Es
posible que alguien transcurra la vida entera ignorando el sabor de ciertas
cosas. Las naranjas, por ejemplo. Recuerdo el día en que las probé por primera
vez. Yo tenía ocho años y fue gracias a Vera, mi abuela paterna. Si no hubiera
sido por ella, tal vez no las conocería. Mamá nunca las compraba, decía que son
muy fuertes y que largan olor feo. De hecho, nunca volví a comerlas.
Para poner en contexto, debo
decir que mi infancia fue bastante constructiva: la pasé casi entera en
construcciones. El departamento de dos ambientes durante el año, y el de uno
solo en vacaciones, siete días en Mar del Plata. Y la escuela, claro.
Mi abuela Vera no podía
soportar muchas cosas. Una, que su único hijo hubiera dejado la enormidad de la
quinta en San Pedro para mudarse a un dos ambientes en Barracas. Otra, saber
que lo había hecho para estar con mi madre, que había heredado el dos ambientes
de Barracas. Y la última, que nunca, nunquísima nunca, fuéramos a visitarla.
Así que cuando venía, dos o tres veces al año, se alojaba donde vivíamos y dedicaba
el día a cuestionar la forma en que mis padres se conducían, ellos, como seres
humanos vivientes, y la forma en que me estaban educando. “Criando”, decía.
Ese verano de la naranja no
fuimos a Mar del Plata porque en las vacaciones iba a nacer mi hermano. Mamá
era una mujer práctica, así que no sólo programó el embarazo para que terminara
más o menos en enero, sino que también le pidió a su médico que le organizara
una cesárea para organizarse con el trabajo, con la casa y con el nene. El nene
era yo.
Aprovechando la visita de Vera
para las Fiestas, armó el procedimiento para el día cuatro, así yo podía
quedarme con mi abuela mientras ellos se iban a la Clínica. De todo esto Vera
se enteró el 23 de diciembre durante la cena. Para Vera, el embarazo consciente
con cesárea programada y comprarse una entrada al infierno eran más o menos lo
mismo. Semejante nivel de manipulación le resultaba inconcebible. Así se los
hizo saber en voz alta y delante mío, pero igual se quedó.
La cesárea no fue tan simple
como mi madre pensaba, y eso hizo que ella y mi hermano quedaran internados
casi un mes; mi padre quedó con ellos. En ese tiempo, Vera y yo convivimos.
Ya antes de que se supieran
las complicaciones, Vera me había aclarado que eso que iba a hacer mi madre no
era parir, y se encargó de explicarme, a mis ocho años y con detalles, la
perfección del cuerpo humano, femenino y masculino, y, sobre todo, el delicado
pasaje del mundo sutil al mundo material que un parto supone —y, por el
contrario, el horror que una cesárea implica—. Todo esto según ella, se
entiende. También me habló mucho de mi madre, de mi padre y de la vida. Yo la
escuchaba. Nada más. Poco podía opinar o decir ante tanto conocimiento,
revelado a una edad tan temprana. Aprendí mucho, ese verano.
Fue así que, envalentonada por
la ausencia de mis padres, además de darme un curso intensivo del sentido del
Universo, Vera, que al principio respetaba la detallada lista de alimentos que —según mi madre— yo estaba acostumbrado a comer (y que decía cosas como, por ejemplo:
“Merienda: leche chocolatada. Si no quiere, jugo de naranja Tang”), empezó de a
poco a incorporarme otras comidas que ni siquiera se conseguían en el almacén donde
mamá compraba, y que teníamos que ir a buscar en colectivo. Un mundo nuevo.
Una tarde Vera acababa de
explicarme el motivo por el cual enferma el hombre, que al parecer ella tenía
muy claro, por cómo lo expuso. Yo quedé bastante sorprendido y hasta un poco
asustado. Entonces me dijo: “Voy a preparar la merienda. ¿Querés esa leche que
te da tu mamá?”. Respondí: “No. Prefiero naranja”, esperando un vaso largo del
líquido anaranjado.
Cuando llegué a la mesa, Vera
había desplegado en un plato violeta, como una flor, los gajos de una naranja
pelada a vivo, sin semillitas ni la parte blanca. La mire con duda, pero no
pude negarme a su sonrisa.
Tomé uno con las dos manos.
Estaba frío. Cuando mordí, el ácido me hizo fruncir los labios y achinar los
ojos, mientras la boca se me llenaba de saliva. Era una sensación nueva, hiriente y dulce a la vez.
Vera me acarició la cabeza y
rió fuerte. Tomó también ella un pedazo, lo masticó con las muelas y, después
de tragarlo, me dijo: “¿Ves, Lorenzo? Así saben las naranjas”.
Griselda Perrotta
(*) Mención de Honor en el Concurso Literario de Cuento y Poesía "Horacio Quiroga" 2015 de la Sociedad Argentina de Escritores (ZN)