Elsa estudió psicología, como su padre. Nunca ejerció su
profesión. No trabajó mientras estudiaba, y luego de graduarse dio clases de
psicología como suplente en una escuela secundaria durante tres años, dos horas
por semana. A los treinta años se casó bien, y, como no necesitaba sueldo
porque su marido ganaba más que suficiente, dejó de trabajar. A los treinta y
tres se dio cuenta de que se aburría y quiso tener un hijo. A los treinta y seis
le confirmaron definitivamente que eso nunca pasaría porque estaba físicamente
impedida para procrear. A los treinta y nueve descubrió que su marido estaba
enamorado de otra persona y así encontró la oportunidad para zafarse del
matrimonio, con dos inmuebles y una buena cantidad de dinero. A los cuarenta y
dos se compró un Yorkshire terrier macho, le puso un collar turquesa con
brillitos plateados y le consiguió un almohadón de chenille color manteca.
Después del perro se empezó a aburrir de vuelta y escribió un libro de
autoayuda, donde les decía a las mujeres que la vida empieza a los cuarenta, y
en cada una de sus setenta páginas desarrollaba un consejo para ser feliz. Para
que no quedaran dudas, el libro se llamaba “Setenta Consejos para Ser Feliz
después de los Cuarenta”. Descubrió que las editoriales no encontraban ninguna
novedad en sus consejos, y que la única forma de publicarlo sería pagando. Lo
hizo de buena gana, pensando que así su ex moriría de envidia, y hasta le mandó
una invitación personalizada para el evento de la presentación del libro. En
cambio, a su ex lo llenó de vergüenza saber que los dos hijos que había tenido
con su nueva esposa algún día serían hombres, y sabrían que hubo una época en
la que su padre estuvo casado con la persona que había publicado semejante
cosa. Lo tranquilizaba pensar que, seguramente, en dos años los libros de
Elsa estarían apilados en una mesa de saldos de la calle Corrientes, deseando
que alguien los eligiera de entre otros tantos mientras esperaba que pasara
alguna lluvia torrencial. Lo que el hombre nunca pensó es que existía alguna
posibilidad de que Elsa tuviera su propio programa de radio.
De las
épocas del matrimonio, Elsa era amiga de compras de Sabrina, una chica más
joven a la que había conocido en el gimnasio, que estaba en pareja con un
conocido empresario de la industria de los medios. No es fácil llenar horas y
horas de programación, sobre todo en verano. Caipiroskas mediante, una
madrugada de noviembre, sentados al borde de la pileta, Elsa y el empresario pactaron
hacer un piloto de dos horas para salir en AM los domingos a la una de la mañana.
Nadie quiere trabajar en verano por AM los domingos a la una de la mañana, por
lo cual esa es una franja que el empresario solía llenar con lo que encontraba,
y lo que encontraba duraba, como mucho, lo que tarda en concluir el verano.
Elsa
presentó un formato tradicional en el que ella leía un capítulo (o sea, una
página) de su libro, con música clásica de fondo, y se explayaba unos treinta
minutos ahondando sobre lo leído, seguidos por una tanda de tres temas
musicales, y luego recibía preguntas con preocupaciones de los oyentes, a
quienes respondía con un consejo, alternando los consejos con temas musicales,
de a uno: consulta, consejo, tema musical; consulta, consejo, tema musical. Elsa
empezaba el programa contando que era psicóloga graduada, que había sido
docente y que ahora era escritora, con lo cual, al oído común, cualquier
estupidez que pudiera llegar a decir tenía fundamento científico. Agregaba que
había estado casada durante quince años, que la habían traicionado, y que su
perro era su familia. Con eso conquistó al público de AM en verano los domingos
a la una de la mañana. Gente sola, acalorada, con insomnio, sin horarios. Ese
era su público.
El proyecto
estaba pensado para durar setenta programas, en los que se abordarían, de a uno,
los setenta consejos para ser feliz que el libro plasmaba. Fue un éxito rotundo
desde la primera transmisión. Noche a noche, el dial iba incrementando su
audiencia, hasta que el de Elsa fue el programa más escuchado de su franja. Los
oyentes la llamaban pidiendo que les explicara cómo encontrar la verdadera
vocación; en qué invertir el dinero sobrante; la forma de combatir el
sobrepeso; por qué sus hijos se drogaban; si era normal sentir deseo durante el
embarazo; cuántos kilos menos es anorexia; cómo se hace para retener a una
mujer; si es correcto internar a la abuela en un geriátrico; hijos sí, hijos
no; cómo salir de una secta; cómo dejar a un amante: todas cuestiones de índole
sumamente personal. A todas Elsa respondía con un tono seguro y convincente,
dando un consejo certero y absoluto, y sus oyentes le agradecían por decirles
exactamente qué tenían que hacer ante las situaciones que los atormentaban.
