El shortcito blanco tenía
puesto. Y cuando se sentaba la miraban más, porque apoyaba la cola en la punta,
estiraba las piernas para afuera un poco como un abanico y después las cruzaba. Enterraba los pies y jugueteaba viéndose la
arena correrle entre los dedos, encendía un cigarrillo que nunca se terminaba
completo, acomodaba el respaldo casi contra el suelo y se echaba al sol.
Ese día estábamos todos porque
era el campeonato de pesca y la orilla se convertía en una hilera de palos
largos que delineaban la costa. Los años anteriores éramos pibes pero para ese
verano varios ya no, y la mirábamos distinto. Ella todavía no nos registraba.
Pero teníamos un plan.
—¡Señora! ¿Nos pasa la pelota?
—grité mientras me le acercaba.
Si seríamos pendejos.
Me paré al lado y le tapé el
sol. Respiró como si quisiera meterse por la nariz el aire del mar completo y
quebró la cadera en cámara lenta. Me pareció que me estaba provocando.
—¿Qué?
—La pelota.
—¿Qué pelota, querido? —Escuchaba
a los otros risotear, pavotes, y quise que desaparecieran, que ese momento
fuera solamente de ella y mío. La señalé con la mano y enseguida me di cuenta que
era obvio, que la pelota la habíamos acercado a propósito. Me miró por encima
de los lentes, se volcó para el costado y tiró para zafarla. Se le corrió la
camisa y ahí vi la marca, justo encima del hombro. Mientras me alcanzaba la
pelota volvió a respirar hondo, y de cerca supe que sus tetas no eran tan
grandes como pensaba pero muchísimo más lindas.
Ni sospechó que yo le había
visto la marca, pero sí se acomodó la camisa, como algo incorporado. Me di
cuenta, pensé, que nunca la había visto en malla. Volvió a recostarse y fue
como si entre nosotros se bajara una cortina. Los chicos me llamaban para que
volviera al partido y hablaban entre ellos, riéndose:
—¡Traela que fue off-side!
—¡Traela, Lucas!
—¿Qué hace?
—¿Qué hacés, Lucas?
—¡Dale, pajero!
Pelotudos. Volví a jugar y
todas me pasaban de largo. Cada pelota que se acercaba eran los hombros de ella,
ella corriéndose la camisa, mostrándome a mí solo y contándome qué era la
marca.
El concurso lo ganó Felipe, el
novio de mi mamá, el novio de ese momento, que tenía ese verano. La plata la
iban a usar para cambiar el auto, dijo, pero eso quedó en nada porque con el
verano se fue Felipe, y también la plata. Con el pescado en cambio hicimos una
cena, esa misma noche. Lo cocinó él, a la parrilla, y les dijimos a los de las
demás cabañas. Mi mamá dijo que si quería invitara a alguno. Yo no podía elegir
a uno solo de los chicos, porque éramos
siempre en grupo, así que en cambio lo invité a Tomás, que no era tan cercano y
capaz prefería. Cercano cercano no había ninguno pero, si había que elegir uno,
Tomás.
Tomás llegó puntual con una
botella de Coca y unos pancitos de queso que dijo que mandaba la madre.
Devoramos las dos cosas jugando videos mientras afuera cocinaban el pescado.
Para cuando estuvo listo ya ni teníamos hambre. Nadie insistió. Nos quedamos
adentro y fui llevando el tema a la pregunta que había querido hacerle desde
que lo vi en la puerta con la Coca y los pancitos:
—La colorada, de la ochava, es
de acá, ¿no?
—Cati.
—¿Cati se llama?
—Catalina. No es de acá pero
viene mucho. ¿Por?
—Nada, no —y no sabía cómo iba
a seguirla—. Es que hoy, en la playa… la pelota…
—Me dijo, me contó.
—¿Te contó? —yo era el único
que se le había acercado, capaz me había nombrado a mí.
—Me dijo que unos pibitos la habían
estado molestando y que capaz en temporada empezaba a irse para los…
Se interrumpió. Vio que prestaba
demasiada atención.
—¿Adónde?
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—De Cati. Que me preguntabas
si es de acá.
No tuve que contestarle, por
suerte. Sentimos la puerta de adelante y entraron los grandes a pedir ayuda con
sacar la mesa.
Esa noche soñé que un
extraterrestre me agarraba en los médanos, me besaba en la boca y desaparecía. Yo
me dejaba. Me desperté tratando de ponerle al extraterrestre la cara de
Catalina pero no pude: cada vez que cerraba los ojos aparecía la cabeza gigante,
el vientre enorme y las patas flacas. Estuve así un rato largo y, cuando sonó
el despertador de Felipe, hasta el extraterrestre se fue del todo.
—No quiero jugar, no tengo
ganas.
—¿Y qué vas a hacer?
—No sé, mirar el mar.
Se rieron todos juntos, otra
vez, como marmotas.
—¡Mirar el mar a ver si llega
la nooooooviaaaaaa!
Sí esperaba que Catalina
viniera. Y me quedé esperándolo hasta que mis amigos se fueron a almorzar, y me
acordé lo que Tomás me había dicho, y que no había terminado de contarme.
Empecé a caminar para los
médanos. Debía parecer un demente, hundiendo los pies en la arena con esa
temperatura. Los del concurso ya se habían ido todos, y el resto a almorzar.
Los recorrí completos pero no estaba Catalina. “Ni el extraterrestre”, me burlé
solo mientras volvía.
No planifiqué el camino pero
las calles te llevan por donde ellas quieren, siempre es así, y vi la ochava.
¿Y qué iba a hacer? No tenía
excusa. Ninguna excusa. NINGUNA. Ya estaba en la puerta. Era hora de la siesta.
Debía estar dormida. O capaz no dormía siesta. Se sentía olor a incienso y de
adentro tambores, como tambores o algo así. No distinguía si era grabado o
tocando. Golpeé a la puerta y paró.
—¿Quién es?
Voz de hombre. Salí corriendo.
Nadie abrió, fue solo la pregunta. Mientras corría empecé a dudar si la voz había
sido de hombre o de mujer ronca. Capaz que estaba durmiendo y si la desperté...
Pero los tambores y el incienso… Y la marca en el hombro. Pensaba en la marca,
con el incienso y los tambores y un hombre, o varios, y en el medio de todo eso
Catalina.
Era todavía la siesta cuando
llegué. Por la puerta mal cerrada pude ver a mi madre y al novio durmiendo
desnudos. Me dio asco y me calentó un poco.
Me saqué la ropa y me tiré yo
también a dormir.
Griselda Perrotta