Marilina es una princesa. De madre y padre plebeyos, ella
nació princesa. Es poco habitual pero a veces pasa, y entonces hay que hacer
grandes cambios, para que la princesa no sufra viviendo en un mundo opaco y sin
lujos. Ni bien lo notó su padre, al comienzo se desesperó. Trataba de proveerle
los baberos más caros y los juguetes más exclusivos. Pero pronto se dio cuenta
de que no iba a ser suficiente. La princesa necesitaba un entorno real;
necesitaba su propio imperio. Trató de explicarlo a su esposa, pero no lo entendía.
Al mirar a su hija, ella sólo veía una beba saludable y rosadita. Entonces el
padre de Marilina empezó a trabajar más duro, para acumular riqueza y poderle
dar a su hija la vida que se merecía.
El padre
de Marilina era virutero. Había aprendido y heredado el oficio de su suegro, por
vía de matrimonio. Atendía a la mitad de las metalúrgicas de la zona, limpiando
la viruta de la producción y después vendiéndola para reciclado. Para
ampliarse, empezó a ofrecer sus servicios a un precio vil al resto de las
metalúrgicas. Trabajaba día, tarde y noche para poder cumplirles, y empezó a
trabajar junto con su esposa, ya que solo era imposible. Ella aceptó a
regañadientes, porque eso implicaba dedicarle menos tiempo a la casa y a la
beba, pero de a poco fue tomándole el gusto a la buena vida que el mayor
ingreso les permitía, y entendió que cuanto más trabajaban más tenían. Así, a
fuerza de ofrecer servicios por precios irrisorios, en breve se deshicieron de
la competencia. Al comienzo parecía que el plan estaba funcionando, pero
rápidamente el virutero se dio cuenta de que la capacidad de producir riqueza
es limitada, ya que guarda relación inversa con el cansancio, y por lo tanto
sus posibilidades de darle a su hija la nobleza que merecía a través de su trabajo
eran nulas. Descubrió que nadie se hace rico trabajando.
Empezó a
buscar opciones, pero todas apuntaban a trabajar menos o ampliar su esquema tomando
empleados, y esto era algo que no podía permitirse, si quería ser realmente el
dueño de todas las cosas. Preguntó, caminó, buscó y probó, pero nadie le decía
cómo dar un imperio a su princesa. Mientras tanto su princesa crecía, y él, que
sabía de sus necesidades imperiales, le proveía objetos cada vez más suntuosos
y extravagantes, ante la mirada objetante de su esposa, que no paraba de
hacerle notar que se les estaba acabando el dinero, a pesar de trabajar de sol
a sol. Así, siguió gastando cada centavo en su noble niña, hasta que comenzó a
endeudarse para poder satisfacerla, a pesar de ser aún un bebé. Siguió de deuda
en deuda, hasta que su situación financiera empezó a rozar la bancarrota.
Un día, a
punto de darse por vencido, entró en un bar de la estación, se sentó en la
barra y pidió una ginebra. La tomó y pidió otra. Así cinco veces. Cuando el cantinero
le acercaba la sexta, notó que alguien corría una silla alta para ubicarla al
lado de la suya, y vio que un hombre joven, muy flaco, encorvado, de aspecto
pobre y mirada siniestra se sentaba a su lado. “¿Día duro?”, le preguntó.
El
virutero estaba muy borracho para pensar si su historia sería creída por el
extraño, así que empezó a contársela desde el principio, desde el momento en
que vio el aura dorada sobre la cabeza de su princesa Marilina, la primera vez
que la tuvo en brazos. El desconocido escuchaba con interés. Cuando el virutero
hubo terminado, le dirigió una mirada profunda y le dijo: “Yo puedo ayudarlo”.
— ¿Usted
conoce el rubro de la viruta? —, preguntó sorprendido el virutero arrastrando
las sílabas.
— Mucho
mejor — dijo el desconocido — Conozco la debilidad humana.
El
virutero estaba demasiado borracho para cuestionar el sentido de tamaña
respuesta, así que se limitó a preguntarle qué tenía que hacer para contar con
su ayuda.
El
desconocido le explicó que si le permitía ayudarlo, le daría el imperio que su
hija merecía, y todos los bienes que él y su esposa quisieran, hasta el día de
su muerte. Preguntó con sospecha el virutero qué tenía que darle a cambio. El
desconocido le dijo que firmarían un convenio de representación por el cual,
para no levantar sospechas en el mercado, pactarían un generoso honorario en su
favor, pero que a partir de su firma serían socios absolutos por mitades
exactas de todo lo que generaran. El virutero era un hombre sencillo; los papeles
y la tinta lo ponían nervioso, así que le dijo que haría revisar el convenio
por un abogado. “¡Pero claro, mi amigo,
si le parece necesario, yo me hago cargo del costo!”, dijo el desconocido.
