viernes, 21 de agosto de 2015

Pequeñas visiones

Beto de chico podía predecir cosas inútiles, y durante un tiempo se creyó mentalista. Una vez dijo que iba a acabarse la mayonesa en pleno armado de los tomates rellenos para la cena de Navidad, y sí. Ya en la escuela, un día al primer recreo adelantó la crisis de las tizas para el segundo piso del edificio, y al rato fue de locos ver niños por los pasillos, pidiendo de aula en aula trocitos de las usadas. Con las mujeres fue igual. Supo que Elvira se haría tetuda a poco de empezar la secundaria. Se ponía pesado avisando; tan pesado, que la gente lo ignoraba. Y después, cuando lo que Beto había dicho pasaba, no se sorprendían tanto como él hubiera querido, ni de la cosa, ni de sus facultades. 
Aunque estoy siendo injusta. Lo inútil no eran las cosas que Beto predecía sino la predicción en sí misma. Por un lado, porque las víctimas o beneficiarios (su madre el 24 a la tarde, las maestras en la escuela, o la propia Elvira al ver sus tetas) iban a darse cuenta más o menos enseguida de lo que él predecía. Por el otro, porque las cosas que predecía eran obvias, o pequeñas; o tenían solución rápida; o no tenían vuelta atrás, que es lo mismo. Pero había otro motivo por el que a la gente no le divertía la cuestión, y es que a nadie la gusta tener cerca un sabiondo. Un smartass, como decía Miss Claudia, su profesora de inglés. Clodia, quería que le dijeran. Era de Lanús, pero quería que le dijeran Clodia.
La carrera de mentalista de Beto terminó pronto, al entender que, si realmente tenía poderes, hubiera podido predecir que ese viernes a la tarde cuando, como todas las tardes, entró a fumar al baño del de Maestranza, Clodia lo iba a estar esperando con la blusa abierta y le iba a decir: “Mirá nene, las mías son más grandes que las de Elvira”. 
Griselda Perrotta 


                               

miércoles, 5 de agosto de 2015

Al abrigo del humedal

Los castores destrozan bosques para construir diques, sirviéndose únicamente de sus dientes incisivos. A partir de entonces, todo a su alrededor empieza a ser agua, difusa como es el agua, y donde antes se podía se podía transitar, ahora hay agua con castores. A la larga el ecosistema que los albergaba muere, y sólo quedan finalmente el agua y los castores. Construyen allí sus casas, que se llaman madrigueras; guardan alimento para usar en tiempos duros; y, sobre todo, se resguardan de otras especies que los depredan, como los osos o los lobos. Viven en grupos solitarios, enghettados en sus humedales. Quienes habitan en zonas donde los castores son fauna autóctona fundan en las leyes de la naturaleza esta costumbre perversa de estropear al resto. Yo creo que es maldad, y que quienes conviven con ellos no se atreven a desafiarlos. Los entiendo. Yo tampoco me atrevería a desafiar a una rata de un metro de largo que pesa veinticinco kilos y es capaz de derribar un árbol con sus dientes. Si eso no es la personificación del Demonio, entonces no sé qué es.
El castor es también uno de los pocos animales que sigue creciendo durante toda su vida. Una vida, recordemos, dedicada a la destrucción.
Empezaron lejos, en el Norte, hace millones de años, cuando el hombre aún no existía. Los de esa época se llamaban castores de Kellogg.  Eran gigantes, brutos y mucho más feos que los de ahora. Luego fueron mutando, haciéndose más amables, para llamar menos la atención y seguir devastando a gusto.
Los Castores destruyen su entorno. ¿Qué especie del reino animal destruye su entorno? Los Castores son la única, aparte del Hombre. Aunque, claro, el Hombre también es, desde el comienzo, la personificación del Demonio.
Al principio era confuso, pero a esta altura llevo ya tiempo investigando, he también observado, y sé por eso que mis conclusiones son firmes.
