Tener un hermano es
grave. Pero compartir el vientre es aberrante. “¡Es un error!”, gritaba cuando
vi que el idiota empezaba a separarse. Debíamos estar en el día cinco. “¡Es un
error!”, más fuerte, pero nadie escuchaba. Miré alrededor y era tarde:
estábamos implantados.
Para la primera ecografía
el impostor ya tenía su propia bolsa, formada, enterita. Y más: tenía un
corazón suyo, que le latía y todo. Me indigné. Estaba preocupado pero no tanto.
Sabía que, en cuanto lo viera en la pantalla, mamá iba a darse cuenta de la
estafa; ella se iba a dar cuenta de que su hijo era yo. ¿Acaso las madres no
saben todo? Pero no. La muy traidora se puso feliz. ¡Feliz! De que me estuvieran
usurpando el útero, ¡mi útero! Quise avisarle, grité más fuerte, pero no
escuchaba. ¿Dicen que madre e hijo se comunican? Pavadas. Yo hablaba y ella,
como una idiota, se acariciaba la panza todo el día, y encima hablaba en
plural, como si los dos fuéramos hijos. Le empecé a dar acidez, para que
aprenda. La reventé como por tres meses. El imbécil ya tenía dos huecos que
parecían ojos pero todavía no los abría. No se animaba, calculo. Sabía que todavía
yo no llegaba, pero en algún momento sí, ya iba a ver, cuando tuviera brazos,
cuando tuviera piernas. Le iba a reventar la bolsa a patadas. Pedí hablar con
alguien pero ni respondieron. Tenía poco tiempo: había que deshacerse del
farsante antes del parto. Después iba a ser más difícil. Trataba de sacar todo lo que podía del cordón
y que a él le quedara poco, pero nada. Noté que además de bolsa tenía su propio
cordón. Las había pensado todas.
Ahí sí empecé a
asustarme. Como fuera, me iba a defender. Ya pasaban cuatro meses. Yo tenía las
piernas fuertes. Empecé a patearlo al tramposo, con furia. Quería romperle la
bolsa y después, con los brazos, que ya tenía, iba a partirle la cara. Pero no
pasaba nada. Yo pateaba y él seguía, ahí, comiendo, fresco. Y mamá, mamá peor,
cuando yo pateaba ¡se ponía contenta! Y decía “¡mirá, mirá, se están moviendo!”
Y entonces otra gente, extraños que yo no conocía, le ponían las manos en la
panza, y yo sentía esas manos, que a veces estaban frías y me desconcentraban. Yo
no me estaba moviendo. Estaba tratando de matar al infiltrado antes de que
fuera tarde.
Y ahí, recién ahí, me di
cuenta de lo peor: no íbamos a entrar los dos. Me asusté mucho. Alguno tenía
que morir. Tenía que asegurarme que fuera él. Seguía pateando con fuerza pero
no podía alcanzarlo. Bastardo. En un momento el roñoso me empezó a mostrar el
pito. Yo me sentía muy solo. Cada vez que mamá iba al médico, o a controlarse, todo
era algarabía, todo era dicha. Nadie se daba cuenta de lo grave que estaba
pasando adentro. Cuando a mamá le pasaban el gel frío por la panza yo ya
empezaba a mover los brazos, para que cuando me vieran se dieran cuenta de que tenía
algo importante para decir. Pero cuando aparecía en la pantalla agitándome
desesperado, escuchaba a los idiotas decir “¡Ay qué lindo! ¡Está saludando!”
Saludando. Estaba pidiendo auxilio. Desesperado, pidiendo auxilio.
Y en un momento, como a
los seis, el traidor abrió los ojos y me miró raro, con odio. Noté que no me
tenía miedo. Se estaba burlando. Él sabía, y yo sabía, los dos sabíamos, pero
sobre todo él sabía, que el único hijo de mamá era yo, y que él era un
ocupante. Desde ese día me clavaba la mirada todo el tiempo, para controlarme,
se ve. Ya estábamos tan gigantes que no había más lugar. Y no lo decía yo. Lo
decía el médico. Los dos escuchamos cuando le dijo a mamá “no hay lugar para
los dos”. ¡Pero si yo sabía! ¡Lo sabía de hacía un montón! Y no quería ni pensar, si había podido
escabullirse hasta la panza, lo que este nosferatu nos iba a hacer si salía. No
podía permitirlo. ¿Qué hacer? Estaba abrumado. Un
esperpento como éste era capaz de matarnos.
El médico dijo que no
había lugar y mamá se preocupó. Le preguntó qué podía pasar, y ahí paré la
oreja, porque capaz daba alguna idea. Y me la dio. Le dijo varias cosas que
podían pasar, yo escuchaba y no podía intervenir. Hasta que dijo que “en caso
de existir una presión desigual del cuerpo del feto en la membrana, ésta puede
romperse en forma prematura y causar riesgo”. Mamá pidió que le explicara más y
ahí entendí: si se abría alguna de las bolsas cuando estábamos en la panza, el
habitante podía morir. Tenía que ser él.
