De chico me gustaba llegar primero a todas
partes. Si era antes de la hora, mejor, y me sentaba aparte a mirar cómo
terminaban de prepararse los lugares, las personas y las cosas.
Ya a los seis, mamá me mandaba solo a todos
lados. Decía que acá no pasaba nada. Pero eso era mentira, en todas partes
pasan cosas. Más en un balneario, sobre todo en invierno —aunque, en realidad,
El Desdén no es un balneario—. No sé a quién se lo decía. A mí me lo decía. Y
cuando me pedía algo que era un descuido (eso lo entiendo ahora), cerraba con:
“total acá no pasa nada”. Yo no sé si mamá sabía del Moka. No debía saber,
porque cuando el Moka te agarraba, te decía muchas cosas, cosas feas, pero la
más fea era que, si contabas, iba a aparecerse en tu casa para matarlos a
todos. Por eso lo del Moka era un secreto, nuestro, entre los chicos. No
hablábamos de él. Pero si estábamos por los acantilados o en la playa, y el
Moka pasaba caminando, por ejemplo, todos nos quedábamos duros, nenas y
varones, hasta que terminaba de pasar, y después algunos se ponían a llorar
solos o se iban corriendo. Y a veces no es que el Moka nos mirara, ni nada.
Otras veces sí. Pero no hacía falta.
El Moka era sobrino de Leonor, la del fondo.
Había venido a vivir con ella a El Desdén, nadie sabía por qué. Bastante más
grande que nosotros. No sé bien cuánto, pero cuando los de la Comunión del
noventa teníamos siete, que es cuando empezamos el curso de la parroquia en
Cangrejos, él ya manejaba la camioneta de Garmendia, con papeles. Lo sé porque
una vez la Policía lo vino a buscar y, cuando le pidió documentos, él dijo que
tenía nada más el registro. Estaba Morales, de Los Cangrejos, y también otros
dos que eran de la Capital, lo sé porque Morales se lo dijo al Moka. Ese día se
lo llevaron. Era otoño y ya hacía frío.
Cada uno trató de averiguar por su cuenta. No
nos importaba por qué se lo habían llevado; queríamos saber si volvía. Fuimos
juntados los datos, y al final supusimos que el Moka le había hecho algo malo a
una “puki”, como les decimos acá a los que vienen por el día en verano. Parece
que cuando volvieron a la Ciudad la chica contó, y al Moka lo denunciaron.
Cuando saltó en el balneario los grandes lo
defendían. Lo que es yo, que los adultos lo defendieran al Moka no me afectaba.
Lo que no podía soportar era que lo defendiera mi madre. Es verdad, yo nunca
había contado, ni a ella ni a nadie. Pero igual. Ahora que puedo, me pregunto
qué estaban pensando para decir que una nena de once años era “una puta como
todas las de ciudad”, que el Moka era “un chico decente”, que “seguro ella
estaba inventando todo, putita”, y que “si no, merecido lo tenía, por puta, con
esa malla tan chica, culpa de la madre”. Todo eso decían. Yo había llegado
temprano a la Peña y los escuchaba de adentro el placard, en la casa de
Garmendia, que hasta hoy, y a su edad, es quien manda en El Desdén.
Cuando los escuché, me pasó de golpe imaginarme
a la nena y al Moka, y al Moka haciéndole cosas. Yo me acordaba de esa nena: rulos
negros hasta los hombros, ojos azules, boca chiquita rosa oscuro, casi roja, y
la piel blanca, como lustrosa. Casi no venían turistas. Iban todos a Los
Cangrejos. Pero con el tiempo ahí se fue llenando, y algunos empezaron a venir
para acá porque decían que era tranquilo. Los de ciudad confunden estancado con
tranquilo. Estancado no es tranquilo. Estancado es agua sucia, peces muertos,
moscas volando, gusanos, peste. Eso es estancado. Eso es El Desdén. No hay
escuela, médico, iglesia, intendente ni policía. Para esas cosas hay que irse
hasta Los Cangrejos, que queda a diez kilómetros. La nuestra fue la primera
camada en hacer la primaria y tomar la Comunión. Todo eso lo armó Garmendia.
Eso, y el transporte. Garmendia y Leonor se entendían. Sospecho que capaz él
sabía por qué el Moka se había mudado a El Desdén.
