Mi
historia empieza en una terraza. No recuerdo los detalles pero sí los colores,
que son también los olores cuando pienso en mis abuelos. En esa terraza.
No
se abandona la patria cuando no quiere soltarte. Cuando es así, cuando la
patria no quiere soltarte, la patria se hace una fortaleza. Como una embajada chiquita
dentro de ese otro país siempre extranjero, ajeno. Hostil. Fortaleza
impenetrable, en una terraza cualquiera de cualquier barrio porteño.
Esa
es la historia que vengo a contar.
Mis
abuelos eran la terraza. La terraza y salsa de tomate, albahaca y picante. Mucho
picante. Picante en el huevo, en la pizza, en las pastas. Picante con agua y aceite.
Comían eso a veces: picante, agua y aceite. Pipireata. Mamá decía que con eso
paleaban el hambre en Italia. Que se llenaban de aceite, agua y picante para
engañar al hambre. Para engañar al tiempo, que se hace más largo cuando es con
hambre. Mi madre también nació en Italia y vivió cinco años allá, los primeros
cinco, hasta que mi abuelo mandó traer a las tres: hija, esposa, madre / madre,
abuela, suegra / nieta, nuera, bisabuela.
Mi historia es la
historia de tres mujeres que un día subieron a un barco siguiendo el designio
del mismo varón que años atrás las había dejado.
Dos décadas después
llegué yo.
Otra mujer, mismo
destino.
Lo
que más recuerdo de mis abuelos es la terraza. Mujeres lavando a mano,
tendiendo en sogas, disponiendo compras, cenas y almuerzos. Hombres durmiendo
la siesta. Mujeres no. Hombres trabajando afuera. Mujeres dentro y afuera.
Hombres violentos. Mujeres también.
Violentos todos. Estridentes.
Demasiado para esa ciudad chata, homogénea, que se desparramaba al otro lado de
La Fortaleza.
Vida urbana y
traicionera, liviana, común. Vida de papeles y de cemento, sin aromas, sin
color. Vida urbana.
La
vida urbana mató a mi abuela, eso dijeron los médicos. Hubo diagnóstico y todo.
Simplemente empezó a enloquecer después de bajar del barco. Cuarenta días con
su suegra y la nena en un depósito del Puerto. Diez años de conventillo. Trabajos
denigrantes. Pobreza. Inmundicia diez años y después la fortuna. Su casa
grande, su castillo. Poder comprar…lo que había.
En la ciudad no hay
gallinas ni pipireu. El cerdo es una pasta rosada que se corta en fetas y va a
casa en un papel. Los huevos siempre están pasados, los zapatos aprietan. El
piso es duro y se vive aislado. No hay tribus en la ciudad y el ruido lo tapa
todo.
El castillo, la
fortaleza. Un día tuvo eso, mi abuela. Espacio, escaleras, muchas habitaciones.
Y su propio gallinero en la terraza.
Colombres y Venezuela,
barrio de Boedo.
Allí, en mi infancia,
yo veía torcer pescuezos y desplumar animales.
Yo. Niña bien de jumper
almidonado y camisita blanca, colegio de monjas porque eso sí, había que
ascender. Para eso (si no para qué) mi abuelo había dejado a sus mujeres solas tanto
tiempo. Hay que justificar esa movida.
Y así lo hicimos.
Fue implacable mi madre:
nosotros no llevaríamos la vida de mis abuelos (la suya). Seríamos gente fina. Uñas
pintadas, jeans de marca, clases de piano. Tacos altos, hombreras y permanente
—eran los ochenta y eso se llevaba—.
Gatopardo, The Embers, Ray
Ban. Cancha de tenis y paté de foie.
Pero no se abandona la
patria.
No se abandona la
patria cuando la patria no quiere soltarte y más si se almuerza en La
Fortaleza.
Ahí, con esos mismos
adornos, uniforme de escuela privada y carteras de charol, nosotros,
descendientes primeros del pueblo de mis abuelos, éramos la envidia de
cualquier bistreaux: alivi scachiati, alivi arrustuti, pipireu, brasholi,
milinshana. Mejores que cualquier frasco por más cool que sea la etiqueta.
Porque las etiquetas
mienten: la comida de mis abuelos no se escribe. Se dice. Como una canción que se
aprende de oído.
Porque la comida es la
patria y son mentira las palabras cuando se habla de la patria.
La tierra de mis
abuelos no tiene registros. No había tiempo para esas cosas y en la Argentina
fue igual.
La historia de mis
abuelos se dice.
A eso vengo.
Griselda Perrotta
(*) Mención Especial en el VIII Concurso
Literario de la Sociedad Italiana de San Pedro.
Publicado en la Antología del
VIII Concurso de Cuentos y Relatos de Inmigrantes.