Supuso que
se trataba de un inversor, alguien que resolvería su situación financiera y
luego lo ayudaría a ordenarse con el negocio; tal vez alguien con contactos en
metalúrgicas de otras zonas a quien poder brindarles el servicio, o gente
interesada en comprar viruta. Al salir del bar, en la misma estación, vio
pegado en la pared un volante que decía: “Abogado.
Consulta Sin Cargo”. Asesoramiento mediante, con las cláusulas en orden
según el abogado de la consulta sin cargo, y previa conformidad de su esposa,
el virutero y el desconocido firmaron el convenio una semana después. Al
estrecharse la mano, el desconocido le dijo con tono formal:
— Una cosa
más. Como acá voy a invertir, necesito una prenda en garantía.
— Claro,
no hay problema; lo vemos más adelante cuando haga la inversión. — dijo el
virutero tranquilo, recordando que no tenía ningún bien a su nombre.
— De
acuerdo — respondió el desconocido, sereno.
Los
primeros seis meses transcurrieron calmos. El desconocido organizaba todas las
tareas; era una especie de gerente que indicaba al virutero y su esposa cada
paso que tenían que dar, cada documento que tenían que firmar, cada momento y
lugar en que podían reposar. El virutero y su esposa se sentían relajados de
tener a alguien que decidiera por ellos y que les permitiera despreocuparse de
los números, las cuentas y el dinero, que parecía ahora alcanzar para todo lo
que quisieran hacer. Hacia el final del tercer trimestre, el virutero y su
esposa ya no tomaban decisiones ni siquiera respecto de sus opciones al momento
de almorzar, y esta situación los hacía sentir muy cómodos. El desconocido, por
otra parte, había dejado de ser un joven pobretón y encorvado para convertirse
en un ricachón que vestía trajes blancos y caminaba por las calles con bastón y
monóculo. Mientras tanto, a la princesa no le faltaba nada. El virutero tenía
siempre fondos para comprarle lo que quería, dándole el trato nobiliario para
el que ella había nacido.
Al llegar
su primer cumpleaños, organizaron en la plaza del pueblo una suelta de palomas
blancas a las que habían atado en cada patita cintas rosadas, que simulaban la
lluvia de la inocencia. Durante la fiesta, a la que asistieron todos los
vecinos, la esposa del virutero pudo ver en un momento que el desconocido
miraba a la princesa de un modo anormal, observándola como si fuera una cuenta
bancaria, o un pozo de petróleo. Algo en su forma de mirarla le pareció
sospechoso. Asustada, como un instinto, se acercó al virutero y le dijo:
— ¿Arreglaste
lo de la garantía?
— No,
respondió su esposo.
— Preguntale
ahora, dijo ella nerviosa.
—
¿Ahora??? —, inquirió él.
— Sí. Ya.
— ordenó la señora.
Para no
discutir con su esposa, que a veces se ponía irracionalmente insoportable, más
siendo el cumpleaños de su hija, el virutero se acercó al desconocido y, con
aire distraído, le preguntó por el asunto.
— Ya está
todo arreglado; tomé lo que quería— respondió esbozando una sonrisa.
El
virutero supuso que, como el negocio andaba tan bien, el desconocido habría
detraído alguna parte de los ingresos como garantía, o algo por el estilo, y se
quedó tranquilo.
Con el
tiempo el matrimonio y la niña comenzaron a gozar cada día más de su acomodada
existencia. Compraban cuanto querían, de a dos o de a tres, a veces; se mudaron
a una casa con parque y viajaban por placer constantemente. El virutero estaba
feliz de poder dar a su princesa lo que necesitaba, con la ayuda laboriosa del
desconocido, que estaba dejando su vida en el negocio, haciéndolo prosperar
cada día más.
Por lo
demás, la princesa se había convertido en una niña delgadita de nariz respingada
y lacia cabellera castaña, con una personalidad especial. Solía mostrarse
distante, signo que la gente interpretaba como timidez u orgullo, según el
caso. Las cosas pequeñas que a otros niños molestaban, como tener hambre, sueño
o miedo, no parecían afectarla. Tampoco la perturbaba que sus compañeros
varones la molestaran, caminar descalza sobre la arena caliente, el frío o las
picaduras de los mosquitos. Ante todo esto, su padre la miraba orgulloso,
pensando que su princesa era una niña fuerte y valiente.
