miércoles, 18 de enero de 2017

La marca

El shortcito blanco tenía puesto. Y cuando se sentaba la miraban más, porque apoyaba la cola en la punta, estiraba las piernas para afuera un poco como un abanico y después las cruzaba. Enterraba los pies y jugueteaba viéndose la arena correrle entre los dedos, encendía un cigarrillo que nunca se terminaba completo, acomodaba el respaldo casi contra el suelo y se echaba al sol. 
Ese día estábamos todos porque era el campeonato de pesca y la orilla se convertía en una hilera de palos largos que delineaban la costa. Los años anteriores éramos pibes pero para ese verano varios ya no, y la mirábamos distinto. Ella todavía no nos registraba. Pero teníamos un plan.
—¡Señora! ¿Nos pasa la pelota? —grité mientras me le acercaba.
Si seríamos pendejos.
Me paré al lado y le tapé el sol. Respiró como si quisiera meterse por la nariz el aire del mar completo y quebró la cadera en cámara lenta. Me pareció que me estaba provocando.
—¿Qué?
—La pelota.
—¿Qué pelota, querido? —Escuchaba a los otros risotear, pavotes, y quise que desaparecieran, que ese momento fuera solamente de ella y mío. La señalé con la mano y enseguida me di cuenta que era obvio, que la pelota la habíamos acercado a propósito. Me miró por encima de los lentes, se volcó para el costado y tiró para zafarla. Se le corrió la camisa y ahí vi la marca, justo encima del hombro. Mientras me alcanzaba la pelota volvió a respirar hondo, y de cerca supe que sus tetas no eran tan grandes como pensaba pero muchísimo más lindas.
Ni sospechó que yo le había visto la marca, pero sí se acomodó la camisa, como algo incorporado. Me di cuenta, pensé, que nunca la había visto en malla. Volvió a recostarse y fue como si entre nosotros se bajara una cortina. Los chicos me llamaban para que volviera al partido y hablaban entre ellos, riéndose:
—¡Traela que fue off-side!
—¡Traela, Lucas!
—¿Qué hace?
—¿Qué hacés, Lucas?
—¡Dale, pajero!
Pelotudos. Volví a jugar y todas me pasaban de largo. Cada pelota que se acercaba eran los hombros de ella, ella corriéndose la camisa, mostrándome a mí solo y contándome qué era la marca.

El concurso lo ganó Felipe, el novio de mi mamá, el novio de ese momento, que tenía ese verano. La plata la iban a usar para cambiar el auto, dijo, pero eso quedó en nada porque con el verano se fue Felipe, y también la plata. Con el pescado en cambio hicimos una cena, esa misma noche. Lo cocinó él, a la parrilla, y les dijimos a los de las demás cabañas. Mi mamá dijo que si quería invitara a alguno. Yo no podía elegir a uno solo de los chicos, porque éramos siempre en grupo, así que en cambio lo invité a Tomás, que no era tan cercano y capaz prefería. Cercano cercano no había ninguno pero, si había que elegir uno, Tomás.
Tomás llegó puntual con una botella de Coca y unos pancitos de queso que dijo que mandaba la madre. Devoramos las dos cosas jugando videos mientras afuera cocinaban el pescado. Para cuando estuvo listo ya ni teníamos hambre. Nadie insistió. Nos quedamos adentro y fui llevando el tema a la pregunta que había querido hacerle desde que lo vi en la puerta con la Coca y los pancitos:
—La colorada, de la ochava, es de acá, ¿no?
—Cati.
 —¿Cati se llama?
—Catalina. No es de acá pero viene mucho. ¿Por?
—Nada, no —y no sabía cómo iba a seguirla—. Es que hoy, en la playa… la pelota…
—Me dijo, me contó.
—¿Te contó? —yo era el único que se le había acercado, capaz me había nombrado a mí.
—Me dijo que unos pibitos la habían estado molestando y que capaz en temporada empezaba a irse para los…
Se interrumpió. Vio que prestaba demasiada atención.
—¿Adónde?
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—De Cati. Que me preguntabas si es de acá.
No tuve que contestarle, por suerte. Sentimos la puerta de adelante y entraron los grandes a pedir ayuda con sacar la mesa.

Esa noche soñé que un extraterrestre me agarraba en los médanos, me besaba en la boca y desaparecía. Yo me dejaba. Me desperté tratando de ponerle al extraterrestre la cara de Catalina pero no pude: cada vez que cerraba los ojos aparecía la cabeza gigante, el vientre enorme y las patas flacas. Estuve así un rato largo y, cuando sonó el despertador de Felipe, hasta el extraterrestre se fue del todo.

—No quiero jugar, no tengo ganas.
—¿Y qué vas a hacer?
—No sé, mirar el mar.
Se rieron todos juntos, otra vez, como marmotas.
—¡Mirar el mar a ver si llega la nooooooviaaaaaa!
Sí esperaba que Catalina viniera. Y me quedé esperándolo hasta que mis amigos se fueron a almorzar, y me acordé lo que Tomás me había dicho, y que no había terminado de contarme.
Empecé a caminar para los médanos. Debía parecer un demente, hundiendo los pies en la arena con esa temperatura. Los del concurso ya se habían ido todos, y el resto a almorzar. Los recorrí completos pero no estaba Catalina. “Ni el extraterrestre”, me burlé solo mientras volvía.

No planifiqué el camino pero las calles te llevan por donde ellas quieren, siempre es así, y vi la ochava.
¿Y qué iba a hacer? No tenía excusa. Ninguna excusa. NINGUNA. Ya estaba en la puerta. Era hora de la siesta. Debía estar dormida. O capaz no dormía siesta. Se sentía olor a incienso y de adentro tambores, como tambores o algo así. No distinguía si era grabado o tocando. Golpeé a la puerta y paró.
—¿Quién es?
Voz de hombre. Salí corriendo. Nadie abrió, fue solo la pregunta. Mientras corría empecé a dudar si la voz había sido de hombre o de mujer ronca. Capaz que estaba durmiendo y si la desperté... Pero los tambores y el incienso… Y la marca en el hombro. Pensaba en la marca, con el incienso y los tambores y un hombre, o varios, y en el medio de todo eso Catalina.

Era todavía la siesta cuando llegué. Por la puerta mal cerrada pude ver a mi madre y al novio durmiendo desnudos. Me dio asco y me calentó un poco.
Me saqué la ropa y me tiré yo también a dormir. 
      Griselda Perrotta