Elsa hablaba de cosas que ignoraba, pero sus palabras parecían verdad. Los
oyentes veían verdad en la voz que se proyectaba hacia el aire, y le hacían
caso, porque Elsa era psicóloga, y había sufrido, y después escribió un libro
diciendo que ahora era feliz y que encima tenía la receta. Escuchaban su sabiduría mediática. Elsa estaba satisfecha con el rumbo que su vida había
tomado y estaba pensando en escribir un libro llamado “Crónicas de mis Días de
Radio. Consejos Prácticos de Aplicación Inmediata”. Elsa tenía una respuesta
para todo. Pero un día recibió un llamado que no pudo responder.
Promediaba febrero, hacía treinta y dos grados y llovía. Había llegado a la
radio sobre la hora del comienzo del programa. No imaginó que llovería, así que
había hecho corriendo las últimas cinco cuadras, mojándose a su paso. Encima el
día coincidía con la fecha de su divorcio. Llegó al estudio tarde y empapada;
se sacó los zapatos chorreados, que ubicó prolijamente al lado de la entrada,
se secó el pelo con un pañuelo, y fue directamente a ubicarse en su sitio.
Estaba alterada y nerviosa. Apenas se había sentado cuando le indicaron su entrada y, con tono agitado, la locutora empezó:
— Mi nombre es Elsa Bondancciotti. Soy
psicóloga graduada, trabajé durante varios años como docente, y tal vez hayas
leído mi libro ‘Setenta Consejos para Ser Feliz Después de los Cuarenta’. Estoy
acá para ayudarte, para escucharte, y sobre todo…para aconsejarte. Estuve
casada durante quince años con la misma persona, pero esa persona me traicionó.
Nunca tuve hijos, pero sí tengo un perrito, que hoy es mi familia. Yo te
entiendo, porque surfrí igual que vos. Llamame. Contame. Soy Elsa. Yo te
aconsejo.
Comenzó a sonar un bolero.
Durante
las horas del programa los llamados pasaban directamente a Elsa sin filtro
previo. Dado el público, la conductora y la franja horaria, la producción
consideraba que todo tipo de desborde o escándalo imprevisto, de cualquiera de
las dos partes, era bienvenido, ya que en las noches solitarias la acción es
poca y anhelada.
El tema de ese día era el del capítulo
cuarenta y cinco: “Lo Pasado Pisado. Si
querés ser feliz, no mires atrás. Tu presente es hermoso y lo mejor está por
venir”. Luego de la tanda de tres canciones, y antes de recibir el primer
llamado, Elsa dijo al aire que ese era su capítulo favorito, que la tocaba
personalmente, porque sólo dejando atrás su pasado había podido concentrarse en
el presente y proyectar su futuro, logrando así ser feliz. Se oyó un timbre
sonar tres veces, y luego la voz de Elsa:
— Soy Elsa. Contame.
— Hola — dijo una voz temblorosa de mujer
a punto de quebrarse.
— ¿Un poquito triste? — respondió Elsa,
como si estuviera descubriendo algo vedado al resto. E ilusionada. Estos eran
los llamados más exitosos: los llamados en los que el oyente se quebraba.
— No sé. Puede ser.
— Contame mi amor, contame a ver si
te puedo dar algún consejito.
— Estoy muy mal, porque no tengo
motivos para ser feliz, pero tampoco para sentirme totalmente desdichada. Tengo
cuarenta y cinco años. Hace veinte me recibí de licenciada en Letras
— se presentó la voz en un tono monocorde.
— ¡Ay qué lindo! — irrumpió Elsa
tratando de buscar algún tipo de emoción, con su cuerpo ansioso y su ropa aún
mojada.
— En realidad no —siguió la mujer— Yo quería ser ingeniera pero mis padres decían
que esa era una carrera de varón; y me aconsejaron seguir una carrera de mujer,
como Letras o Abogacía.
