Busco entre las cosas algún indicio, pero no
encuentro. De que vivió conmigo. En los cajones, alguna prenda o un frasco en
la heladera. Me fijo en la alacena, en el baño y en el escritorio. No hay caso.
Mirna se fue para siempre.
Al principio encontraba, cuando empezaba a
extrañarla, cosas por la casa, como si no se hubiera ido del todo. Me decía
eso, que no se había ido del todo, que por eso me había dejado algunas de sus
cosas. Hasta que me di cuenta de que se había ido para siempre, que fue cuando
levanté la cabeza y miré los estantes más altos de la biblioteca, los que usaba
ella, y vi que se había llevado sus libros, y entonces fui a su lado del
placard y vi que se había llevado su ropa. Y ahí supe que no iba a volver
nunca. ¿Qué más necesita una mujer, que sus libros y su ropa?
Con los años fue quedando cada vez menos de las
cosas que dejó. Ojalá quedara algo de Mirna para poder recordarla. Si no
hubiera sido por sus cosas la hubiera olvidado hace tiempo. Pero era imposible
olvidarla, si estaba en todas partes. En la libreta con mariposas al lado del
teléfono, las biromes de colores del lapicero, en los colores y en el lapicero.
En las bolsas para freezer, los sahumerios, la yuca de la entrada, las
galletitas de almendra, la harina de algarroba, la mermelada de kiwi y el
abanico sobre el hogar. Me cubría con la manta que usaba Mirna cuando se
recostaba a leer en el sillón y era como si Mirna me estuviera abrazando. La
manta tenía su olor y, si cerraba a los ojos, enseguida me quedaba dormido, oliéndola.
La primera pelea que tuvimos con Clarisa fue
por la manta de Mirna. Ella dijo que estaba roñosa, que la iba a hacer lavar y
yo no quise. Me puse nervioso, Clarisa sospechó que había algo más y se puso pesada.
Terminamos discutiendo “¡por una manta roñosa!”, gritaba Clarisa. Yo nunca le
había hablado de Mirna; no le había contado que después de Mirna nunca pude
volver a amar. Preferí callarme. No me animé a confesar que todavía Mirna y yo
dormíamos juntos, en el olor de su manta. Esa misma tarde la puse en una bolsa
y la doné a la iglesia.
La manta fue el primer paso. Ese día
entendí que no podíamos vivir los tres juntos, Clarisa, Mirna y yo. Volví a
casa e hice un inventario de todas las cosas de Mirna que quedaban. Eran muy
pocas: la maceta turquesa, cinco carcasas de biromes secas, seis frascos
vacíos, el abanico y el gato. Pero no podía, como si nada, tirarlos a la basura
y que terminaran apilados en un basural. Sobre todo con el gato, no podía
hacerle eso al gato. Habían estado en la casa durante siete años, largos, en
esa casa que yo seguía compartiendo con una parte de Mirna. Tampoco podía
regalarlos, ni usarlos para otra cosa. Si no, el espíritu de Mirna iba a
habitar en esas cosas, en mi casa o donde fuera que estuvieran las cosas, y
tarde o temprano iban a volver. No quería que volvieran, porque si volvían las
cosas volvía Mirna, y si volvía Mirna se iba a ir Clarisa. Estaba seguro de que,
si volvía Mirna, tarde o temprano se iba a ir Clarisa.
Entonces se me ocurrió hacer un
ritual de despedida, ponerlo todo en un pozo, prenderle fuego y purificarlo.
Tenía que ser lunes, el único día
que Clarisa trabajaba hasta tarde. Hacer el
pozo y el ritual me iba a llevar un tiempo, además de lo que me iba a
llevar después volver a tapar el pozo, para que cuando volviera Clarisa no
sospechara nada.
Durante el fin de semana me encargué
de comprar y esconder en el sótano la pala, bidones de nafta, una caja chica de
fósforos y un pan de pasto para cubrir el agujero. El lunes, ni bien Clarisa
salió para la Clínica, después del almuerzo, bajé al sótano a buscar las cosas.
