Los
castores destrozan bosques para construir diques, sirviéndose únicamente de sus
dientes incisivos. A partir de entonces, todo a su alrededor empieza a ser
agua, difusa como es el agua, y donde antes se podía se podía transitar, ahora hay
agua con castores. A la larga el ecosistema que los albergaba muere, y sólo
quedan finalmente el agua y los castores. Construyen allí sus casas, que se
llaman madrigueras; guardan alimento para usar en tiempos duros; y, sobre todo,
se resguardan de otras especies que los depredan, como los osos o los lobos. Viven
en grupos solitarios, enghettados en sus humedales. Quienes habitan en zonas
donde los castores son fauna autóctona fundan en las leyes de la naturaleza
esta costumbre perversa de estropear al resto. Yo creo que es maldad, y que
quienes conviven con ellos no se atreven a desafiarlos. Los entiendo. Yo
tampoco me atrevería a desafiar a una rata de un metro de largo que pesa
veinticinco kilos y es capaz de derribar un árbol con sus dientes. Si eso no es
la personificación del Demonio, entonces no sé qué es.
El
castor es también uno de los pocos animales que sigue creciendo durante toda su
vida. Una vida, recordemos, dedicada a la destrucción.
Empezaron
lejos, en el Norte, hace millones de años, cuando el hombre aún no existía. Los
de esa época se llamaban castores de Kellogg.
Eran gigantes, brutos y mucho más feos que los de ahora. Luego fueron
mutando, haciéndose más amables, para llamar menos la atención y seguir devastando
a gusto.
Los
Castores destruyen su entorno. ¿Qué especie del reino animal destruye su
entorno? Los Castores son la única, aparte del Hombre. Aunque, claro, el Hombre
también es, desde el comienzo, la personificación del Demonio.
Al
principio era confuso, pero a esta altura llevo ya tiempo investigando, he
también observado, y sé por eso que mis conclusiones son firmes.
Como
decía, los primeros Castores aparecieron en el Norte y tienen, desde su llegada,
un plan claro: aniquilar el Planeta para erradicar a todas las demás especies,
cepillando el terreno tramo a tramo, hasta quedar ellos solos. Así ha sido
desde la Prehistoria, y fueron siempre consistentes con su objetivo.
Tenían
para hacerlo toda la Eternidad, y por eso, simplemente, ir de Norte a Sur les
parecía un buen plan. Pero entonces llegó el Hombre y los Castores temieron. No
al principio. Hubiera sido ridículo temer, al principio. Nadie hubiera
imaginado que, con magníficas bestias peludas de colmillos filosos, gigantescos
seres alados surcando el cielo, o monstruosas fieras cubiertas de escamas,
fuera el Hombre, ese bípedo inútil, incapaz de incorporarse al ciclo vital,
quien finalmente triunfara. Los Castores subestimaron al Hombre y les salió
caro. No entendieron que, al igual que ellos, también el Hombre había sido
provisto del don de la Maldad, aunque en un grado más puro y refinado. Y como
si eso fuera poco, le dieron ventaja. En tiempos de la Glaciación, cuando el
extermino fue casi absoluto, la Ayuda Extraordinaria lo hizo subsistir,
permitiendo que su contextura frágil continuara a pesar de todo. Eso debería,
al menos, haberles generado a los Castores cierta sospecha. Pero no. Ni cuenta
se dieron de que un ser lampiño, sin garras ni colmillos, mal podía, por sí
solo, sobrevivir. Poco a poco, los Castores vieron con horror cómo el Hombre
iba diezmando sin piedad, sin necesidad, de puro gusto casi, hasta que todos,
animales, plantas, todos, empezaron a volverse más pequeños, a esconderse y a persistir.
Pero los Castores no. Fueron astutos y supieron quedarse al margen, para pasar
desapercibidos.
Es
difícil entenderlo en retrospectiva; pensar cómo habrá sido ese primer período
en que Hombres y Castores convivieron, cuando el Castor era aún inmenso y daba
miedo. A poco de convivir, los Castores entendieron que, si el Hombre los veía
como una amenaza, iba a buscar eliminarlos. Por eso, al ver el poder ilimitado que el Hombre estaba
adquiriendo, los Castores decidieron con cautela cambiar de maniobra: dejaron
de atacar y se hicieron más pequeños.
Así
estuvieron siglos, practicando solamente su estrategia, sin llamar la atención,
preparando el regreso.