A poco de llegar, nuestros padres, Leonor y
Garmendia decidieron que en la semana el Moka nos llevaba a Los Cangrejos hasta
la escuela, y los sábados al curso de Comunión, los que los padres querían.
Viajábamos en silencio, el Moka adelante, los chicos atrás. Por momentos se
daba vuelta y reía como un demente. No nos dejaba llorar. Si alguno lloraba,
tenía un palo largo con un cortaplumas atado y amenazaba desde adelante. Nunca
nos tocaba con el filo, pero igual pueden pasar cosas. Aunque en el fondo no
quisiera lastimarnos con ese palo, igual pueden pasar cosas. Así Rosario perdió
un ojo: mientras el Moka estaba torcido, con el palo estirado, se cruzó un
perro y chocamos. El perro murió, el Moka soltó el volante, la camioneta
impactó en un tronco y Rosario perdió el ojo. Ahí sí todos lloramos, hasta el
Moka, que salió del auto y se sentó en una roca. Después se fijó si la
camioneta arrancaba y agarró cosas del baúl. Hizo una fogata, quemó el palo y
apagó todo con el agua de tomar, la del bidón. Cuando eso estuvo, con el codo
rompió los vidrios de la camioneta, que cayeron todos sobre el suelo y los
asientos, y nos dijo que nos sentáramos encima. Todos llorábamos. Subió a la
camioneta el cuerpo del perro y seguimos.
Cuando llegamos a Los Cangrejos manejaba como
loco, directo hasta la Salita. Salió corriendo, haciéndose el que lloraba, y lo
escuchamos contar que un perro se le había atravesado, que perdió el control,
que le parecía que algunos estábamos lastimados, pedía ayuda, pedía perdón, se
arrodillaba en el piso. Los chicos sabíamos que estaba actuando, porque un rato
antes lo habíamos visto llorar en serio y, cuando el Moka lloraba en serio, no
era así. Cuando lloraba en serio se tiraba de los pelos para arriba con las dos
manos, chillaba fuerte y le colgaban mocos. Mentía. Lo comprobamos cuando abrió
la puerta, antes que la gente llegara para ayudarnos, y nos puso la misma
mirada de siempre, sucia, retorcida, y le agregó media sonrisa. Ni falta hizo
que lo diga: nadie podía contar.
Yo no me había lastimado. Mientras esperaba que
revisaran a los demás, entré a la escuela para hacer tiempo. Paseando, terminé
parado delante del mueble de piso a techo que era la biblioteca. Yo nunca la
había visto, los de El Desdén no teníamos acceso a todo. En la semana era
directo al aula y después vuelta a la camioneta. Era la primera vez que veía
tantos libros. Los colores, una dimensión nueva, como un mundo dentro del mundo
en el que se existe. Y el olor me lo confirmaba: eso que estaba viendo era de
otro lugar. Jacinta, que trabajaba, que sigue trabajando ahí, se me puso al
lado, me apoyó una mano en el hombro y se estiró para arañar, con la otra, un
libro rojo, chiquito. No recuerdo cuál era, pero ese día empecé a leer.
Escondía los libros como se esconde la llave del botiquín en un lugar pobre.
Leía de noche, en general, pero también de día si estaba solo. Me los llevaba a
casa entre la ropa, de a dos a veces, y Jacinta me buscaba ella para hacer el
recambio.
A partir del accidente el Moka fue un héroe en
El Desdén. Nunca entendí cómo. Ya no sólo era llevarnos, ahora también se le
pedía opinión sobre cuestiones nuestras, como horarios, comidas, gustos. Los
padres nuestros decían que el Moka era quien más nos conocía. Hasta que la
Policía se lo llevó.
La tarde de ese día que al Moka se lo llevaron
fue como un duelo ahí, entre los grandes. Ni eso. Ni eso. Porque cuando en El Desdén
uno moría, lo único que se hacía era llevarlo a Cangrejos y todo, la misa, el
llanto, el entierro, era en Cangrejos. Y lo más importante: el muerto quedaba
allá. Lo mismo con los enfermos. Cuando fue lo del Moka, en cambio, no.
Corrieron todos donde Leonor para decirle que contaba con ellos. Mientras
tanto, estábamos sorprendidos. Del apoyo y de que nadie, ni uno solo de los
grandes, preguntara a nosotros por el Moka. Ya luego, no había reunión donde el
asunto no fuera tema central. A mí me molestaba mucho. Más que a los otros.
