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Sobre el Cordón
— ¿Segura, ma, vas a hacer velorio?— le preguntó Lucas. Todo venía pasando en automático, dejándose guiar por lo que la mujer (la vendedora) les decía que se estilaba.
—¿Y qué se hace si no hay velorio? ¿Lo dejan así? ¿No hay que enterrarlo?
—Enterrarlo o quemarlo. Pero también podés no hacer nada. Firmás los papeles y ya está.
Erika pidió estar a solas para pensar.
A solas no se pudo porque la cochería era un lugar pequeño, pero le pusieron una silla contra la pared, apartada, para generar una ilusión de intimidad. La vendedora seguía en su escritorio, donde había una carpeta con fotos de posibles cajones. Aunque las opciones iban de la más modesta hasta otras sofisticadas, en todas el estilo era uno, que apuntaba al sector con que la cochería trabajaba. Es decir, a nadie se le hubiera ocurrido que en alguno de esos cajones podría llegar a velarse el cuerpo de, por ejemplo, una actriz. O un presidente.
—Quiero que lo quemen. Y que haya velorio. —definió Erika.
Lucas se tranquilizó. Hasta ese momento temía lo que su madre podía llegar a pedir. Desde siempre, desde chico, había asumido que su lugar era, en general, ser nexo entre su madre y el mundo. “No, mamá, no se puede”; “Sí, mamá, tenés que hacerlo”, “Es verdad, mamá, el abuelo está muerto”.
La vendedora empezaba a explicar precios y opciones.
—Hagamos lo más barato dentro de lo que se estila— la interrumpió Lucas.
Y así, sin mucha preparación y sin merecerlo, Seferino Cuesta tuvo su velatorio, que empezaba a las nueve de la noche.
—Hagamos lo más barato dentro de lo que se estila— la interrumpió Lucas.
Y así, sin mucha preparación y sin merecerlo, Seferino Cuesta tuvo su velatorio, que empezaba a las nueve de la noche.
La cochería pidió los datos de allegados al muerto para hacer una cadena y la convocatoria fue un éxito. Mucha gente se acercó a saludar.
Erika se quedó dormida en una sala para familiares donde había un sillón modesto pero suficiente. Lucas se encargó de recibir y saludar a todos.
Al día siguiente, doce y cuarto del mediodía, con la documentación en regla, dejaron en el Cementerio de la Chacarita el cuerpo de Seferino en un cajón estándar, vestido de jogging, para su turno en la cremación.
Erika y Lucas caminaron del brazo los pasillos arbolados, lento y en silencio hasta la puerta, como si una bolsa de piedras se les fuera descargando en cada paso.
Los colectivos paraban y seguían, la gente salía a borbotones por las bocas de subte, y al cementerio parecía que solo entraba gente; que nadie salía.
—¿No es el chino Funes?—le dijo Lucas mostrándole al vendedor de un puesto de comida.
Erika sonrió. Si el chino Funes viviera, a esa altura, hubiera tenido alrededor de ciento cincuenta años. Aunque había que reconocerle el parecido. ¿Sería el hijo? Qué cosa, el destino. Tu papá vende panchos en Retiro y vos terminás vendiendo panchos en Chacarita. ¿Quién pudiera, tenerlo todo tan clarito, tan previsto de antemano? Tan seguro.
Quiso pensar que sí. Que la vida era un hilo de sentido y coherencia y que, por eso, mientras adentro estaban quemando a su padre, afuera se cruzaban al hijo de Funes.
—¿Será el hijo?
No podía ser más que una casualidad, o sus propias retinas inventándose un panchero igual a Funes. No podía ser el hijo de quien, cuando eran una chica y un nene, amuchados en un rincón de la terminal, les dio su propia campera y dos hamburguesas.
—¿Estás sola, nena?
Lucas recordaba hasta del tono de voz.
Erika dijo que sí, que estaba sola. Mintió su nombre y el del nene, balbuceó motivos para no querer volver a casa. Para Funes fue suficiente.