— ¡O Psicología! — volvió Elsa con fervor.
— No. Mis padres decían que las psicólogas
están todas locas.
— ¡Y las abogadas son todas putas! — tiró
Elsa al aire. La producción desbordaba expectante. Desde que vieron entrar a
Elsa al estudio sabían que esa noche iba a ser especial.
En los hogares oscuros
y solitarios, con la lluvia cayendo de fondo, los oyentes subieron el volumen.
— Bueno, no importa, igual fue Letras —
replicó la voz en el mismo tono del comienzo.
— ¿Y escribiste algo, querida, pudiste publicar? — dijo
Elsa ofuscada, con un tono de competencia infantil.
— No. Eso fue un problema. Yo elegí Letras
porque además de Ingeniería me gustaba escribir, pero en la Facultad lo único
que hacían era obligarme a memorizar nombres de autores, obras, fechas, estilos,
períodos, y a nadie le importaba lo que yo tenía para decir. Al final dediqué
un montón de años a aprenderme todo eso, y me mató, porque yo no sé qué pasó en
el medio, pero para cuando me recibí ya ni ganas tenía de escribir. En
un momento, como al tercer año, me di cuenta, y quise dejar y empezar a
estudiar con alguien que me orientara en lo que yo quería hacer, que era
escribir, pero fue decirlo en casa no más, y fue un desastre. Mis padres empezaron
con que si no estudiaba no iba a tener futuro, que de qué iba a vivir, que la
vejez, que a mi edad ellos ya estaban casados y con una hija. Yo era chica y no
quise decepcionarlos, así que seguí, pensando que cuando terminara Letras iba a
poder escribir lo que quisiera. Pero te digo Elsa, cuando terminé ya no tenía
ganas de nada, y la gente encima empezó a preguntarme dónde iba a trabajar, se
empezaron a poner muy pesados con eso. Y para que dejaran de molestarme hice lo
más cómodo que encontré: me enganché a dar clases ad honorem en un curso de la
Facultad. En realidad no era un curso, era un seminario que se daba en esa época. Iba dos veces por semana, y en casa se tranquilizaron con la
cuestión de mi futuro. El tema me gustaba, y el profesor también me gustaba. Me
gustaba mucho, por eso me enganché a trabajarle gratis, tan tonta no era. Sabía
que a él también yo le gustaba y no me iba a rechazar. Di clases con él un año
y para el segundo ya estábamos de novios. Como dijo que le parecía inapropiado
salir con una alumna, aunque yo ya no fuera una alumna, decidimos que yo dejara
de dar clases, y de a poco, no sé cómo, me fui yendo a vivir con él. Luciano tenía
treinta años más que yo, era divorciado y tenía dos hijos de su matrimonio
anterior. Desde el principio de la convivencia me dijo que él no quería tener
más hijos y que no podía asegurarme que lo nuestro fuera a durar. Pero ya era
tarde: yo estaba enamorada. En mi casa mis viejos se horrorizaron de que él
fuera tan mayor, de que no nos casáramos, y me decían que sin papeles no hay
garantía, que me iba a arruinar la vida. Mi vida ya estaba arruinada, Elsa. Con
mis padres dejé de hablarme porque era imposible entablar diálogo sin que empezaran a aconsejarme que buscara trabajo en
algún colegio, que dejara a Luciano, que buscara un chico de mi edad, que
volviera a vivir con ellos, que se me iba a pasar el tren. Me decían que se me
iba a pasar el tren. Cuando pasó la etapa del escándalo, con Luciano
encontramos cierta estabilidad. Estuvimos bien unos años. Pero mi vida
consistía en prepararle el desayuno a la mañana y esperarlo con la cena lista
cuando volvía a la noche. Lo que pasara en el medio a él no parecía importarle,
y llegó un punto en el que a mí también dejó de importarme. Me sentía muy sola,