Como decía, los primeros Castores aparecieron en el Norte y tienen, desde su llegada, un plan claro: aniquilar el Planeta para erradicar a todas las demás especies, cepillando el terreno tramo a tramo, hasta quedar ellos solos. Así ha sido desde la Prehistoria, y fueron siempre consistentes con su objetivo.
Tenían para hacerlo toda la Eternidad, y por eso, simplemente, ir de Norte a Sur les parecía un buen plan. Pero entonces llegó el Hombre y los Castores temieron. No al principio. Hubiera sido ridículo temer, al principio. Nadie hubiera imaginado que, con magníficas bestias peludas de colmillos filosos, gigantescos seres alados surcando el cielo, o monstruosas fieras cubiertas de escamas, fuera el Hombre, ese bípedo inútil, incapaz de incorporarse al ciclo vital, quien finalmente triunfara. Los Castores subestimaron al Hombre y les salió caro. No entendieron que, al igual que ellos, también el Hombre había sido provisto del don de la Maldad, aunque en un grado más puro y refinado. Y como si eso fuera poco, le dieron ventaja. En tiempos de la Glaciación, cuando el extermino fue casi absoluto, la Ayuda Extraordinaria lo hizo subsistir, permitiendo que su contextura frágil continuara a pesar de todo. Eso debería, al menos, haberles generado a los Castores cierta sospecha. Pero no. Ni cuenta se dieron de que un ser lampiño, sin garras ni colmillos, mal podía, por sí solo, sobrevivir. Poco a poco, los Castores vieron con horror cómo el Hombre iba diezmando sin piedad, sin necesidad, de puro gusto casi, hasta que todos, animales, plantas, todos, empezaron a volverse más pequeños, a esconderse y a persistir. Pero los Castores no. Fueron astutos y supieron quedarse al margen, para pasar desapercibidos.
Es difícil entenderlo en retrospectiva; pensar cómo habrá sido ese primer período en que Hombres y Castores convivieron, cuando el Castor era aún inmenso y daba miedo. A poco de convivir, los Castores entendieron que, si el Hombre los veía como una amenaza, iba a buscar eliminarlos. Por eso, al  ver el poder ilimitado que el Hombre estaba adquiriendo, los Castores decidieron con cautela cambiar de maniobra: dejaron de atacar y se hicieron más pequeños.
Así estuvieron siglos, practicando solamente su estrategia, sin llamar la atención, preparando el regreso.
           Los siglos, sin embargo, se les hacían eternos —a pesar de durar cien años, como lo habían hecho siempre—. Veían al Hombre cada vez más fortalecido, a costas de todo el resto y, sintiéndose estafados, empezaron, sí, a sospechar. Entonces exigieron una explicación. Exigieron primeramente que se les hiciera saber por qué se había asignado a otra especie, más lenta y fofa, como era el Hombre, el territorio que hacía millones de años les habían prometido a ellos. Dijeron dudar incluso de que haber cambiado su Estrella por la promesa de un planeta propio hubiera sido buena idea. Fueron tiempos de reclamo sindical, paros y movilizaciones en el mundo de los Castores. Durante siglos, los Castores talaron a reglamento, sólo los árboles necesarios para que la evolución y Darwin, lacayo preferido del Diablo, no les achicaran los dientes. Vivían tranquilos acolchados en sus madrigueras, y parecían incluso acoplados a la mismísima Creación que habían venido a eliminar. Al punto que el Demonio temió también él por su Plan, y la necesidad de negociar se le hizo inminente.
