El Japonés, le dicen, pero es
peruano. “Todo el día al sol no se aguanta, si no”, repetía mordiendo el pucho
de costado y se vaciaba la botellita en la nuca. Blanca lo miraba de atrás del
mostrador adentro el local. “No lo mires así, se va a dar cuenta”, le dije un
día. “¿De qué?”, me preguntó distraída. Distraída y mimosa. “De que te gusta”, la
apreté. “¡Ay, ¿qué decís?, mirá si va a gustarme ese negro!” me contestó. Dijo “negro”.
El Japonés justo estaba de
espaldas agachado, acomodando los cartones. Se había sacado la remera porque el
calor era insoportable, como siempre que es verano y ciudad. Insoportable. “¿Qué
lo mirás tanto, entonces?”. Quise ponerla incómoda. Sería mi jefa pero me tenía
al límite. Si seguía circulando gente en la cuadra no era por la tienda que
heredó del padre. Era por los chinos y la vereda que la sostenían, a ella y a
los que como ella no habían querido vender. Además, solo una trastornada podía
usar medibacha en verano. “¿No tenés calor?”, le pregunté un día que vi cómo me
miraba las piernas. También era verano y yo había ido en short. “Es que no soy
como vos, yo”. Por primera vez supe que era una marmota.
Me había contratado el padre. Sabía
que a lo mejor si adentro había alguien normal capaz alguno entraba y, cuando
el padre murió, yo quedé. Blanca me heredó con la tienda. Tenemos la misma edad.
“Me llamaron la atención los tatuajes, eso”, me contestó sin dejar de mirarlo.
El Japonés de joven se había
embarcado a un pesquero, cinco años estuvo; y cuando volvió se había dibujado
las cinco serpientes, una por cada año. Decía que eran monstruos del mar, se
hacía el pirata y le quedaba bien. Aunque nunca lo dijo yo creo que allá sí fue
pirata. Si le sale tan bien tiene que haber aprendido allá. Esas cosas se
aprenden. Y un poco la entendía a Blanca. ¿Quién se resiste a un pirata? Era difícil
ignorar la espalda del Japonés desde el mostrador de fórmica, hay que
reconocerle. “¿Por qué no lo dejás usar el baño?”. Siempre que podía la
molestaba con preguntas así. La había empezado a tutear el día después que
murió el padre. Nunca cerró la tienda, ni un día. Lo velaron de noche, ella y
la hermana, y al día siguiente ya estaban acá. ¿Qué clase de judío hace eso? No
tuvo moral. La hermana murió al año. Accidente de moto. El tipo iba en la moto,
ella cruzaba la calle con un paquete de masas y la atropelló. Tampoco cerró esa
vez.
Le insistí: “Se tiene que ir
hasta el kiosco. Si para acá, tiene las cosas acá. ¿Qué te cuesta dejarlo usar
el baño?” La molestaba porque sabía que era incapaz de echarme. Y si me echaba,
mejor. “Tienen enfermedades”, me contestó. “¿Quiénes tienen enfermedades?”. Le
pregunté en serio. No entendía qué quiso decir. ¿Los peruanos?, ¿los manteros?,
¿los piratas? ¿Quiénes tienen enfermedades? “Los japoneses” aclaró. Más pruebas
de que era una idiota. “Es peruano” le dije. Ella sabía. Todos sabíamos.
Hizo un ovillo en la cuchara
con el saquito del té. Cuando dejó de chorrear lo apoyó en el plato, revolvió
tres veces y respondió: “es lo mismo”. Y me imagino que sí, que para Blanca
debía ser lo mismo.
Yo a la Policía no le iba a
decir nada. Ya bastante sabían de preguntar en la cuadra. O creían saber. “Pero
ustedes eran amigos”. “No”, les dije cuando vi cómo venía la mano. El cuerpo de
Blanca todavía estaba en el piso atravesando el local y al Japonés lo tenían
entre dos, como si estuviera resistiéndose o algo. “Yo no fui”, repetía una vez
atrás de la otra. “Yo no fui”. Y me miraba.
Estaba muerta. Al lado tenía
la abrochadora con un manchón de sangre del mismo color de la que le apelmazaba
los mechones al cráneo. Me preocupaba que en la abrochadora estuvieran nada más
las huellas de Blanca y las mías. Eso pensaba.