me aburría, y entonces mi prima tuvo un bebé. Yo nunca había pensado en ser
madre, pero cuando la vi a mi prima con el hijo me di cuenta de que eso era
algo grande, de que ahí había vida, ahí había esperanza. Sentí que con un bebé
todo iba a ser distinto entre Luciano y yo. Le dije que quería tener un hijo y
me contestó que pensaba que ese tema estaba claro, y que si no estaba de
acuerdo, la puerta estaba abierta. Yo estaba enamorada, y encima me hubiera
muerto de vergüenza si tenía que volver a vivir con mis viejos. Además no había
trabajado nunca en mi vida, ni siquiera sabía cómo se hacía para buscar
trabajo, no sabía ni hacer una cama, Luciano tenía una empleada que se ocupaba
de todo lo de la casa, y antes de mudarme con él me hacía todo mi mamá. ¿A
dónde iba a ir? Me acuerdo que esos días a la mañana yo salía temprano a
caminar; no hablaba con nadie en todo el día hasta que Luciano volvía de dar
clases, a la noche. Trataba de sacarle conversación a la empleada de Luciano,
pero ella no me daba lugar. Un día mientras caminaba por Pedro Goyena un gatito
negro me empezó a seguir; se notaba que todavía era cachorro, y me siguió
cuatro cuadras. Cuando paro en un semáforo se me empieza a restregar ronroneando,
haciéndome zigzag entre los tobillos; yo miro para abajo y el gatito mira para
arriba al mismo tiempo, y nos cruzamos las miradas, y yo supe que el gatito me
entendía; entonces lo agarré y me lo puse adentro de la campera. Pasé por la
veterinaria a comprarle una caja, piedritas sanitarias y comida para gatitos, y
lo llevé a casa. Nos tiramos en la cama y nos quedamos dormidos, acurrucados, con el gatito, uno al lado del otro. Cuando me desperté ya eran las once, el
gatito no estaba y sus cosas tampoco. Escuché ruido en la cocina, y cuando
entré vi que Luciano estaba preparando unos fideos. Le pregunté por el gato y
me dijo que lo había tirado a la calle, que esa era su casa y que no quería
mascotas. Desde ese día me sentí más sola que nunca. Y me aburría, me aburría
mucho. Entonces empecé a escribir de vuelta. Cuando fui teniendo cosas
terminadas se las mostraba a Luciano, pero todo lo que yo hacía a él le parecía
una porquería. Me rompía los borradores, o me los devolvía todos tachados con
rojo, o con verde, me los calificaba, como si fuera una alumna, y me decía que
yo nunca iba a ser escritora. Y lo peor no es eso, lo peor es que yo le creía,
o no sé, capaz tenía razón, capaz lo que yo escribía era una mierda. Ya no sé.
Veo tanta mierda publicada que ahora no sé, si para publicar hay que ser bueno,
Elsa. Cuando vi tu libro, por ejemplo, yo acababa de cumplir cuarenta y cuatro,
fue el año pasado. Caminaba por Lavalle buscando telas para unas cortinas y,
sin darme cuenta, llegué hasta Paraná. Me había pasado, entonces doblo para
agarrar por Corrientes y se larga un chaparrón de aquellos. Yo no tenía
paraguas y encima estaba en sandalias, así que tenía que parar sí o sí. Para
resguardarme me meto en una librería y veo tu libro. Justo esa mañana habíamos
discutido con Luciano porque yo le había dicho que me había robado mis mejores
años, y que por su culpa había desperdiciado mi vida. Él me respondió que yo estaba
teniendo una crisis existencial porque ya había pasado los cuarenta, y que me
aconsejaba anotarme en Pilates, que capaz ahí iba a encontrar otras chicas como
yo a las que seguro les estaba pasando lo mismo. Yo no soy una chica, Elsa, yo
soy una mujer.
La oyente
se detuvo. Se escuchó ruido de papel, una chispa, y una inspiración seguida de
una exhalación muy larga. Se adivinaba que estaba encendiendo un cigarrillo.