También dijo que, si para
la siguiente ecografía empeoraba, iban a programar una cesárea antes de la fecha
estimada. No entendí mucho, pero tampoco podía arriesgarme a que naciéramos los
dos vivos.
Puse todo en destruirlo.
Lo empujé, mirando fijo, constante, para que recibiera. Al principio el
impostor me enfrentaba, pero de a poco empezó a ceder, porque yo empujaba con
todo y a él se tenía que apachurrar, así, cada vez más. Tenía que lograrlo
antes de la siguiente ecografía.
Y un día pasó. Vi cómo su
bolsa se empezaba a rasgar, como un papel. No, como un papel no. Como una tela.
No, no. Como un churrasco. Eso, como un churrasco. Él entendió enseguida lo que
le estaba pasando. A mamá le llevó más; recién cuando sintió el líquido
chorreándole entre las piernas. Fuimos los tres al hospital y pasó algo que no
esperaba: le abrieron la panza con un cuchillo y nos sacaron a los dos. Fue todo
rápido. Yo todavía no estaba listo, el imbécil tampoco. Yo lloraba, gritaba,
quería avisarles que me dejaran, que afuera íbamos a morir, pero no me hicieron
caso.
Nos separaron de mamá y
nos metieron en dos cajas transparentes, con una luz fuerte, nos llenaron de
cables, con ropa y pañales. Hacía frío, todo era blanco y de metal. Mamá venía,
se sentaba y lloraba. Yo también lloraba porque no quería verla triste. Pero el
bastardo ni se movía, y cada tanto venían corriendo y empezaban a cambiar sus
cables; se ve que lo controlaban de cerca, por peligroso. Hasta que un día se
escuchó un ruido finito, seguido, vinieron todos corriendo y lo estuvieron
revisando, después le sacaron todo, lo envolvieron y lo llevaron, desenchufaron
su lado, le sacaron la cajita y le apagaron la luz. Ese día mamá estuvo todo el
tiempo al lado mío, llorando fuerte. Yo estaba contento porque por fin se
habían dado cuenta que el otro era un infiltrado. Quería salir. Tenía que
consolarla. Al principio no entendía por qué ella estaba tan triste, pero un
día mientras lloraba gritó algo así como “¡muerto por quééééééééé!”, así largo
dijo, ééééééééééé, y entendí que al irritante
no se lo habían llevado. Había muerto. Ahí me sentí mejor. Pero mamá seguía
triste, se ve que la había engañado y ella también creyó que era el hijo.
Me puse bien para
ayudarla y como a la semana ya me empezaron a sacar. Mamá me agarraba a upa. A
los dos meses más o menos vinieron todos, me revisaron, y vi al médico firmar
papeles. Después una chica me dio a mamá y vinimos juntos a casa.
En mi habitación además
de mi cuna hay otra vacía y muchas cosas repetidas. Yo creo que ella pensaba
que el monstruo se iba a salvar y venía a vivir con nosotros. Por suerte de esa
zafé.
Mamá siempre estuvo
triste, ella es triste. Fueron dos años y sigue triste. Pero nada más cuando
hay otra gente. Cuando estamos solos no.
Me gustaría que mamá no
hiciera esas cosas raras, como comprar dos juguetes, o usar tres platos en la
mesa aunque sólo seamos dos, ella y yo.
Para que siga contenta yo
en casa hago como que lo veo en la cuna, acostado, y le hablo, o en la cena
cuando ella se da vuelta a buscar algo me como rápido lo del plato que sería
para el farsante, cosas así. Cuando estamos solos ella dice “ustedes, ustedes”,
como si la bestia compartiera y nos atendiera a los dos. Pero lo hace si no hay
nadie. En el jardín, el supermercado, en el doctor, con gente del trabajo, con
las amigas o los abuelos nunca pero nunca le habla al fantasma. Solamente se
pone rara y la ven triste, y todos comentan que mamá es triste porque el otro
se murió días después de nacer.
¿Y yo? ¿No alcanzo yo,
que estoy vivo, que soy el hijo? ¿Para qué quería a ese impostor? Igual algo le habrá hecho en la cabeza a mamá,
se ve que tenía poderes, porque sigue convencida de que el monstruo vive acá. Y
cuando estamos solos por eso es que está contenta. Sí, ya sé, que yo la ayudo, comiéndole
la comida, desarmando su cuna, dejando juguetes en lados raros, como el mueble
de las escobas o la mesita de luz, para que ella los encuentre. Pero no me
animo a decirle. Tengo miedo de que mamá empiece a ser triste también en casa.
Voy a seguir así, haciendo mis cosas y las cosas del monstruo, para que mamá no
se entere de que se fue para siempre. Total soy fuerte y puedo.
Griselda Perrotta