Podría haber dicho que, si existió algo, yo no lo
sabía. O haberlo negado. O asentir y callarme, como hicieron varias. O solo
callarme. Pero me largué a llorar delante de todas, y entonces cada una sacó la
conclusión que quiso. Y lo peor fue la puesta en común que (supongo) vino
después entre ellas, y de ahí habrá surgido —calculo, si no, ¿de dónde?— lo que
Cynthia me preguntaba.
—Es mentira —dije solamente.
Noté que esperaba más,
pero lo que se decía de Martín tampoco era falso, y para empezar a defenderlo
hubiera tenido que retacear datos, que me pareció más peligroso que dejarlo así.
Además, tampoco estaba segura de que lo que Cynthia decía fuera mentira. Y no
es que fuera a averiguarlo (ciertos temas es difícil, tocar con un novio).
Los padres, nunca
supimos si se enteraron (salvo por la involucrada, la única que debía saberlo).
Cuando nació el bebé
algunas dijeron de visitarlos, no para saludar, se entiende: querían ver si era
pelirrojo.
Lo que es yo, me
moría por comprobar que era rubio, moreno, azul, de cualquier color menos rojo.
No fui a verlo. Nadie fue. No se…“estila”, digamos, que las docentes visiten a
las madres cuando tienen un bebé. Tendría que esperar el rumor, verlo en algún
acto, o aguantar unos años hasta que
fuera alumno.
Martín, mientras
tanto, actuaba normal. Tanto, que yo dudaba del rumor. Con nosotras siempre
había sido tan prolijo, que me costaba creer que con la madre de un alumno
fuera a descuidarse tanto. Pero esas cosas pasan. Puede pasar.
Debía ser por
septiembre cuando la vi parada en la puerta. Tenía al nene tapado con tela,
como una tela que le colgaba del hombro y la ataba por detrás de la espalda.
Iba con los brazos sueltos y se acomodaba el pelo. Pensé si el bebé sería
pelirrojo. Lo tenía tapado.
—¿Acá es Plástica?
La pregunta era inútil:
las latas con pinceles y las paredes de collages podían responderle solas. Le
dije, en cambio:
—Sos la mamá de las
mellizas, ¿no?
—De las mellizas
—dijo asintiendo, mientras apretaba el bultito que le colgaba delante del
torso.
—¿A quién buscás?
—A vos. A vos te
buscaba, Luciana.
Me
hice la que acomodaba los acrílicos en la mesa mientras trataba de controlar los
nervios, capaz treinta segundos, y quise llevar las cosas a lo formal:
—¿Pasó
algo con las nenas?
—Nada.
Las chicas están perfectas. Les encanta tu clase.
—Qué
suerte. Me alegro mucho. A mí también me gusta mucho enseñarles técnicas,
porque a esa edad es cuando… —no podía creer la estupidez que estaba diciendo. Rogaba
que sonara un teléfono, que llegara el de limpieza, o que ella empezara a
hablar. Pero no lo hacía, solo acariciaba el bultito de tela que le colgaba
adelante.
Habré
estado más o menos diez minutos hablándole de la clase, del arte y de las
mellizas. La invité a acercarse a la pared del fondo, donde había colgado lo de
las nenas, y podría haber seguido horas si no fuera porque el bebé empezó a ponerse
molesto, a hacer ruiditos y a contonearse. Se puso a llorar. Esperaba que con
los llantos la madre saliera a cambiarle el pañal, no sé por qué pensé en el
pañal.
—Tiene
hambre —me dijo. No la invité a sentarse pero ella, sin pedir permiso, se
acercó sola al escritorio, alejó un poco la silla y se acomodó ahí. Se
desprendió el portador que le cruzaba la espalda y, con destreza, sin descubrir
al bebé, se lo apoyó sobre un muslo mientras con la mano izquierda se desprendía
todos los botones de la camisa blanca. No usaba corpiño. Tenía los pechos
redondos y duros, llenos, como si fueran a explotar. Acomodó al bebé de costado
y se lo acercó al cuerpo. El bebé se prendió a la teta, hábil, como un
cachorro. Y seguía sin saber a qué habían venido.
—Los hijos… —empezó
ella.
—No tengo —le respondí.
Me miró raro y siguió:
—No queríamos tener
más. Bah, yo sí, mi marido no quería. ¿Sabías que se operó?
—No, ¿cómo iba a…?
—A lo mejor él te
había contado.
—¿Quién?
—Mi marido. Me contó
de ustedes. De la kermesse.
—No entiendo.
—Que mi marido me
contó… lo que pasó en la kermesse de Fin de Año, el año pasado, cuando
desaparecieron. Que la gente de limpieza los encontró, borrachos, en el cuarto
de las escobas.
Eso era lo que se rumoreaba
de esta mujer con Martín: que los había encontrado juntos, un año atrás, en actitud
sospechosa. O era una especie de prueba o estaba loca. Quise tantearla. Le dije:
—Yo no desaparecí.
Estuve toda la tarde en el puesto de los patitos.
Ella se inclinó y
besó al bebé en la cabeza, a través de la tela. Siguió:
—No, Luciana. Ya no
podés mentirme más. El bebé está empezando a crecer y se nota.
—¿Qué cosa se nota?
—Se nota… que es
hijo tuyo.
Definitivo: estaba
loca. No iba a contradecirla ni a decir nada. Solo esperaría a que se fuera.
Pero seguía ahí, sentada, sin decirme a qué había venido. No aguanté más y le
pregunté:
—¿Qué necesitabas?
—Que te hagas cargo
de tu hijo, eso necesitamos. Que te lo lleves, que es tuyo.
—Pero ese bebé es
hijo…
—Tuyo. Tuyo y de mi
marido. Él no lo quiere, así que te lo traigo a vos.
—¿Pero cómo puede
ser hijo de tu marido, si me dijiste que se…?
—A veces fallan esas
operaciones.
Y, sin darme cuenta,
estaba yo también entrando en el delirio:
—Sí, sabía. Sé que a
veces igual… Pero tendríamos que verlo, porque yo, con este bebé, no tengo nada
que… tendríamos que ver cómo…
Y mientras yo
hablaba empezó a apartarlo de su pecho. Volvió a abrocharse la camisa y se
paró. Caminaba hacia mí.
Cuando la tuve al
lado, me dijo, señalando una cartera azul grandota que había dejado en la
puerta:
—Ahí tenés sus cosas
—y me pasó al bebé. Lo agarré. No podía dejárselo a esta demente. Pensaba
seguirle el juego, despedirla y después ir con el bebé a Dirección, explicar
todo. La Escuela llamaría al marido, o a la Policía, habría algún protocolo para
estos casos, me imaginaba.
Lo sostuve mientras
la veía alejarse.
Cuando quedamos
solos me relajé en la silla. Desde donde estaba podía sentir cómo olía, una
mezcla entre dulce y suave. Lo aparté un poco para observarlo: seguía envuelto
en la tela y tenía puesto un gorro que le cubría hasta la frente. Así como estaba,
me levanté, fui hasta la Dirección y expliqué lo que había pasado. Enseguida
llegó el Comisario y una Asistente Social. Dijeron que llamarían al marido y
que tomarían medidas.
La Asistente me hizo
preguntas y anotó lo que iba diciendo. Yo lo sostenía en brazos. Contesté muy
responsable, sin dejar de abrazarlo.
El bebé me miraba. Tenía
los ojos tristes, y me miraba.
Griselda Perrotta