Al principio pensé que era una broma de los chicos. Ellos lo negaron y nos terminamos
peleando. Decían que estaba paranoico,
que desde que Laura me había dejado yo estaba intratable. Puede ser, que me
costara un poco estar con gente, que me costara imaginarme la vida sin ella.
Puede ser. Además, Laura no me había dejado. Laura desapareció. Un día llegué
del trabajo y ya no estaba. Desapareció así, de golpe, un día de mayo. Como si
se hubiera esfumado. Dejó las plantitas de especias que tenía en el balcón.
¿Cómo se iba a ir así no más, y dejarlas, si eran su compañía, sus “hijitas”,
como ella las llamaba? Cultivaba de todo: albahaca, tomillo, orégano, romero,
salvia, menta. Se levantaba a la mañana y les hablaba, las regaba, les hacía caricias.
Se pasaba horas mirándolas. Hasta me hizo techar el balcón para que tuvieran
calorcito en invierno. Mirá que las va a dejar así como si nada. ¡Se le podían
secar! Es imposible que las haya dejado. O que me haya dejado a mí. Si nos amábamos. A Laura le pasó otra cosa.
No sé, capaz alguien la amenazó, o tuvo miedo de algo, no sé. Algo.
La busqué
por todos lados. Hice todas las denuncias en todos los organismos de todas las
jurisdicciones. Cada vez que sonaba el
teléfono se paraba el mundo. Yo dejaba
de respirar, pensando que podía ser alguien con alguna noticia de Laura. O mejor todavía, que podía ser Laura que me
llamaba para contarme lo que había pasado. Cuando me di cuenta, habían pasado
tres semanas. Y justo ahí empezaron los llamados.
“¿La Esperanza?”, me dijo el primero.
Confundido, respondo “¿Qué?”, y me
devuelve: “Quería encargarte seis de
jamón y queso”. “No, equivocado”,
le digo. Y cortan. A los quince minutos, otra vez el teléfono: “Hola, quería hacerte un pedido”. “Acá no es”, le digo. A los veinte: “Buenas noches, te pido una docena de verdura”. ¿Quién se pide una docena de verdura? ¡Tenía que ser una broma! El teléfono
estuvo sonando toda la noche. Cada vez que atendía pensaba que, si justo
llamaba Laura, le iba a dar ocupado. Me puse loco. Pero loco enserio. Así pasaron tres días, día y noche, sin parar.
¿Quién pide empanadas a las ocho de la mañana? ¡O de madrugada! Máximo cada
quince minutos, alguien quería pedirme empanadas. Yo no podía dejar de atender, porque podía
ser Laura. Estaba desesperado.
Al cuarto día sin dormir ya no podía pensar
en nada más que en el teléfono sonando todo el tiempo, en Laura tratando de
comunicarse y escuchando el tono de ocupado.
En esa época era distinto, no existían el celular ni el mail. Así que
era el teléfono del departamento o nada. Ese día no fui a trabajar. Me quedé en
casa, sintiendo que me iba a explotar el pecho alrededor de diez veces por
hora. Al día siguiente tampoco fui. Y al otro tampoco. Al cuarto me llegó un
telegrama de despido. No me importaba
nada. Lo único que me preocupaba era que Laura pudiera estar buscándome y no
pudiera comunicarse por culpa de estos tipos que me encargaban empanadas.
Llegó fin
de mes, y al mes siguiente llegó fin de mes de vuelta. Yo ya no sabía en qué
día estaba. Tomaba agua de la canilla y comía nada más galletitas y caramelos, que
Laura siempre compraba de a muchos. No tenía hambre, sed ni sueño. La idea de salir me aterraba. ¿Y si Laura
llamaba y no me encontraba? Lo único que me preocupaba era atender los llamados
y regarle las plantitas a Laura, para que cuando volviera estuvieran lindas
como siempre.
Un día de
lluvia me despertó muy temprano el timbre del teléfono. Atiendo, pero esta vez
no querían empanadas, ni tampoco era Laura. Era el dueño del departamento, que
me dice: “Me debés dos meses”. Claro.
Recién ahí me di cuenta de que era Laura la que se ocupaba de pagar el
alquiler. Yo ya no tenía trabajo, ni presencia, ni dignidad. No tenía nada.
Pero tampoco podía dejar el departamento. ¿A dónde iba a ir? ¿Y si Laura
llamaba? “Sí”, le digo, “Es que mi mujer desapareció y la estoy
pasando muy mal, disculpame, te juro que voy a solucionarlo cuanto antes”.
Se hizo un breve silencio y el hombre me dice: “¿Desapareció?, lo siento mucho, no quise molestarte, tomate el tiempo
que necesites”. Se ve que entendió.
