Siempre quise tener un paraguas rojo. Bombé, de
los buenos que te cubren hasta los hombros, con las varillas duras, que no se
doble con el viento. Sobre todo los días de lluvia. Ahí lo quiero más.
De las
cosas que he querido, casi todas satisfice. Pero el paraguas rojo está
pendiente. Podría ir un lunes, o un jueves, cualquier día; podría ir cualquier
día y comprarlo. Aunque…no es fácil. No hay tantos negocios que vendan paraguas
rojos, bombé, de los buenos, hasta los hombros. Mucho menos de varillas duras y
que el viento no los doble.
No sé qué
ha pasado con los paraguas, que hasta el más mejorcito que se encuentra es,
llanamente, porquería. Al primer viento acaba doblándose hacia arriba, los
palitos quebrados, y algunos hasta se llueven por las costuras de la tela. No
hablo de paraguas cualuncues de esos de cincuenta. Digo los de doscientos, o
trescientos, que ya es un precio por el que uno bien puede esperar algo durable.
Por supuesto es como todo, ya sé, los hay más caros. Pero ahí ya no me dan
tantas ganas de tenerlo. Si alguien me dijera “venga señora, tiene aquí un
paraguas rojo, bombé, de cobertura hasta los hombros, varillas de acero y ni el
viento las dobla, le sale mil”, ahí ya no sé si me dan tantas ganas de tenerlo.
Si me lo regalan capaz sí. Pero ¿quién me va a
regalar un paraguas de mil? Sería un regalo muy raro, gastar mil en un
paraguas, que al fin y al cabo es algo que se usa, cuando mucho y si uno es
callejero, digamos, qué, ¿veinte veces al año? Y exagero. Ni al más pascual la
lluvia lo agarra veinte veces en la calle a lo largo de un año. Y si pasa, que
uno anda mucho a la intemperie, e incluso si es previsor y se avispa, tampoco. Tampoco
es que toooooooodas las veces que llueva uno va a andar cargando ese coso. Porque
no puede negarse el engorro, de andar por la calle con tamaño artefacto. Y
además están las gotitas de frente; esas
que el viento intercepta antes que toquen suelo. Esas te mojan siempre. Si no
es la cara —porque como dije, el paraguas sería bombé hasta los hombros— te
mojan igual, de los hombros para abajo, que es al final casi todo el cuerpo. Y
entonces, ¿para qué quiero, digo yo, un paraguas de mil, si de todas formas voy
a empaparme? Aunque sea rojo y bombé, como yo quiero. Si hay viento sonaste.
Creo que es eso, lo que me frena. Capaz por eso no me lo compro. Es eso. Sí. Es
por el viento.
Y no debo ser yo sola. ¿Ha notado que ya casi no
se ven paragüerías? No es que la gente prefiera baratijas. Fíjese si no con los
zapatos. Hay de cincuenta, de cien, quinientos, de mil y de más también. Con
unas cuadras de diferencia se puede encontrarlos todos. Con las carteras, lo
mismo. Juguetes, la ropa, hasta comida. Pero ¿paraguas? Dígame usted dónde
puedo encontrar paraguas buenos. ¿Ya ve? Tiene que pensarlo. Sí, sí, la marca
esa. Ya sé. No me convence; es raro el nombre. Y además, vaya uno a saber si viene
en rojo, como yo quiero. Porque si voy a gastarme semejante dineral en un
paraguas, lo menos que he de exigir es que mi paraguas sea rojo, y que llegue hasta
los hombros. Si no, ni me interesa. Ha visto que no es tan simple. Lo voy a
seguir pensando.
Griselda Perrotta