De repente todos se pusieron
derechos y entró uno con el uniforme más preparado, supuse que sería el
comisario o algo de eso. “Buenos días”, dijo mientras terminaba de atravesar la
persiana a medio alzar. “¿La occisa?” Supuse que quería decir “muerta”. Nadie habló pero todos miraron a
Blanca. Un vago. Con correr la mirada un poco la veía solo.
Se acercó al cuerpo mientras
con disimulo se llevaba una mano a la entrepierna (Blanca era pelirroja). Me
causó gracia que fuera supersticioso pero no pude culparlo, yo también soy. El
Japonés seguía repitiendo “yo no fui” como si se hubiera trabado. “Cerquen
todo”, dijo y en seguida aparecieron cintas conitos y palos de colores que
empezaron a desplegar. “Llévenselos a los dos”. El Japonés y yo.
Tendría que haberse escapado
cuando le dije. Le dije que iban a encontrar su semen en el cuerpo de Blanca, o
su ADN, no sé, esas cosas. Le dije que lo amaba y quería ayudarlo. Lo primero
era mentira. Lo segundo no. “¿Pero por qué me tengo que escapar si no yo no
fui?”, preguntaba.
La mañana anterior los había
encontrado abrazados en el baño ni bien entré, antes de subir la cortina. Se
vistieron rápido como dos chicos y él salió corriendo por la puertita. Blanca
tardó un poco más en subirse la medibacha y abrochase la pulserita de los
zapatos. Sí, sí. ¿Qué puedo decir? El cliché. Así era ella. Como a los diez
minutos salió, vuelta a peinar como si no hubiera pasado nada. Levantó la
cortina y empezamos a atender. En todo el día no hablamos. Cero palabras. Cero.
Desde adentro el local veíamos
al Japonés como si fuera un día normal. Era raro eso. Cuando se hicieron las
seis levantó todo y se fue. Ni miró para dentro, ni saludó, nada.
Blanca siempre cerraba a las
siete y desde las cinco empezó guardar las cosas del mostrador para que no
juntaran polvo, como siempre. Después también como siempre volvió a bajar la
cortina.
Entonces caminó a su banqueta
y abrió la cartera.
Hay que ser trastornada para
tener un arma en el local ¿a quién se le ocurre con las cosas que pasan? Son
peligrosas las armas. “Blanca, bajá eso”. Le temblaba la mano. Yo tenía más
miedo de que se le escapara un tiro de que me disparara por su propia voluntad.
“Blanca, vos no podés matar a nadie. Además esas cosas a mí no me importan. No
le voy a contar a nadie”. Mentira. Se lo pensaba contar a toda la cuadra.
“Ustedes tuvieron algo, el
Japonés me contó” dijo sin dejar de apuntarme. Si será tarado. ¿Qué cuernos le
tenía que ir a contar? Capaz no era la primera vez. No debía ser la primera
vez. “¿Fue la primera vez?”, le pregunté y me largó una carcajada. Esa fue su
respuesta. Cuánta maldad. “Dejá el arma Blanca, vamos a hablar, preparo un té y
hablamos” le dije. En la calle ya iba parando el movimiento. Teníamos la
persiana baja pero se notaba.
Vi que bajaba el arma y la
apoyaba en el mostrador. “Guardala”, le repetí. Se acercó a su cartera, sacó
una fundita verde de gamuza y puso adentro la pistola.
Yo fui al fondo a calentar el
agua.
De paso al baño vi el toallón
en el suelo y las medias del Japonés.
Cuando volví Blanca estaba de
espaldas acomodando las flores de tela.
Sobre el mostrador vi la
abrochadora.
Esta mañana llegué y todavía
seguía en el mismo lugar donde la dejé anoche.
A la Policía la llamé yo. El
Japonés como un tarado entró solo antes que llegaran.
Dicen que en la calle hay
cámaras pero para mí es mentira.
Ojalá quede preso por pirata,
el Japonés. O por asesino.
Y que yo herede la tienda, si
se puede. Yo de leyes no sé…
Griselda Perrotta
(*)Premio Accésit-Concurso de Cuentos 2018-Colegio Público de
Abogados de la Capital Federal