         Satán no podía permitirse volver a perder la Tierra. Añoraba aquellos tiempos en que todo era lava y caos, antes de cometer la estupidez de apostar por Planetas, para finalmente perderlos todos a manos de la Luz.  Fue así que buscó acercarse, intentando más bien un tono tibio, que al menos apaciguara el enojo de los Rebeldes. Trató de convencer a los Castores de que sólo había querido animarlos; de que sin competencia no hay incentivo; de que no podían en serio considerar amenazante la presencia del Hombre. Hasta ahí los Castores lo escuchaban. Aunque dudando un poco, lo escuchaban. Pero qué torpeza los dictadores cuando la soberbia los puede y olvidan que el único método para controlar a un imbécil es la Demagogia. Y en su discurso ensalzado, erotizado consigo mismo, el Diablo se olvidó de seguir repitiendo a los Castores cada dos o tres frases que eran ellos lo más grande del Universo, y en cambio empezó a quejarse. Les dijo el muy zapato que llevaban en la Tierra millones de años y que aún no habían sido capaces de conquistarla; que no les iba a venir mal una sacudida, y que a ver si se despertaban.
Para qué. Los Castores se pusieron como locos. Llamaron a un paro de tala por tiempo indeterminado y exigieron al Diablo la firma de un Convenio de Programación de la Toma del Planeta, donde querían hacerlo comprometerse por escrito a entregar la Tierra a los Castores cuando la destrucción de ecosistemas hubiera finalizado. El Diablo un poco se asustó, y no sólo eso sino que hasta se sintió un boludo por haber sido presa de sus pasiones. Todo el mundo sabe que los líderes no pueden permitirse tamaño error. Avispado de la macana, sintió entonces el temor egoísta de que los Castores se sublevaran, y tener que empezarlo todo de vuelta con otra especie. Eso hubiera podido llevarle varios millones de años más, y no estaba dispuesto a esperar tanto. Pero, además de bajar los humos porque si no se le retobaba la indiada, también un poco le dio ternura, la ingenuidad de estas ratitas de cola larga. ¿De veras pensaban que Él, único poderoso y verdadero Señor, les iba dar el dominio absoluto de algo, aunque fuera de una pequeñísima porción del Universo como era la Tierra? ¿No habían acaso imaginado los Castores que, incluso si algo se les asignaba, ese algo no sería de los Castores sino para los Castores, y que el único dueño en papeles sería el Diablo?  Pero entonces recordó que eran ratas, y que por eso las había elegido. Recompuesto, el Diablo recordó que necesitaba a los Castores. Un verdadero déspota sólo logra su meta cuando cuenta con el apoyo de las masas más numerosas e ignorantes. Y fue así que esperó la ocasión para apaciguar a las fieras.
Era diciembre y los Castores estaban reunidos en Asamblea General, como todos los últimos viernes de cada mes. Para la ocasión, los machos se habían pintado con barro el pelaje de los cachetes y, dado que era reunión de Solsticio, como todos los diciembres, habían convocado al Diablo. Las hembras cuidaban de las crías y los machos entonaban ritmos ancestrales reunidos en ronda y dando pequeños saltitos alrededor de un tronco. Estuvieron así toda la mañana. Promediando el mediodía, un viento cálido empezó a envolver el humedal, de a poco, cada vez más, hasta que los pelos de los Castores empezaron a enredarse. Era un Chinook. El sol rompió la cubierta de nubes, todo se volvió rosa y un susurro copó el aire, cada vez más fuerte, hasta convertirse en sinfonía de silbatos que hizo a los Castores callar y detenerse. Cuando estuvieron prestos, el viento se detuvo y el Diablo se hizo ver. Erguido en dos patas, tomó la forma difusa de un enorme castor rojo con cuernos en la cabeza, el gesto grave, la postura soberbia. Les dirigió una mirada condescendiente e hinchando el pecho, con tono de autoridad, dijo:
            — Los papeles no son necesarios. La Tierra es de los Castores. Siempre tuvieron mi palabra.
        Comenzó la Asamblea. Sentados en ronda, hablando durante horas, el Diablo convenció a los Castores de que traer al Hombre había sido necesario. No sé bien qué excusa dio, pero los Castores quedaron convencidos de la cosa.