En situaciones normales Elsa
la hubiera interrumpido muchísimo antes, o hubiera al menos llenado el claro
con algún comentario, pero por algún motivo el relato de la mujer había dejado
muda a la locutora. La producción le hacía señas para que interviniera, pero
Elsa no hablaba. La oyente siguió:
—Y en la librería vi tu libro, y perdoname,
perdoname en serio, pero me di cuenta de que lo que yo le mostraba a Luciano era
Kafka al lado de la mierda que vos escribiste. Y me intrigó saber quién eras, saber
cómo un libro como el tuyo llegaba a estar impreso en papel, en una librería
tan céntrica. Quise saber quién eras, y
te empecé a buscar en internet. Para eso soy buena porque, como siempre
tuve mucho tiempo libre, aprendí a buscar cosas de la gente. Te sorprendería
saber la cantidad de información que está a disposición de todo el mundo y ni
siquiera lo sabemos. No importa. La cosa es que encontré un montón de cosas, y vi
que vos sos un fraude. Perdoname, Elsa, pero sos un fraude. Estudiaste
psicología para gustarle a tu viejo. Sos una concheta de Barrio Norte que en su
puta vida ejerció como psicóloga; y vos también diste clases como yo para no
tener que laburar, pero en una escuela secundaria; y después te embolaste y te
compraste ese perrito de mierda con el que salís en la foto de tu libro, y que decís
que es tu familia. Vos no tenés familia, Elsa, y no tenés vergüenza tampoco ¿por
qué no le contás a la gente que querías tener hijos y no pudiste? ¿que tu
marido te dejó por la hija de tu mejor amiga? Esa parte no se la contás a
nadie, la de los hijos, y la de tu mejor amiga, pero está en las fotos que
publican ella y la hija en el perfil, y en los comentarios de la gente, ahí aparece
todo. Y tampoco contás que para publicar tu libro pagaste, y que a la
presentación no fue nadie; que te tuviste que volver sola llorando en el taxi
con el perro en una mano y los 200 sanguchitos de miga en la otra, y que la
bebida se la dejaste a los del salón porque no podías transportarla. Acá la
gente te llama y te cuenta su peor miseria, Elsa, y vos les contestás desde un
pedestal, haciéndote la superada. El otro día una chica te contó que estaba
embarazada del cuñado y así, como si nada, le aconsejaste que le contara todo a
la hermana. O el viejito que te contó que a veces pensaba en matar a la mujer,
y le dijiste que lo hablara con ella. O la maestra que estaba enamorada del pibe,
y vos saliste con que le diera para adelante porque el amor no tiene edad ¿Tenés
noción de los desastres que podés armar? La gente tiene que saber quién sos. ¿Por
qué no contás que ese espacio lo enganchaste porque conocés a la pendeja que se
está morfando el dueño de la radio? Perdoname, Elsa, perdoname, no quiero
ofenderte. Lo que pasa es que estoy sensible. Justo hoy el tema es ‘Lo Pasado
Pisado’, y yo pienso en mi pasado, y mi pasado soy yo, ¿entendés? Yo sigo
siendo mi pasado, sigo viviendo con este viejo de mierda que me arruinó la vida;
y no tengo nada más que a Luciano; perdí todo lo demás, perdí mi familia, mi belleza,
mis ganas de escribir. Y encima decís que hay que proyectar el futuro, ¿qué
futuro? ¿cómo hago para abrirme de Luciano? ¿cómo hago para tener un futuro?
Decime vos, Elsa, a ver, Elsa, aconséjame, vos que sabés. ¿Qué hago?
El estudio
era una tumba. El silencio de fondo sólo era intervenido por un sollozo
bajo, cansino, que salía del micrófono de la locutora. Los celulares de la
gente de producción no paraban de sonar, pero nadie los atendía; hasta que la
pasante reaccionó y atinó a cortar la comunicación, mas no hizo falta. La
oyente había colgado el teléfono y se escuchaba al aire el tono de la línea
vacía.
Sin
levantar la vista, Elsa se levantó de su silla, agarró la cartera, y abandonó
el recinto corriendo, descalza. Empujó con su cuerpo la puerta de entrada al
estudio y siguió corriendo bajo la lluvia cuatro cuadras casi a ciegas, porque
las lágrimas le nublaban la vista. Corría sin rumbo. Cruzó la avenida como venía y, en medio
de la calle, resbaló sobre el asfalto justo antes de que cambiara el semáforo. Estaba
demasiado dolorida para poder levantarse. Se escuchaban insultos y bocinazos. Los
autos trataban de esquivarla pero sólo algunos lo lograban. Elsa recibía uno
tras otros los golpes de las ruedas, los guardabarros, los paragolpes, y la
lluvia seguía cayéndole encima, hasta que no escuchó nada más. Cuando llegó la
ambulancia ya no había esperanzas.
Ese fue el fin de la locutora.
Su paso por los medios fue corto y memorable.
Pero no hay que subestimar el poder de lo efímero. Cinco
minutos después, un seguidor del programa subía a la red la conversación entre
Elsa y la oyente, que quedaría así inmortalizada como el momento radial más
crudo del año. Una noche de verano, por
AM, bastante pasada la una de la mañana.