirán rescate, si no lo consiguen
podrán matarnos luego, antes de convertirnos en sus juguetes y tal vez nos
maten igual, incluso si lo consiguen. Sólo tres podríamos ser rescatadas por
los dioses-institución que mandan: las dos monjas y yo. Ciencia y Fe. Es fácil
reconocernos, nos delatan la ropa y la piel. Las tres miramos al suelo;
sospecho que, igual que yo, las monjas prefieren morir a ser llevadas al
cautiverio. Pero ellas tienen su dios; al menos tienen su dios a quien ofrecer
este infierno, a quien ofrecer siquiera la duda de no vivir, que para ellas es
pecado.
El destino es cierto para el resto, las
que no sirvan para algo: el horror hasta la muerte. Agna de ejemplo. Creo que
el hombre no quería matarla, lo noto en su cara, veo desde acá un destello,
como preocupación o pena, diría que es preocupación. Es un hombre joven. Tal
vez nunca antes había lastimado a una nena, tal vez le preocupa otra cosa. Agna
es muy chiquita, su cuerpo es mínimo, como un perrito flaco. No se mueve.
Los gritos de las mujeres se suman a
otros dos hombres de la guerrilla, los que estaban custodiando a los varones,
que se acercan al escucharlas. Las monjas y yo callamos. Las demás son todo
llanto. Los dos que llegaron golpean fuerte al que atacó a Agna mientras la señalan,
uno en el abdomen y otro en la mandíbula. Lo reprenden en su idioma, no
entiendo qué dicen pero me doy cuenta. Tal vez frustró los planes de la
guerrilla de venderla bien, no sé. La guerrilla, igual que la Iglesia, igual
que los nuestros, necesita financiación. El joven mira hacia abajo, acepta la
reprimenda. Los varones capturados quedaron solos en la misma posición que
nosotras, pies y manos juntos, enfrentándonos, a unos treinta metros. Con
dificultad estiro el cuello buscando a Silvio. Lo veo totalmente echado, en la
punta, tiene la boca llena de sangre y tierra, como si le hubieran pateado la
mandíbula. Es tonto Silvio, desde acá veo en su mano la credencial. Anoche
estuvimos hasta tarde tejiendo hipótesis sin terminar de nombrarlas, de lo que hoy
podría salir mal. No eran tantas las opciones. O cruzábamos el puesto o nos
atrapaban antes. Nos atraparon antes. Los dos sabemos que es mejor morir que
terminar cautivos esperando el rescate. No lo sabíamos antes de llegar, lo
supimos acá. Fuimos dándonos cuenta de todo lo que podía salir mal y nadie nos
había dicho. Llegamos a la conclusión más terminal anoche, en la tienda: pacto
suicida, hasta nos reímos de llamarlo así (tanto como puede uno reírse de
semejante cosa). Yo no me atreví. Veo que Silvio tampoco, y no solo eso, el muy
idiota trató de zafar mostrando la credencial. Si será idiota.
No hay niños varones en las hileras, los
reclutan desde el vamos para su causa. Las niñas en cambio serán vendidas, en
paquete con el resto de las mujeres que sirvan para aumentar el precio. Clavo
la vista en mi compañero, en algún momento quizás mire acá. Estamos juntos en
esto, tal vez no logremos sobrevivir pero estamos juntos.
Las mujeres gritan, los varones gritan. Ruegos,
perros ladrando, los raptores que pelean. Todo es polvo, sangre, angustia. No
puedo seguir mirando, busco que eso se vuelva arrullo, como un zumbido que acune,
así lo intento mientras mis ojos se cierran.
— Qui
sont les médecins! —ataca una voz ronca que invade, sombría. Qui sont les
médecins. Quiénes son los médicos. No quiero mirar. Las opciones son tres y no
quiero mirar pero tengo que abrir los ojos, quiero saber qué está pasando. El
convocante pelea a los guardias de los varones mientras señala a Silvio tirado
en suelo, inservible. Con solo verlo es obvio que Silvio es el médico, por su
aspecto, y que no podrá ayudar a nadie, por cómo está. Deduzco que la
reprimenda es por haberlo golpeado, no se golpea a los que pueden servir. El
hombre alterna reprimenda y convocatoria. Nadie va a delatarme, lo sé. Todas estamos
perdidas. El hombre imparte una instrucción a su gente. Nos desatan por un
momento y separan de la hilera a cuatro de las mujeres: Cougra, las dos monjas
y yo.
Cougra está de ocho meses, sigo su
embarazo desde el comienzo. Como a tantas otras aquí, le enseñé los cuidados
básicos para proteger al bebé y para protegerse a ella misma, hice todo lo que
pude, todo lo que supe. Y sin embargo no es suficiente. No hay dato que ayude a
Cougra contra la punta del Ka-Bar que le apoyan en la panza.
— Qui
son les médecins! —repite lúgubre. Nadie responde. Cougra llora y grita, la
punta la está lastimando. Trato de callarme, estamos igual todas muertas, pero
domina el impulso, maldita vocación y el juramento hipocrático, malditos
médecins y maldita institución.
— ¡Yo! —intento gritar pero sale un
hilito, mi garganta está seca, estoy débil y con sed. Las miradas de todas las cabezas
que pueden moverse se apoyan en mí.
— Qui
son les médecins!
— ¡Yo! —insisto moviendo las manos. Me devuelven
caras vacías. Entonces comprendo: no entienden qué digo. Grito, ahora sí: — C’ést moi!
El líder la suelta a Cougra. Otros dos
me agarran de los hombros y me empujan hasta ubicarme donde está Agna, me
arrodillo delante suyo y mis rodillas se empantanan en el charco de barro que se
armó con la tierra y su sangre. Estoy más allá del llanto, esto supera todo.
Tomo la muñeca de Agna entre mis manos, palpo su pecho, le toco la panza, busco
su respiración. Agna está muerta.
— Elle
est morte —digo al aire. Está muerta.
El hombre toma por detrás al que la atacó,
lo inmoviliza y le traza con el cuchillo una línea curva a la altura del
cuello. El joven cae, se retuerce un poco y su sangre es como un río que sirve
de advertencia al resto, de que acá hay reglas claras y quien no las cumple
muere. Pienso que también para ellos, en este momento, la vida ha de ser dura.
Pas de médecin pour lui. Il est aussi mort. Su mirada se apaga, los ojos se le
cerraron. Ahora sí, para él no hay médico y está muerto también.
Miro alrededor. Todo es desierto. ¿Escapar
a dónde? ¿Para qué? Si no morimos por estas bestias seremos cena de animales
salvajes y no sé qué es peor. Por suerte tengo todavía entre la ropa mi
pastilla. Espero que Silvio tenga la suya.
Griselda Perrotta
(*) Mención en el
Concurso Nacional 60º Aniversario organizado por el Colegio de Médicos de Lomas
de Zamora. Incluido en la antología Relatos Médicos.