Quería contar lo que había pasado, pero me decían que estaba loco, que el Moka
podía volver, que lo dejara así. Yo pensaba diferente. No me importaba. Creía
que si mi madre, si todas las madres, los padres no sé, pero las madres, se
enteraban del Moka, iban a abrazarnos fuerte y pedirnos perdón ellas, y
entonces ya no íbamos a tener que callarnos, ni tener sensación de secreto
cuando alguien lo nombraba al Moka. Eso pensaba. Hasta el día de lo de
Garmendia, en la Peña, que estaba escondido y los grandes decían, tan frescos,
que la nena era una “putita” y que, como fuera, lo merecía.
Fue como verlos, y se me cruzó lo primero: que
la nena era como yo, aunque fuera puki, ella y yo éramos lo mismo. Entonces
pensé lo segundo: que yo también sería una putita y que también me lo merecía.
Pero fue menos de un segundo. Enseguida me entró una furia desde la panza y la
amenaza del Moka me importó tres carajos; y casi salgo desde el placard de
Garmendia, contándoles lo del Moka, lo que nos hacía, y de la amenaza. Pero no
lo hice. Entre el murmullo pude distinguir clara la voz de mi madre diciendo,
por encima de las otras: “es IMposible que el Moka haya hecho una cosa así; y
si lo hizo, vaya a saber cómo fue; es IMposible; IMposible. Yo estoy segura que
el Moka ya va a volver, y va a seguir ocupándose de los chicos como siempre. No
sabemos lo que pasó con esa puki; y tampoco es cosa nuestra”. Pero sí era cosa
suya. Si había pasado, era cosa de todos en El Desdén. Ahora que soy padre, me
pregunto cómo es posible que no quisieran saber. Me acomodé en el placard hasta
el final de la Peña. Nadie se dio cuenta de que faltaba.
Como ya no estaba el Moka, Leonor, ella, a
pedido de Garmendia, se ocupó de llevarnos a Los Cangrejos.
Ya más tranquilo cuando el Moka no estaba,
haciendo el curso del cura, llegó la primera Confesión. Tanto se había dicho
del secreto, los ojos de dios y la mentira, que a mí me parecía que lo del Moka
era algo importante que en ese momento tenía que contar. Tal vez fue lo solemne,
la intimidad del confesionario, tal vez el tono discreto. Tal vez. Era el
último de la fila, no por algo en particular; sólo me había puesto al final.
Habían terminado todos y esperaban en el patio
jugando a las escondidas. Se escuchaban, desde adentro, los pies corriendo
golpear contra el suelo, las risas mezcladas, las voces. Arrodillado en el
escalón, con las manos entrecruzadas, conté al cura, con detalles, cada
atrocidad del Moka. En un mismo pulso y sin llorar. Del cura no esperaba
palabras. Solo quería contarlo. Escuchó mi historia en silencio, sin
sorprenderse, como el relato de una guerra lejana en la que se anuncian los
muertos, sin ser capaz de imaginar, de imaginar realmente, los cadáveres
apilados, las viudas, los huérfanos, los moscas sobre los cuerpos, las casas
destruidas, los animales sueltos. Sin ser capaz de ver, en definitiva, la
muerte que se relata. Cuando terminé estaba aliviado, hasta libre, pero
entonces el cura torció la cabeza y, sin correr la ventanita, sin mirarme,
dijo: “Eduardo, hay que perdonar. Diez padrenuestros y veinte avemarías.” Esa
tarde le dije a mi mamá que no quería tomar la Comunión. Fui la vergüenza de
ella, de El Desdén y de toda mi generación.
Un tiempo después terminamos la primaria.
Ninguno siguió estudiando porque para eso había que mudarse a Pampas, y
nosotros teníamos que trabajar. Trabajar en la pesquera, que era, y sigue
siendo, lo único en El Desdén. De no ser por la pesquera, El Desdén no
existiría.
De grande me casé con
Rosario. Nos besamos una tarde y seguimos hasta hoy. Yo trabajo en la pesquera
y ella cuida a nuestro hijo, que todavía es bebé. Desde que estamos juntos
nunca, ni una sola vez, nombramos al Moka.
Griselda Perrotta