Hasta que un día, jugando a la
rayuela, una amiguita de la escuela la empujó y, al caer, la princesa se
lastimó su rodilla. Al ver la escena él acudió a socorrerla y la abrazó, pero
la princesa miraba fríamente cómo la sangre brotaba de su piernita, sin
manifestar ninguna sensación de dolor, ni de bronca hacia su amiga, ni de
cariño hacia su padre que la abrazaba. Entonces sintió que una corriente lo
atravesaba, y en un instante supo lo que estaba ocurriendo: la princesa era
incapaz de sentir.
Trató de
explicarlo a su esposa, pero ella ya estaba transformada por los placeres de la
materia y poco comprendía de sentimientos o carencias emocionales. La madre de
la princesa era ahora rica y poderosa.
Las
palabras del desconocido en el primer cumpleaños de Marilina resonaban al
virutero como un castigo, y rogaba que todo fuera un delirio suyo, y que su
princesa pronto empezara a expresarse. Pero el tiempo sólo empeoró las cosas.
Marilina
no lloró con la muerte de su abuela, ni cuando un auto agarró a su perrito
delante de sus ojos. Tampoco sentía nervios los días de examen, la música le
era indiferente, vestía siempre de color negro y no tenía ninguna comida
favorita. Se limitaba a hacer las cosas que hacían las otras nenas, para que la
gente dejara de preguntarle por sus preferencias o sus gustos, porque éstas
eran respuestas que Marilina nunca tenía. Llegó la adolescencia, y siguiendo
tal postura, se puso de novia con un compañero del colegio, como habían hecho
varias de sus amigas. Era un buen chico, tranquilo y sin mayores ambiciones. Si
bien Marilina era una chica fría que no le demostraba cariño en ninguna de sus
formas, él la quería tanto que su amor alcanzaba para ambos. Cuando el chico
fue un hombre y Marilina una mujer, se casaron con toda la pompa, en la mejor
estancia del pueblo. Entraron en una carroza negra tirada por cuatro caballos
blancos, mientras una orquesta hacía sonar hasta los confines del pueblo el
último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Ese día Marilina tampoco
pudo sentir.
La vida
matrimonial de Marilina fue una línea constante y sin emoción. Nunca tuvo
hijos, porque el Universo no lo permite a quienes carecen de la capacidad que a
ella le había sido robada.
Cada día,
el virutero se arrepentía de haber pactado con el desconocido. Al contemplar la
desgracia en que la ambición había sumido a su hija, condenándola a una vida
hueca y estéril, se dijo que de algún modo tenía que encontrar la forma de
revertir tal horror. Acudió al desconocido, que era ya director general del
negocio de la viruta en la zona y en todos los alrededores, hasta el límite de
la provincia. Le dijo que sabía lo que había hecho, lo acusó, lo insultó y lo
maldijo. El desconocido, luego de escuchar impávido el reclamo, respondió al
virutero que lo estaba imaginando todo. Lo enredó con palabras sofisticadas,
resultados y balances, convenciéndolo de que Marilina y su esposa tenían el
imperio con el que él tanto había soñado, y que la supuesta frialdad que él
veía era sólo un rasgo de la personalidad, algo propio de Marilina, que a veces
se acrecienta en las mujeres ricas. Para rematarla, propuso usar esos rasgos de
Marilina para hacer crecer aún más el negocio de la viruta, comenzando por
enviarla a estudiar abogacía. Marilina accedió, porque todo le daba igual.
Ya
graduada, y trabajando codo a codo con el desconocido, Marilina se incorporó de
lleno a las huestes de la viruta, y fue una jefa despiadada y sin
remordimientos, que llevó al negocio a una cima más alta que la de cualquier
otro emprendimiento en toda la historia de la zona, extendiéndolo a otros
rubros e intereses, algunos sin siquiera remota relación con la viruta.
Marilina era capaz de engrilletar a sus empleados para que produjeran las 24
horas, contratar durante años a todos los miembros de una familia y despedirlos
sin motivo el mismo día, negarle vacaciones a una persona durante ocho años
seguidos, o forzar a las empleadas madres a concurrir a trabajar con sus hijos
recién nacidos. Vivían en un pueblo pequeño, sin muchas otras posibilidades de
inserción, por lo cual su gente no tenía a veces más opción que tolerarla. Llantos,
ruegos y súplicas, nada le generaban. Ella era incapaz de sentir.
Marilina y el desconocido se fueron volviendo poco a poco
en aliados absolutos, y funcionaban como si fueran uno. Su padre contemplaba espantado
el cuadro, pero sabía que nada podía hacer, y que si lo intentaba siquiera, su
princesa no tendría el menor miramiento en eliminarlo también a él, con la
venia del desconocido, si así se le ocurría. Resignado, destinó el final de sus
días a seguir haciendo su trabajo y esperar que la muerte les tocara a él y a
su esposa, con el triste consuelo de que, cuando ocurriera, su hija se
convertiría en la Reina de la Viruta.
Griselda Perrotta