            Lo cierto es que, aunque no fuera a confesarlo, el Diablo sí tenía una buena razón para introducir en la Tierra una especie tanto o más destructiva que estos roedores, y era que necesitaría a alguien capaz de eliminar a los Castores una vez que los ecosistemas hubieran desaparecido. Siempre existía la posibilidad de que el roñoso de Darwin y su malparida evolución permitieran a estos alieníjenas mutar y empezar a vivir en una Tierra sin vida. Era una posibilidad remota, pero aun así existía, y Darwin lo amenazaba con eso cada vez que discutían por cuestiones de lo más domésticas. Igual lo necesitaba: le había llevado milenios dar con un ser tan espurio y rebuscado, que además estuviera dispuesto a trabajar para él con tal de ser nombrado en la historia “Padre de la Evolución”. Cómo puede la fama cegar al alma frágil. A cambio de un simple reconocimiento en la memoria general de un pequeño planeta, Satán consiguió que Charles se sumiera a las huestes de su Plan, junto con los otros. Por supuesto que a los Castores no les dijo esto, sino que les inventó alguna pavada que los otros, por ratas, creyeron.
           Para reencausarlos en el camino del Mal, y ya establecida de un modo permanente la existencia de los Hombres en la Tierra, el Diablo propuso a los Castores una ventaja estratégica sobre ellos, a la que no pudieron resistirse: mudar un grupo que comenzara a trabajar desde el Sur del Planeta.
        Si esto se cumplía, el trabajo de los Castores se vería reducido a la mitad ya que, atacando el territorio desde dos frentes simultáneos, sería mucho más fácil destruirlo. Les dijo que él personalmente se encargaría de arreglar el traslado con unos contactos personales, y que comenzarían a trabajar en el punto más austral del Planeta: La Tierra del Fuego.
            Los Castores escuchaban como escuchan las masas, es decir: con suerte, la mitad de los presentes entendía la mitad de lo que estaba escuchando. El más viejo del grupo, un roedor gordo de pelo grueso y blanco, con los dientes ya gastados de tanto roer, se alzó en dos patas, carraspeó para aclararse la garganta, y habló por el grupo:
            — Pero, ¿y los Hombres? ¿no van a tratar de eliminarnos?
            — De los hombres me ocupo yo — dijo Satán.  
           El líder de los Roedores iba a decirle que con eso no era suficiente, que necesitaba alguna garantía, algo más que su palabra; que ya habían estado en esa situación y los habían traicionado sin explicaciones. Todo eso iba a decir el líder de los Castores. Pero en cuanto juntó aire, ni llegó a abrir la boca que, junto a su pie derecho, vio una rama redonda, cortita y jugosa a la que no pudo resistirse. La tentación fue tan grande que, antes de emitir palabra siquiera, cayó sobre sus propias pompis, tomó la ramita y empezó a roer. Viendo al jeque reposar, los demás se relajaron, suponiendo que sus intereses estaban protegidos y no había nada que temer.
          Entonces el Diablo, satisfecho de su gestión, volvió a convertirse en viento cálido para desparecer entre las rocas.
         Aunque no viene al caso, algo parecido ocurrió entre el Diablo y los Hombres, que luego de una reunión similar terminaron creyendo que el mundo les pertenece.
          A los Castores les han mentido. Ni más ni menos que a los Hombres. Temo el día en que la batalla final llegue; en que los últimos roedores, nuevamente feroces y gigantescos, se enfrenten a hombres ya del todo salvajes, cruciales y desbordados. Será una batalla a todo o nada, buscando cada grupo acabar por completo con el otro, para poder hacerse entonces del Planeta. Claro que no será un Planeta amable, verde y rebosante, como hoy lo conocemos. Será un mundo cubierto de agua, no habrá vida vegetal y no quedarán animales. Entre el Hombre y los Castores se habrán ocupado de destruir toda especie viviente. Y ya no importará quien gane, los Castores o los Hombres. Quien sea, el Diablo habrá conquistado.
         Sé que el destino de los Castores es extinguirse. Sé que el mismo espera a los Hombres. Ignoro aún, sin embargo, qué estará buscando el Diablo.
Griselda Perrotta