Miré los bidones de nafta, dos. Con uno me iba a alcanzar, así que agarré uno
solo, la pala, los fósforos y el pan de pasto. Me costó subirlo todo junto pero
pude.
Primero hice el pozo, en una
esquinita del parque, donde están las plantas altas. Ahí Clarisa no iba casi
nunca, no iba a ver el pasto nuevo, que hasta que se uniera a la tierra iba a
tardar. No muy grande, del tamaño de la maceta, más o menos. Pero sí profundo;
tenía que ser profundo. Me llevó cuatro horas. Después fui a buscar las cosas.
Entré al lavadero, agarré la maceta y puse adentro las biromes secas, que
estaban con las herramientas; fui a la alacena alta y agarré los frascos; y al final
el abanico, que seguía donde siempre, colgando del ganchito arriba del hogar.
Recién ahí me di cuenta: el gato estaba mirando. No había pensado en el gato.
Cuando quisiera meterlo no se iba a dejar. Iba a tener que atarlo. Pero si
chillaba mucho capaz algún vecino se asomaba, y para purificarme de Mirna necesitaba
intimidad. Demasiado para pensar, los materiales, Clarisa, los vecinos, el gato.
Tenía que hacer algo con el gato para que se quedara quieto, así se dejaba
meter y también se purificaba con las demás cosas de Mirna. Yo no quería
matarlo, pero tenía que lograr que se me quedara quieto. Lo metí en el freezer
y me fui a hacer el pozo. Chillaba. Pero me fui igual.
Volví al pozo, metí la maceta;
adentro ya estaban las biromes, los frascos y el abanico. Podía empezar por eso
y después ir por el gato. Le vacié encima el bidón. Abrí la cajita, saqué un
fósforo, lo deslicé de un tirón por el borde. Dije: “Chau, Mirna” y lo acompañé
con la mano, hasta el fondo. Se me apagó en el trayecto. Fue frustrante, pero
no podía dejarme ganar por la turra de Clarisa que, encima de abandonarme,
ahora no se quería ir. Miré alrededor, tenía que haber algo. La soga de colgar la
ropa. Con eso y tela de mi remera hice una mecha. La encendí y la bajé hasta la
maceta.
Cuando vi que había tomado volví a
la cocina, a ver si el gato había dejado de chillar. Era su turno.
Me paré delante de la heladera y vi
que no había ruidos. Debía estar calmado. Así que despacio, con cuidado por si
estaba fingiendo y me atacaba a la cara, abrí la puerta del freezer. Estaba
enrollado al lado del pollo; parecía él, también, otro pollo pero con pelos;
tenía hielo colgando de los bigotes y me miraba con los ojos entreabiertos,
como pidiéndome que lo dejara ahí.
Y entonces de repente sentí que venía desde el
sótano un rugir, como un viento que arrasaba.
¿Cómo iba a saber yo? ¿Cómo iba a
saber que el bidón estaba pinchado? Además no sé si fue eso, lo que pasó. No
sé. Me hubiera dado cuenta. No estaba tan alienado como para no darme cuenta, que
el bidón estaba pinchado, que al subirlo había dejado un rastro que iba del
pozo al sótano y volvía al otro bidón.
Los bomberos llegaron, no sé si enseguida,
calculo que sí, alguien los habrá llamado enseguida, porque recuerdo que cuando
los dos bomberos entraron a la cocina yo todavía estaba parado mirando al gato
adentro del freezer, había llamas alrededor, me cubrieron con una manta, agarraron
al gato y nos sacaron.
Sé que el gato está vivo porque en
la ambulancia ya estaba mejor, y porque Clarisa me lo dijo, la vez que fue a
verme, la única vez que fue. Recuerdo que me dijo, sonriendo y acariciándome:
— Hasta que la casa se pueda usar volví a vivir
con mi abuela. Tu gato está bien, lo estoy cuidando yo.
Con la vista fija en la cama de al lado, dije:
— No es mi gato. Es el gato de Mirna.
— ¿Quién es Mirna? —preguntó ella.
Y entonces le conté todo, todo desde el
principio.
Y así también la perdí a Clarisa.