Durante el tiempo que vivieron en Retiro, días que fueron meses y después años, nunca les faltó compañía ni comida.
—¿Segura no querés que avise a nadie? ¿Y el nene?
—No tenemos a nadie, gracias, Funes.— contestaba Erika cada vez que le preguntaba.
Erika miraba al panchero del cementerio como si fuera posible. Como si la vida no fuera una sucesión de intentos fallidos, caminos cortados, acciones interrumpidas. Pensaba que nada podía ser tan malo si el destino la volvía a cruzar con Funes.
Lucas, en cambio, lo veía cada vez menos parecido y se arrepentía de haberlo dicho.
Fueron hacía el puesto.
De cerca el hombre no se parecía a Funes en nada. Pero ni un poco.
—¿Qué les doy?—preguntó frotándose las manos.
En un cartel estaba el precio de cada cosa, y a modo de ejemplo colgaban botellas plásticas vacías.
—Yo una Coca— dijo ella.
—Un pancho solo— dijo Lucas señalando la olla humeante.
Caminaron hasta una parte más tranquila y se sentaron sobre el cordón. Lucas partió el pancho y le dio la mitad.
Treinta años atrás repetían esa escena a diario.
—Sabés que me gusta con papitas.
—A mí no.
—¿Será el hijo?
No podía ser más que una casualidad, o sus propias retinas inventándose un panchero igual a Funes. No podía ser el hijo de quien, cuando eran una chica y un nene, amuchados en un rincón de la terminal, les dio su propia campera y dos hamburguesas.
—¿Estás sola, nena?
Lucas recordaba hasta del tono de voz.
Erika dijo que sí, que estaba sola. Mintió su nombre y el del nene, balbuceó motivos para no querer volver a casa. Para Funes fue suficiente.
Durante el tiempo que vivieron en Retiro, días que fueron meses y después años, nunca les faltó compañía ni comida.
—¿Segura no querés que avise a nadie? ¿Y el nene?
—No tenemos a nadie, gracias, Funes.— contestaba Erika cada vez que le preguntaba.
Erika miraba al panchero del cementerio como si fuera posible. Como si la vida no fuera una sucesión de intentos fallidos, caminos cortados, acciones interrumpidas. Pensaba que nada podía ser tan malo si el destino la volvía a cruzar con Funes.
Lucas, en cambio, lo veía cada vez menos parecido y se arrepentía de haberlo dicho.
Fueron hacía el puesto.
De cerca el hombre no se parecía a Funes en nada. Pero ni un poco.
—¿Qué les doy?—preguntó frotándose las manos.
En un cartel estaba el precio de cada cosa, y a modo de ejemplo colgaban botellas plásticas vacías.
—Yo una Coca— dijo ella.
—Un pancho solo— dijo Lucas señalando la olla humeante.
Caminaron hasta una parte más tranquila y se sentaron sobre el cordón. Lucas partió el pancho y le dio la mitad.
Treinta años atrás repetían esa escena a diario.
—Sabés que me gusta con papitas.
—A mí no.
De vuelta, Erika sonrió. Probó la bebida y le pasó la botella a su hijo.
Comieron despacio, como si el tiempo se estirara o más bien retrocediera a esa chica y ese nene, también sobre el cordón, también sentados. Como si, de golpe, volvieran a ese punto para tomar otro camino, otras decisiones, cometer otros errores. Una vida distinta a la que tuvieron.
Comieron despacio, como si el tiempo se estirara o más bien retrocediera a esa chica y ese nene, también sobre el cordón, también sentados. Como si, de golpe, volvieran a ese punto para tomar otro camino, otras decisiones, cometer otros errores. Una vida distinta a la que tuvieron.
Lucas le apoyó la mano en el hombro y en esa mano Erika apoyó su cabeza.
Ya no había motivos para temer.
Se escuchó pasar, de lejos, una ambulancia.
Se escuchó pasar, de lejos, una ambulancia.