Yo estaba angustiadísimo.
Sin trabajo, sin plata, no me podía mover de casa, ¿qué iba a hacer? De repente
suena el teléfono. “Hola, ¿me preparás
seis de carne?” Sin pensar, como un reflejo, le contesto: “Sí, pero van a tardar un poquito. No las
vengas a buscar, te las alcanzo, pasame la dirección”. En esa época no
existía el delivery. Se hizo un silencio. Se ve que el hombre dudaba. “Dale, ¡buenísimo!”, me dice, y me pasa
la dirección. “Es una librería”,
agrega. Mientras anotaba, todavía no sabía cómo iba a hacer para preparar las empanadas
y, después, para entregarlas. Y ahí me acordé del freezer de Laura. ¡Claro! ¡Me
había olvidado del freezer! Los padres de Laura nos habían mandado el lujito
desde Europa como regalo de casamiento, y para Laura era como tenerlos a mis
suegros viviendo en la cocina. Adoraba el artefacto. Seguro que ahí había algo
de carne, verduras, tapas, algo para improvisar. Dicho y hecho. En el freezer encontré dos
kilos de carne, un pollo, un cuarto de jamón, media barra de muzzarella,
cebollas y otras verduritas cocidas, y dos docenas de tapas para empanadas. Saqué
lo que necesitaba, lo puse a baño María, y en cuanto estuvo todo descongelado
me puse a hacer el relleno. Aceite, cebollita, un poco de sal, pimienta, carne
cortadita con el cuchillo, y tres hojitas de albahaca, como le gustaba a Laura.
Las armé, y al horno ¿Y para entregarlas, qué iba a hacer? Entonces pensé en
Pablito, el pibe de al lado, el que se escuchaba a la madre todo el día
gritándole que era un vago y que fuera a buscar trabajo. Capaz me podía hacer
el favor. Era acá a dos cuadras, nomás. Le toco el timbre y me abre en chancletas comiendo
una banana. Le digo: “¿Me llevás unas
cosas? Te podés quedar con la propina”. Me mira de arriba abajo y me dice:
“Bueno”. Escucho sonar el teléfono y
vuelvo corriendo. Una señora me pide cuatro de jamón y queso y le tomo el
pedido.
Y así
arrancamos. Fuimos el primer delivery de empanadas del país. Con lo que iba
haciendo, le pedía a Pablito que me comprara las cosas que faltaban y lo que
necesitaba en casa, y que pagara el teléfono; y empecé a pagar el alquiler
también, y las otras cuentas. Un día cuando vuelve del recorrido me deja, junto
con la plata de los pedidos, unos folletos que le habían dado en la calle. Entre
los más chiquitos, había una guía del barrio. En la última página estaban los
avisos de comida para llevar. Un rectangulito en la línea más alta decía, en
letras rojas: “La Esperanza. Sus Mejores
Empanadas. Mairet 3487. Tel. 93-5742”,
con el dibujo de dos empanadas
regordetas con ojos y sonrisa. Y ahí estaba la explicación del milagro: se ve
que la imprenta había confundido algún número, porque el teléfono que aparecía en
el folleto era el mío. No dije
nada. Seguí tomando los pedidos y
entregando.
Unos meses
después Pablito me contó que la empanadería de Mairet había cerrado. Tampoco
confesé.
Fuimos
creciendo. Los clientes empezaron a recomendarnos. Como a veces tardábamos
mucho, empezaron a hacernos los pedidos con tiempo. Y no sólo cosas chicas.
También para fiestas, reuniones, casamientos. Y empezaron a pedirnos otras opciones.
Así fuimos agregando pizzas, tartas y ensaladas al mediodía. Tenemos las líneas
Base, Light y Supersabrosa. A
todo le ponemos especias de las plantitas de Laura, que las sigo cuidando desde que ella
desapareció. El otro día un cliente me dijo que la esposa era celíaca y me
preguntó si le podía hacer algo especial. No sabíamos qué era “celíaca”, pero
Pablito estuvo averiguando, probamos un par de recetas, y nos animamos. En diciembre
vamos a lanzar la línea Empan-aptas.
Pablito se encarga de las
compras y yo me ocupo del teléfono. Entre los dos preparamos los pedidos y
después él los entrega. Pasaron 35 años, y nos va bárbaro. Tenemos clientela
fija, gente que nos llama desde hace décadas, familias que compran nuestras
empanadas desde hace cuatro generaciones. El teléfono suena todo el día. Y cada
vez que lo escucho, se me acelera el pulso, porque yo sé que, un día, va a ser
Laura, pidiendo tres de pollo bien tostaditas, con un poquito de salvia, como
le gustaban a ella.
Griselda Perrotta