Los siglos, sin embargo, se les hacían eternos —a pesar
de durar cien años, como lo habían hecho siempre—. Veían al Hombre cada vez más
fortalecido, a costas de todo el resto y, sintiéndose estafados, empezaron, sí,
a sospechar. Entonces exigieron una explicación. Exigieron primeramente que se
les hiciera saber por qué se había asignado a otra especie, más lenta y fofa, como
era el Hombre, el territorio que hacía millones de años les habían prometido a
ellos. Dijeron dudar incluso de que haber cambiado su Estrella por la promesa
de un planeta propio hubiera sido buena idea. Fueron tiempos de reclamo
sindical, paros y movilizaciones en el mundo de los Castores. Durante siglos,
los Castores talaron a reglamento, sólo los árboles necesarios para que la
evolución y Darwin, lacayo preferido del Diablo, no les achicaran los dientes.
Vivían tranquilos acolchados en sus madrigueras, y parecían incluso acoplados a
la mismísima Creación que habían venido a eliminar. Al punto que el Demonio temió
también él por su Plan, y la necesidad de negociar se le hizo inminente.
Satán
no podía permitirse volver a perder la Tierra. Añoraba aquellos tiempos en que
todo era lava y caos, antes de cometer la estupidez de apostar por Planetas, para
finalmente perderlos todos a manos de la Luz.
Fue así que buscó acercarse, intentando más bien un tono tibio, que al
menos apaciguara el enojo de los Rebeldes. Trató de convencer a los Castores de
que sólo había querido animarlos; de que sin competencia no hay incentivo; de
que no podían en serio considerar amenazante la presencia del Hombre. Hasta ahí
los Castores lo escuchaban. Aunque dudando un poco, lo escuchaban. Pero qué
torpeza los dictadores cuando la soberbia los puede y olvidan que el único método
para controlar a un imbécil es la Demagogia. Y en su discurso ensalzado,
erotizado consigo mismo, el Diablo se olvidó de seguir repitiendo a los
Castores cada dos o tres frases que eran ellos lo más grande del Universo, y en
cambio empezó a quejarse. Les dijo el muy zapato que llevaban en la Tierra
millones de años y que aún no habían sido capaces de conquistarla; que no les
iba a venir mal una sacudida, y que a ver si se despertaban.
Para
qué. Los Castores se pusieron como locos. Llamaron a un paro de tala por tiempo
indeterminado y exigieron al Diablo la firma de un Convenio de Programación de
la Toma del Planeta, donde querían hacerlo comprometerse por escrito a entregar
la Tierra a los Castores cuando la destrucción de ecosistemas hubiera
finalizado. El Diablo un poco se asustó, y no sólo eso sino que hasta se sintió
un boludo por haber sido presa de sus pasiones. Todo el mundo sabe que los
líderes no pueden permitirse tamaño error. Avispado de la macana, sintió
entonces el temor egoísta de que los Castores se sublevaran, y tener que
empezarlo todo de vuelta con otra especie. Eso hubiera podido llevarle varios
millones de años más, y no estaba dispuesto a esperar tanto. Pero, además de
bajar los humos porque si no se le retobaba la indiada, también un poco le dio
ternura, la ingenuidad de estas ratitas de cola larga. ¿De veras pensaban que Él,
único poderoso y verdadero Señor, les iba dar el dominio absoluto de algo,
aunque fuera de una pequeñísima porción del Universo como era la Tierra? ¿No habían
acaso imaginado los Castores que, incluso si algo se les asignaba, ese algo no
sería de los Castores sino para los Castores, y que el único
dueño en papeles sería el Diablo? Pero
entonces recordó que eran ratas, y que por eso las había elegido. Recompuesto,
el Diablo recordó que necesitaba a los Castores. Un verdadero déspota sólo
logra su meta cuando cuenta con el apoyo de las masas más numerosas e
ignorantes. Y fue así que esperó la ocasión para apaciguar a las fieras.
Era
diciembre y los Castores estaban reunidos en Asamblea General, como todos los últimos
viernes de cada mes. Para la ocasión, los machos se habían pintado con barro el
pelaje de los cachetes y, dado que era reunión de Solsticio, como todos los
diciembres, habían convocado al Diablo. Las hembras cuidaban de las crías y los
machos entonaban ritmos ancestrales reunidos en ronda y dando pequeños saltitos
alrededor de un tronco. Estuvieron así toda la mañana. Promediando el mediodía,
un viento cálido empezó a envolver el humedal, de a poco, cada vez más, hasta
que los pelos de los Castores empezaron a enredarse. Era un Chinook. El sol
rompió la cubierta de nubes, todo se volvió rosa y un susurro copó el aire,
cada vez más fuerte, hasta convertirse en sinfonía de silbatos que hizo a los
Castores callar y detenerse. Cuando estuvieron prestos, el viento se detuvo y
el Diablo se hizo ver. Erguido en dos patas, tomó la forma difusa de un enorme
castor rojo con cuernos en la cabeza, el gesto grave, la postura soberbia. Les
dirigió una mirada condescendiente e hinchando el pecho, con tono de autoridad,
dijo:
— Los papeles no son necesarios. La Tierra es de los Castores.
Siempre tuvieron mi palabra.
Comenzó la Asamblea. Sentados en ronda, hablando durante
horas, el Diablo convenció a los Castores de que traer al Hombre había sido
necesario. No sé bien qué excusa dio, pero los Castores quedaron convencidos de
la cosa.
Lo cierto es que, aunque no fuera a confesarlo, el Diablo
sí tenía una buena razón para introducir en la Tierra una especie tanto o más
destructiva que estos roedores, y era que necesitaría a alguien capaz de
eliminar a los Castores una vez que los ecosistemas hubieran desaparecido. Siempre
existía la posibilidad de que el roñoso de Darwin y su malparida evolución
permitieran a estos alieníjenas mutar y empezar a vivir en una Tierra sin vida.
Era una posibilidad remota, pero aun así existía, y Darwin lo amenazaba con eso
cada vez que discutían por cuestiones de lo más domésticas. Igual lo necesitaba:
le había llevado milenios dar con un ser tan espurio y rebuscado, que además
estuviera dispuesto a trabajar para él con tal de ser nombrado en la historia “Padre
de la Evolución”. Cómo puede la fama cegar al alma frágil. A cambio de un
simple reconocimiento en la memoria general de un pequeño planeta, Satán
consiguió que Charles se sumiera a las huestes de su Plan, junto con los otros.
Por supuesto que a los Castores no les dijo esto, sino que les inventó alguna
pavada que los otros, por ratas, creyeron.
Para reencausarlos en el camino del Mal, y ya establecida
de un modo permanente la existencia de los Hombres en la Tierra, el Diablo propuso
a los Castores una ventaja estratégica sobre ellos, a la que no pudieron
resistirse: mudar un grupo que comenzara a trabajar desde el Sur del Planeta.
Si esto se cumplía, el trabajo de los Castores se vería
reducido a la mitad ya que, atacando el territorio desde dos frentes
simultáneos, sería mucho más fácil destruirlo. Les dijo que él personalmente se
encargaría de arreglar el traslado con unos contactos personales, y que
comenzarían a trabajar en el punto más austral del Planeta: La Tierra del
Fuego.
Los
Castores escuchaban como escuchan las masas, es decir: con suerte, la mitad de
los presentes entendía la mitad de lo que estaba escuchando. El más viejo del
grupo, un roedor gordo de pelo grueso y blanco, con los dientes ya gastados de
tanto roer, se alzó en dos patas, carraspeó para aclararse la garganta, y habló
por el grupo:
— Pero, ¿y los Hombres? ¿no van a tratar de eliminarnos?
— De los hombres me ocupo yo — dijo Satán.
El líder de los Roedores iba a decirle que con eso no era
suficiente, que necesitaba alguna garantía, algo más que su palabra; que ya
habían estado en esa situación y los habían traicionado sin explicaciones. Todo
eso iba a decir el líder de los Castores. Pero en cuanto juntó aire, ni llegó a
abrir la boca que, junto a su pie derecho, vio una rama redonda, cortita y
jugosa a la que no pudo resistirse. La tentación fue tan grande que, antes de
emitir palabra siquiera, cayó sobre sus propias pompis, tomó la ramita y empezó
a roer. Viendo al jeque reposar, los demás se relajaron, suponiendo que sus
intereses estaban protegidos y no había nada que temer.
Entonces
el Diablo, satisfecho de su gestión, volvió a convertirse en viento cálido para
desparecer entre las rocas.
Aunque no viene al
caso, algo parecido ocurrió entre el Diablo y los Hombres, que luego de una
reunión similar terminaron creyendo que el mundo les pertenece.
A los Castores les han mentido. Ni más ni menos que a los
Hombres. Temo el día en que la batalla final llegue; en que los últimos
roedores, nuevamente feroces y gigantescos, se enfrenten a hombres ya del todo
salvajes, cruciales y desbordados. Será una batalla a todo o nada, buscando
cada grupo acabar por completo con el otro, para poder hacerse entonces del
Planeta. Claro que no será un Planeta amable, verde y rebosante, como hoy lo
conocemos. Será un mundo cubierto de agua, no habrá vida vegetal y no quedarán
animales. Entre el Hombre y los Castores se habrán ocupado de destruir toda
especie viviente. Y ya no importará quien gane, los Castores o los Hombres.
Quien sea, el Diablo habrá conquistado.
Sé que el destino de los Castores es extinguirse. Sé que el mismo espera
a los Hombres. Ignoro aún, sin embargo, qué estará buscando el Diablo.
Griselda Perrotta